El blog de Luis Frías

julio 14, 2007

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Hace cincuenta años murió Giuseppe Tomasi di Lampedusa creyendo que su obra, como su noble estirpe, se extinguían con él. Hoy lo recordamos, sin embargo, como uno de los paradigmas mayores de la transformación de la novela, precisamente por el libro en que cuenta el fin de su heráldica: El Gatopardo. Presentamos los pormenores de los últimos días de Lampedusa, y el texto con el que el Premio Nobel italiano Eugenio Montale saludó en su momento el ingreso de El Gatopardo a la república mundial de las letras.



Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957)

Poderoso poeta de la muerte


por MARÍA TERESA MENESES

La vida y obra del príncipe siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa siempre estuvo marcada por una explosiva carga de pathos y pietas que transformaría en tragedia la publicación de su única novela, El Gatopardo, cuyas vicisitudes se encuentran entre las más singulares de la literatura toda. La suya fue una existencia llena de dolores y amarguras que le dejaron dibujado para siempre ese rictus de aflicción en su tímida sonrisa, atormentado gesto con el que Giorgio Bassani evoca su recuerdo en el prólogo a la obra maestra de Lampedusa. Hay personas que, tal parece, se preparan febrilmente, en secreto, durante toda una vida, en la que aparentemente no pasa nada de extraordinario, para que en vísperas de su despedida de este chacal hambriento que es el mundo, todo se precipite vertiginosamente: pasión, muerte y redención.

Cuando Giuseppe Tomasi tenía veinte años acudió puntual al requerimiento que le exigía su patria e interrumpió sus estudios para marchar al frente de guerra. Hecho prisionero, se escapó del campo de concentración de Posen y, disfrazado, atravesó media Europa a pie hasta que logró llegar a Italia. Interesado en cuestiones militares y en libros de historia, entre sus lecturas preferidas estaba Clausewitz, e incluso llegó a participar como capitán de artillería durante la Segunda Guerra Mundial. Pero su más honda pasión fue la lectura. Sin embargo, aunque Giuseppe Tomasi era un impresionante lector y un puntilloso crítico, experto en literatura inglesa y francesa de las que abrevaba en su lengua original, desgraciadamente nos legó pocos escritos: su única novela, El Gatopardo (Argos Vergara); los Relatos (Bruguera), entre ellos “Lighea”, que en español se ha traducido como “El profesor y la sirena” y que en una antología de los grandes cuentos del siglo XX necesariamente tendría que ser incluido; sus ensayos publicados en dos tomos sobre literatura inglesa, Letteratura Inglese (Arnoldo Mondadori Editore), sabroso recorrido, desde los orígenes hasta el siglo XX, por sus caros escritores ingleses; los Ensayos sobre Stendhal (Argos Vergara); sus reseñas publicadas bajo el seudónimo de Giuseppe Aromatisi (Flaccovio Editore); y las cartas de amor a su esposa Licy (Edizioni Associate), la condesa báltica Alessandra Wolf Stomersee.

Durante los últimos tres años de su vida sacaría fuerzas de la estirpe del gatopardo, de su sobrepeso y de su enfermedad para escribir un libro que su trágico destino le impidió ver publicado y gozar del fenómeno editorial en el que se transformó a partir de su aparición en noviembre de 1958 (editorial Feltrinelli), gracias a los buenos oficios de Giorgio Bassani, a quien le llegó el manuscrito tardíamente a través de Elena Croce —la hija de Benedetto Croce, que era agente literaria y a quien Lampedusa le había enviado el manuscrito de una manera anónima desde los primeros meses de 1957—, cuando su autor ya había muerto. Al año siguiente, en 1959, la novela ganaría el premio de narrativa más importante de Italia, el Premio Strega. En 1960 se habían publicado ya cincuenta y dos ediciones, con lo que se transformó en el primer best-seller italiano. Y en 1963, Luchino Visconti potenciaría el fenómeno filmando una extraordinaria versión cinematográfica en la que el príncipe Fabrizio de Salina es encarnado por un inolvidable Burt Lancaster.

Todo se precipitaría en la primavera de 1954, cuando el poeta Eugenio Montale recibió un sobre amarillo al que le faltaban algunos sellos postales y que contenía unos cuantos poemas apenas legibles, impresos en Capo d'Orlando, Sicilia. Anexa a los poemas, venía una carta de un tal Lucio Piccolo en la que se explicaba su intención de evocar “un mundo singularmente siciliano, o más concretamente palermitano, que se encuentra ahora en el umbral de su propia desaparición, sin haber tenido la suerte de ser fijado en alguna expresión artística”. Sus poemas, proseguía el remitente, describían “ese mundo de iglesias barrocas, de viejos conventos, de almas adaptadas a esos lugares, que pasaron aquí su vida sin dejar rastro”. A Montale no le alentó mucho la carta, que en realidad había sido escrita por Lampedusa y tal vez era más una descripción de su futura novela que un resumen de la poesía de su primo. Pero se puso a leer los poemas, en parte para ver si merecía la pena el dinero que había tenido que pagar por los sellos que le faltaban al sobre. Luego de haber leído los cinco primeros poemas líricos, Montale se sintió fascinado ante aquel librito, y más tarde describiría a su autor como “un flautista sedentario que puede sacar matices inéditos hasta de una caña rota”. Los Cantos barrocos, con su exuberante verbosidad, en efecto, habían sido escritos en el ambiente casi tropical de Capo d'Orlando. Poco después de haberlos leído, Montale invitó a Piccolo a tomar parte en el encuentro de San Pellegrino, donde un grupo de distinguidas figuras literarias presentaría a un escritor desconocido más joven. Así, Lucio Piccolo fue el ahijado de Eugenio Montale, aunque éste se quedó de una pieza cuando descubrió que su protegido era un barón siciliano casi de su misma edad. En San Pellegrino, Lampedusa, que siempre se mostró reservado y con un gesto amargo en los labios, logró vencer su timidez característica y se las ingenió para intercambiar un par de impresiones con Montale y con Emilio Cecchi. A su regreso a Palermo, escribió una nota sobre el escritor inglés Martin Tupper: “Ahora estoy matemáticamente seguro de ser el único que lo ha leído en Italia. Cecchi y Montale lo desconocen, dicho sea en su honor...”.

El inesperado éxito de Lucio, con quien constantemente se batía en duelos de erudición literaria, finalmente le había despertado un cierto sentimiento de rivalidad.

A esas alturas de su vida, ya no quedaba nada de las riquezas de su linaje. Ni la pequeña isla que daba nombre al principado y había pertenecido a la familia por más de doscientos cincuenta años había resistido los malos oficios contables de una aristocracia inútil en la administración de bienes. Giuseppe Tomasi, duque de Palma, barón de Montechiaro y último príncipe de Lampedusa había nacido en Palermo el 23 de diciembre de 1896. A la muerte de su pequeña hermana, Stefania, fulminada por la difteria a los dos años de edad, quedó como el hijo único de Giulio di Lampedusa y de Beatrice Mastrogiovanni Tasca e Filangeri di Cutò, como el último descendiente de una familia que se extinguiría con él. Sabedor de la ruina económica que había diezmado a los de su sangre y consciente de que una naturaleza avara les había negado la fecundidad necesaria para traer herederos al mundo, estaba obligado a dejar constancia de aquel “mundo siciliano único” antes de que extinguiera.

Lleno de achaques (bronquitis, dolores reumáticos, enfisema, obesidad) Lampedusa era una figura que “emanaba literalmente una sensación de muerte”. Su gran tragedia fue la coincidencia de su decadencia física con su breve periodo de creatividad artística. En mayo de 1957 le diagnosticaron cáncer de pulmón y tuvo que trasladarse a Roma para recibir radiaciones de cobalto. A principios de julio su estado empeoró. Pero aquel hombre enfermo, en las últimas semanas de vida, fue capaz de trabajar en el manuscrito de “Lighea” y en un capítulo de El Gatopardo, manuscrito al que no dejaba de meterle mano. Antes del fin, una tragedia se sumó a la otra. Flaccovio, editor y librero palermitano —al que Lampedusa le había enviado el manuscrito para su publicación, pero éste lo rechazó porque no publicaba narrativa— le había enviado el manuscrito de El Gatopardo al director de la editorial Einaudi y consejero de Mondadori: Elio Vittorini. Como representante del neorrealismo y apóstol de la nueva literatura italiana, era previsible que Vittorini encontrara reaccionaria y decadente una novela como la de Lampedusa. La carta de rechazo de la publicación de El Gatopardo escrita por Elio Vittorini, fechada el 2 de julio de 1957 en Milán, llegaría a manos de Lampedusa el 17 ó 18 de ese mes a Roma, luego de haber pasado por Palermo, apenas cinco o seis días antes de su muerte. Completamente derrotado, el príncipe todavía tuvo el coraje de leerla en voz alta con su acostumbrada ironía: “No está mal como reseña, pero de publicar la novela, nada”, le diría a Giocchino Lanza Tomasi, su adorado hijo putativo.

La mañana del 23 de julio de 1957, cuando su cuñada fue a su recámara para despertarlo, lo encontró muerto. Lampedusa había fallecido en la madrugada, tranquilamente, en su cama. Siempre había cortejado a la muerte, al igual que don Fabrizio de Salina y “ahora se había acabado el cortejo: la bella había pronunciado su ‘sí', la fuga estaba decidida y reservado el compartimento en el tren”. Luego de una misa de réquiem en Roma, su cuerpo fue trasladado a la tumba familiar del monasterio de los capuchinos, en Palermo, donde también reposa Fabrizio de Salina en El Gatopardo.

Escribir El Gatopardo fue su reconciliación con la vida y con la muerte, le dio un propósito a su existencia y una razón para retrasar el final. Apaciguó la sensación de vacío de un hombre que escrutó en el pasado definitivamente muerto. “Mientras hay muerte, hay esperanza”, dice el príncipe Fabrizio de Salina cuando escucha que doblan a difunto las campanas en Donnafugata. Lampedusa fue un poderoso poeta de la muerte —como dice Claudio Magris—, que supo evocar la ausencia y el vacío y, por lo tanto, supo entender, al igual que los grandes escritores del siglo XX, la condición del hombre moderno. Fue capaz de construir un mundo mostrado como un moribundo, anquilosado en una ficción de existencia y, acaso por esto, su novela, que se quiso ver decimonónica y añeja, en realidad era poderosamente contemporánea. Cuando don Fabrizio le reclama a su sobrino Tancredi sus francas simpatías hacia Garibaldi y no al rey, como le correspondería a alguien de su clase social, éste le responde: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Nada tan preciso y tan actual como esta frase que resume el análisis político de una sociedad en transición. Gatopardismo al que en México no hemos sido ajenos.

***

El Gatopardo

por EUGENIO MONTALE

Lampedusa. ¿Quién era él? Hasta ayer, nadie podía decir que era el nombre de un escritor. En cuanto al singular personaje que portaba ese nombre, incluso para mí, hasta hace poco tiempo, Lampedusa (Giuseppe Tomasi, príncipe de) era el noble señor siciliano que en el verano de 1954 acompañó al poeta Lucio Piccolo, su primo, a recibir el bautismo literario en un encuentro que se realizó en San Pellegrino Terme. Aquí se llevaron a cabo una serie de conferencias o presentaciones: escritores maduros o ya reconocidos le darían la bienvenida literaria a jóvenes escritores debutantes. Sin embargo, sucedió que muchos de los autores que participaron solamente se conocían por correspondencia; y, en otros casos, que entre el viejo y el presunto joven no mediaba una gran diferencia de edad. El poeta Lucio Piccolo, por ejemplo, que llegó desde Capo d'Orlando (Messina), no podía decirse que era muy joven; y, sin embargo, no podía ser considerado ningún estudioso —no lo perdía de vista su mentor, o su guía— de tanto que él encarnaba el tipo de poeta absorto en sus propios pensamientos y acaso incapaz de ingeniárselas por sí solo en esa embarazosa ocasión.

Sin embargo, ni siquiera ese día, yo sospeché que el príncipe de Lampedusa (caballero que en su juventud debió haber sido rubio, alto, fuerte, elegante y silencioso, apenas ese tanto necesario que no le impidiese externar algunos chistes llenos de humour) pudiese ser o volverse un escritor a la altura de los literatos allí presentes. Sin embargo, así fueron las cosas. Nos informa Giorgio Bassani, a quien le debemos el primer conocimiento y la recuperación de la novela que hoy aparece póstuma (El Gatopardo, editorial Feltrinelli, Italia, 1958), que este importante libro fue escrito, acaso en pocos meses, cuando Lampedusa regresó de ese torneo literario. Puede ser que la ducha de vivificadora y militante literatura que experimentó en ese entonces el príncipe haya sido el estímulo, la causa fortuita a la que le debemos este bellísimo libro: el primero y el último porque Tomasi di Lampedusa murió en Roma en julio de 1957, a la edad de sesenta años. Ópera prima, es más, la única, pero persiste la duda si El Gatopardo fue un libro que el autor llevó y alimentó en su persona durante toda su vida y que probablemente no tuvo, por parte del escritor, los últimos cuidados.

Formalmente casi perfecta, la novela revela a un artista maduro y al día; pero en su confección, en la secuencia de cada uno de los episodios, no siempre es armoniosa y proporcionada. Luego de dos capítulos, que un gran naturalista del siglo XIX podría envidiarle, la novela se detiene en los meandros de un idilio juvenil, que acaso demasiado, nos lleva al clima de la actual “prosa de arte”; y en la segunda parte, no siempre el moralista y el novelista caminan a la par. Además, una figura secundaria, la del padre Pirrone, que creíamos un sencillo don Basilio, pretende todo un capítulo para sí, revelándose de golpe buen cristiano y hombre sensato. Pero luego el libro se vuelve a levantar desde estas páginas menores —pero igualmente muy atrayentes— y retorna, en los dos capítulos finales, a su primitiva fuerza narrativa.

Resulta muy difícil encontrar antecedentes literarios en El Gatopardo; el trasfondo (Sicilia en 1860) pudiera hacer pensar en el De Roberto de Los virreyes; pero el escándalo psicológico, el sarcasmo y el casi feroz uso del bisturí corresponden a alguien que no ignora a Brancati; mientras que la afectuosa reconstrucción, el gusto por la vieja estampa, pudieran recordar a Guido Nobili y a los otros escritores de libro único, aquellos que le eran caros a Pancrazi. Pero, al final, uno acaba por concluir que semejantes parangones no explican nada. Acaso El Gatopardo es la síntesis de una novela río que nunca fue escrita por Lampedusa. Una síntesis, entendámonos, del todo mental, interna: que es la causa de los desequilibrios mencionados, pero también de la novedad del libro. Si la novela histórica tradicional basa su poder en una leve pátina de aburrimiento (tal es para el lector ingenuo el sentido del tiempo que fluye lentamente), nada más lejano a los esquemas de la novela histórica que El Gatopardo. Y, sin embargo, el sentido de la historia, la sucesión de las generaciones, el advenimiento de las nuevas clases y de los nuevos mitos, el ocaso de la nobleza feudal y el igualmente hipócrita triunfo de las “magníficas fortunas” son la materia misma y la inspiración de la novela, en la que pocos personajes son suficientes para poner de relieve la extraordinaria ambivalencia espiritual del autor.

El príncipe Fabrizio de Salina, personaje fundamental del libro, vive dividido entre inclinaciones opuestas. Rico feudatario, su fortuna está amenazada por una señorial incapacidad a no dejarse robar. Orgulloso de su título y de su censo y, por lo tanto, tradicionalista, sin embargo, él lleva en sí mismo la simiente del iluminismo; buen diletante de astronomía, no puede esconder que para los privilegios de su casta las horas están contadas. Por eso favorece las simpatías de su pobretón sobrino, el príncipe Falconeri, por el movimiento de liberación de los “piamonteses”. Incluso el rey Borbón es informado de esto, y cuando recibe a Salina en el palacio real de Caserta, lo pone sobre aviso: “Salina, óyeme. Me han dicho que dejan mucho que desear las visitas que sueles hacer en Palermo. Que tu sobrino Falconeri... ¿por qué no sienta de una vez la cabeza?”. “Majestad, Tancredi no se ocupa más que de mujeres y de juego”. “Salina, Salina, estás loco. El responsable eres tú, el tutor. Dile que ande con cuidado. Adiós”. En espera del desembarco de los garibaldinos, Salina se retira a su feudo de Donnafugata, con su esposa, sus numerosos hijos, el attaché eclesiástico, el padre Pirrone, y su fiel perro Bendicò, una de las más vivas “personas” del libro. Más tarde, los alcanzará Tancredi Falconeri, herido y condecorado; Palermo es ocupada por los patriotas y el joven sirve, egregiamente, para salvar a la familia Salina de eso que hoy se llamaría depuración. Una gran carrera se vislumbra en el futuro de Falconeri, pero Salina renuncia a darle por esposa a su hija Concetta, muchacha igualmente frígida que ni siquiera podría ayudarlo con una rica dote. Salina, por el contrario, favorece el matrimonio de Tancredi con la hermosa Angélica, hija de don Calogero Sedàra, un campesino enriquecido a costa de despojar sistemáticamente de sus bienes a los vecinos. Despabilada, agresiva. Estupendo ejemplo de muchacha meridional de piernas un poco cortas, Angélica acelerará el ascenso de Tancredi a los puestos de mando de la política. Incluso al príncipe de Salina, un piamontés, Chevalley, emisario del prefecto de Girgenti, vendrá a ofrecerle la laticlave (toga púrpura con la que se vestían los senadores romanos y que indicaba su dignidad y cargo), pero obtendrá un tajante rechazo. ¿Es posible que alguien que fue par del reino de Sicilia vaya a sentarse en una asamblea de parvenus? ¿Con esto se pretende rendirle honor? ¡Incluso esto resulta ridículo! Salina, por otra parte, no sabe nada acerca del Senado; esta palabra solamente le recuerda “al senador Papirio, que rompía una varita sobre la cabeza de un galo maleducado, a un caballo Incitatus. Pero la razón de su rechazo es otra.

Carente de ilusiones, Salina adolece de la capacidad de engañarse a sí mismo. Qué vayan los jóvenes (¿Y por qué no?, también don Calogero Sedàra) a competir en el muy engalanado catafalco del Senado. ¿Es verdad que es necesario obrar, hacer algo? “En Sicilia no importa hacer mal o bien: el pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente el de ‘hacer' [...] El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren”. ¿Será acaso que Chevalley todavía no conoce el paisaje siciliano? “Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensión continua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quién sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempre incomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio: todas estas cosas han formado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores además de por una terrible insularidad de ánimo”.

El lector ya comprendió; el usurero Sedàra se vestirá con la laticlave. El nuevo Reino, seguido por la desconfianza de Salina, se encaminará hacia las magníficas fortunas, guiado por uno de los pocos sicilianos despiertos o semidespiertos, Crispi; Salina, ya defraudado por algunos feudos, se volcará en sus estudios astronómicos hasta que la muerte lo sorprenda, en julio de 1883, en un hotel de Palermo. Junto a él están sus tres hijas solteras, la princesa Falconeri ya viuda, y sus dos hijos varones. El tercer varón, también él un semidespierto como Crispi, está ausente: vive en Inglaterra y comercia con piedras preciosas. Y la muerte de Salina es la muerte de un sabio y de un justo; no es un drama, “sino el vaciamiento, el detallado desmoronamiento de la personalidad unida al presagio de la reedificación en otra parte de una personalidad (gracias a Dios) menos consciente pero más larga”. Extensas y desnudas páginas en las que está resumida toda una vida con la deslumbrante claridad y velocidad de un fulgor.

La historia también tiene un epílogo. En 1910, las tres solteronas todavía viven en lo que queda del palacio de sus antepasados, dominado por el blasón del felino rampante. Inmersas en prácticas religiosas han llenado la capilla de la casa con falsas reliquias adquiridas malgastando los últimos centavos del patrimonio paterno. Luego de una visita del arzobispo, un sacerdote enviado por él decidirá que solamente unas pocas reliquias ostentan título de autenticidad. Todo lo demás será arrojado a un rincón del patio y la capilla volverá a ser consagrada. Junto con las falsas reliquias, también dará un salto el viejo perro Bendicò, embalsamado. “Durante su vuelo desde la ventana su forma se recompuso un instante. Habríase podido ver danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Después todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido”.

La singularidad de una arquitectura que los norteamericanos dirían ginger bread, estrambótica, no impide que este Gatopardo, al que se le podrían quitar o agregar algunas escenas (y en esto recuerda a Roma de Palazzeschi, poderoso libro mal confeccionado y dominado por un único personaje) sea un libro de sorprendente unidad espiritual: un libro de un gran señor, de un gran esnob en el más alto significado de la palabra, de un hombre que comprendió todo de la vida, de un poeta-narrador dotado de una implacable clarividencia y de un sentimiento de la existencia que es, a la vez, estoico y profundamente caritativo. Y es un pecado que una breve reseña no pueda sugerir las cualidades más altas de Lampedusa, artista y moralista: su virtud de pintor de paisaje y de interiores, su don para hacer vivir a una multitud de figuras que son demasiado verdaderas para ser sencillamente “veristas”. Al terminar la lectura recordamos todo de El Gatopardo, y estamos seguros que, tarde o temprano, querremos releerlo de principio a fin. Y nos preguntamos: ¿De cuántos libros publicados en la última década podemos decir lo mismo?

Tomado de Il Corriere della Sera , 12 de diciembre de 1958.

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