El blog de Luis Frías

septiembre 11, 2009

El lugar dónde

Hubiera dicho que no, que me era imposible. Hubiera pretextado alguna razón familiar antigua, y punto; no estaría aquí, quejándome. Pero, ¿a dónde me hubieran mandado? Creo que a Benito tampoco le fue bien, tuvo que resignarse cuando le dijeron que debía hacer un reportaje de los artesanos en las sierras de San Luis Potosí. A él, que prefiere todo lo que tenga que ver con policías, accidentes nocturnos y tugurios fatales. Es enojoso admitir que me vi cobarde; no me gusta estar aquí, aunque para todos yo sea muy afortunado con este envío. A las mujeres siempre les va mejor. Lisbet, por ejemplo. Que cubra el cuento ése de los delfines viajeros de Mazatlán. ¡Por qué Lisbet! Que no me manden a mí, pero al menos alguien que disfrute del viejerío de Sinaloa. Adonde sea, menos aquí. En el último de los casos, creo que Benito y yo estaríamos felices de que nos invirtieran los papeles: él para mi destino, yo para el suyo. Soy un tonto. Por qué se me viene a ocurrir hasta ahora. Cobarde.

—¿Señor Brihuega? —se asomó la secretaria a la sala de espera.

Incorporándome, continué sentado en el sofá pero enderecé un poco la espalda.

—Si.

—Pase, por favor.

—¿Sí me podrá recibir el ingeniero?

Asiente con la cabeza y me hace pasar por la puertecita a la oficina seguida, la recepción. Es una morena bastante joven y volátil como para ser secretaria de un corporativo de cuarta, aunque de oficinas cuyo lujo rebasa a un pueblo como éste. Creo que se vería mejor tomando micheladas 2 por 1 en algún bar de jueves por la tarde. Sus lentes de gruesa pasta negra no le quedan bien, y el uniforme de pantalón y camisa kaki… yo por lo menos sólo uso el chaleco de reportero cuando me va a tomar la cámara. En el corazón lleva la mica con su nombre: Fredesbinda Martínez.

Con esa ágil sofisticación de las secretarias de gerencia, me explica todo el mecanismo para entrevistar a su jefe. Es el director de la empresa que está abriendo muchos espacios de trabajo en la pequeña ciudad. Me dice la hora y el procedimiento para la entrevista. Qué preguntas sí y qué preguntas no hay que hacer. Qué bien se le ven esos alambritos trabajándole la dentadura, la hacen ver atractiva.

En cuanto me extendió el papel con las indicaciones, me despedí.

—Hasta mañana a las…—echo un ojo al papel— diez. Gracias, Fredesbinda.

—Hasta luego, señor.

¿Señor? La muy cabrona. Seguro es mayor que yo. Dos años al menos. Esta barriga y las patas de gallo, carajo.

Fue fácil encontrar alojamiento en el pequeño pero céntrico Hotel Limas, seguía despachando detrás del mostrador aquel español del apellido arabesco Montúfar, mi padre lo envidiaba. Claro que el tiempo es cruel y no perdona, ahora el viejo era un lamentable jamón rosado. Nunca me imaginé que podría quedarme aquí. Puedo recordar que era cosa de ricos este edificio de azulejos pringosos, además quién se queda en un hotel teniendo casa en el mismo lugar. De joven sí hice el gasto; antes era difícil enredarme con mis novias en sus casas o en la mía. Dejé mis cosas en la habitación y salí a comprar lo que hacía falta. Estaba por caer la noche, el frío empezaba a helarme las orejas. Lo que menos quería era enfermarme de tos, así que salí rápido a buscar una tienda.

Casi nada, o casi todo, ha cambiado desde la última vez. Esta pequeña y solitaria avenidita está igual que la de mi cabeza y la de las fotos que había visto hace poco. En cuanto Carmen, mi jefa, me dio la orden de trabajo y leí Ciudad Remedios, tuve que tragar saliva pero también buscar datos en los archivos que conservaba en casa. Rápido di con la tienda. Estaba allí donde me la imaginaba. Era cosa de andar un poco, y ahí estaban los abarrotes.

De niño, muchas veces acompañaba a mis padres a hacer las compras del mes. Teníamos un Renault 12, un vergonzoso Renault que hacía un afeminado run run. La tienda continúa siendo grande; un poco más amplia que cualquier OXXO, pero infinitamente menor que un Wal Mart. Habrá lo que busco, siempre salíamos aprovisionados de aquí. Hay unos niños que tiran del vestido de la mamá y con el brazo señalan un cereal de bolitas. Mis berrinches eran por el polvo de fresa para endulzar la leche. Vengo por unas pilas para la cámara y la grabadora; el cepillo y la pasta dental, rastrillo, ¿qué mas? ¡Pero mira eso! Esos montones de papel sanitario siempre han estado justo en esa esquina. ¿Qué más? Una caja registradora está vacía. Pongo mis cosas, hay colgados rastrillos. Cojo uno, añado un tubo de galletas. “¿Nada más?” La cajera, pueblerina que no esconde su cruz, es una caballuna de dentadura fatal y ojos verdes. “Pase, gracias”. Tomo la bolsa con mis cosas y me marcho.

Una vez en el hotel, encuentro mi habitación fría. Es insólitamente temprano pero la ciudad ya está vacía, cuando volví de la tienda había unos cuantos en la calle. Los que compraban elotes preparados y las parejitas que caminaban abrazadas del talle. Había pensado preparar el guión de la entrevista y sacar mi ropa para mañana. Sólo saco la ropa y buenas noches. Con la entrevista ya veremos. La televisión hace que las sábanas se parezcan a las de casa. Mi mujer no puede estar viendo otra cosa: el concurso de chistes del canal 2, que aquí es el 8. Me quedo dormido, tratando de concentrarme con la mano en Fredesbinda.

A las diez en punto, me estaba esperando aquel hombre. A diferencia del señor de traje que me había formado en la cabeza, era un amistoso sujeto de blue jeans, camisa kaki y lentes perfectamente transparentes. Formal y todo, pero agradable. Fredesbinda nos había llevado dos cafés americanos con poca azúcar. Antes de empezar la entrevista con la grabadora, el director me había platicado las bondades de la empresa, lo felices que estaban sus jefes, el entusiasmo que les causaba invertir aquí. Su dentadura era perfecta, se había rasurado impecablemente y su cabellera estaba en perfecto orden.

La entrevista es para que me hable de los 240 millones de pesos que su empresa está invirtiendo en armar camiones de carga. Decía maravillas del gobernador, un tipo que ama esta región de su estado, que no tenía reparo en viajar al último rincón del mundo para atraer inversiones. Agradecía que el gobierno les haya obsequiado el terreno para construir esta fábrica y traer empleo a una ciudad a punto del abandono fantasmal. Me hablaba que dan trabajo a cientos de obreros especializados, que construyen los camiones ligeros más bonitos y rentables del mercado nacional. Qué bonito, casi le digo, y Fredesbinda sirvió más café. La entrevista terminó y nos salimos a dar un paseo por la fábrica. Yo haciéndole fotos, él subiéndose y bajándose de los autobuses a medio armar.

—Qué te parece —me tuteó, era bastante mayor que yo.

—Muy bonitos.

Qué le iba a decir.

—Pero tú qué opinas… de estas inversiones.

—La ciudad lo merece, creo que sí…

—¿Sabes la historia de la ciudad? Pero qué te platico, seguramente la conoces, ¿no?

—Leí algo.

—¿Sí sabes cuántas personas trabajaron aquí?

No paró de decirme el cuento que yo sabía, como que había nacido y pasado mis primeros años en este lugar. De niño me tocó ver esa “tierra de oportunidades” de que me hablaba el ejecutivo alzando la barbilla mientras yo le hacía las placas. Con fastidio escuché todas las referencias bibliográficas que me decía. Cicerone que leyó guías turísticas cuando su empresa aceptó invertir. Me molestó que me mintiera diciéndome que las cosas volverían a ser como antes.

—Fascinante, ¿no? —me dijo, parándose—. Bueno, ¿necesitará algo más?

Nada, el trabajo estaba hecho. Ni si quiera me invitó a pasar de nuevo a su oficina. Amable y fríamente, me envió directo a llenar unos formatos con Fredesbinda. Era sacar copias de mi credencial, firmar un papel y llevarme conmigo un lapicero y una agenda empastada con el logo de la empresa: unos camioncitos de perfil.

—¿Todo bien, señor? —Fredesbinda había perdido seriedad.

—Todo bien, —y le dije lo que quería— lo único malo es que no tengo con quién cenar hoy. No soy de aquí.

—Ahí sí no le puedo ayudar —ni se sonrojó ni se molestó, pero tampoco era indiferencia; se diría que había amaestrado sus emociones.

Los papeles habían sido llenados y ella me insistió si necesitaba algo. No era más difícil que cualquier mujer, pero no iba a insistirle de ningún modo. Habría sido de mal gusto. Sonriendo, salí de allí. Para terminar mi reportaje, sólo faltaba hacer entrevistas con viejitos.

En un taxi regresé al hotel a guardar el material. Dejé correr agua del lavabo para que se calentara un poco. Con el jabón me lavé la cara y arreglé el peinado. En lugar de la camisa, me puse una playera arena de cuello sport, también un pantalón más holgado. Quedaba hacer las entrevistas más hostiles y aburridas. ¡Pasar por la universidad para preguntarle qué opina la gente, y que la gente hable estupideces! Qué otra, me lancé a la calle.

Como que sentí que a la avenida le llega ahora menos el sol que cuando yo vivía. Me sorprende que sigan circulando todos esos Renault y esos Ford tan viejos, pero en tan buenas condiciones; podría venir cualquier día y comprar uno para coleccionarlo y pasearme los domingos. Para mi papá, era obligado lavar el carro los domingos, y luego comer cacahuates y aceitunas mientras leía el periódico en el carrito, a la sombra de algún pirú. Pensaba que era idiota, el pirú dejaba caer sus frutitos rojos y se volvía a ensuciar el coche. En cuando despertábamos, había que pasarle un trapo a todo el metal. No era estúpido, a él le gustaba hacerlo así. Y así se hacían las cosas. Debo hacer entrevistas con viejitos, preguntarles sobre la antigua Ciudad Remedios.

No tengo tan mala memoria como para haber olvidado lo que era esto, antes de que a todo se lo llevara el demonio. Era un niño, todo me parecía tan excelente. Mi madre era verdaderamente hermosa, llegué a tener celos de papá. Él la besaba en la boca antes de irse a pintar camiones y ella se quedaba feliz. Iba con mis hermanos hermanos a la escuela con monedas suficientes para hartarnos al antojo; nos llevaba Catalina, la sirvienta a la que dicen que quisimos mucho. No recuerdo eso.

Aquella calle. No sé cómo se llamaba la mujer, era amiga de mi mamá; nos ponían a jugar a mis hermanos y a mí con sus hijos. Mejor dicho, contra ellos. Empezábamos a los carritos nosotros y ellas a las muñecas, seguíamos con juegos de perseguirnos y encontrarnos, y terminábamos lanzándonos lodo y llorábamos. A mis hermanos siempre les iba peor, yo era el pequeño y me perdonaban las maldades en casa; sólo me pegaban cuando robaba dinero de la bolsa de mi madre. A pesar de todo, cuando estudiaba en la universidad y venía todos los fines de semana, seguía sacándole billetes del bolso.

Todo está tan cambiado, sigue tan igual pero está tan diferente. Nunca me hubiera imaginado estas bardas pintarrajeadas con monitos de aerosol. El señor de ahí te pescaba y te pegaba con el consentimiento de tus papás. Teníamos cuidado, era mucha su autoridad. Su casa era excelente, pequeña y sin ninguna construcción, pero envidiable. Como que se murió; está toda olvidada.

Es natural, desde que cerraron las empresas y corrieron a mi papá y a todas las demás personas, la gente abandonó las casas. Se fueron a buscar trabajo a cualquier lugar y empezaron a venir sólo los fines de semana, o en vacaciones. Por entonces yo empezaba la adolescencia y las diversiones de preparatoriano; desde entonces dejé de venir aquí y contagié a mis papás, que sólo venían a veces entre semana y a veces de visita con los tíos. Yo nunca, prefería ir a Espirit y a Chabelas, unos bares donde conocía chicas. Poco a poco, toda la familia dejó de venir, salvo mi hermano, que tuvo un hijo aquí y tiene que pasar a saludarlo de vez en cuando. De hecho, desde que vinimos al sepelio del tío Samuel y lloré con mis primos, no sé qué decisión hayan tomado mis hermanos con la casa. No sé, no me he preocupado.

La ciudad está muy cambiada. Cuando cerraron las fábricas, había poca gente pero aún había. Incluso después, cuando venía de fin de semana con mis papás, muchos de mis amigos, Manuel, Fernando, Hugo, Guillermo, todos venían y podíamos salir. Era bueno, nos prestaban los carros y nos aparcábamos con la música a tope. Pero ahora no sé… esto parece de fantasmas. Voy a hacer lo que debo y me largo de aquí.

—Señor, señor —interpelo a un canoso de cachucha azul.

El viejo se pasa de largo. Las chicas de los locales voltean a ver mi brazo estirando la grabadora, mi chaleco de reportero, mi rareza.

—¿Cómo se llama, señor?

—Tomás Cano.

Entrevisto al señor Tomás, que habla con desconfianza del gobierno y de sus inversionistas. En el fondo, estoy de su lado. Me habla con emoción de los años mejores, años que los que a mí me tocaron. La historia comienza hace varias décadas pero sólo le permito que me cuente un poco, y le corto.

—Muchas gracias, señor.

—¿En dónde va a salir?

En cuanto escucha el nombre de mi grupo noticioso, se alegra y me da una palmada. Buen viejo. Dos más y acabo.

—Cuénteme de los años 60, de los 70, señor —es uno más joven, seguro tiene mejor memoria.

Me hubiera gustado dedicarle más tiempo. Contaba todo con gran detalle, y se emocionaba. Ganaban mucho como obreros, los sindicatos defendían a los trabajadores, venía el presidente del país a felicitarlos en persona, les daban regalos a sus hijos en diciembre (cierto, me tocó), venían conciertos de música gratis, podían viajar con sus salarios, comprarse carros nuevos y mandar a sus hijos a estudiar licenciaturas.

—¿Ahora de qué vive, señor?

—Nos dejaron sin nada, no hay perspectiva, no hay riqueza.

Pobre viejo. Falta uno: ahora uno joven. Que me hable de lo que viven las nuevas generaciones, algo así. Pasa uno que aprieta entre las manos una bolsa de plástico y lleva zapatotes negros.

—Hola, ¿cómo te llamas?

Después de un segundo, me espeta:

—¿No te acuerdas de mí?

¿Acordarme? Usa bigote, playerita pegada a los músculos, es caballuno. Resulta que se llama Martín Jiménez, un amigo que estudiaba conmigo en la primaria. No recuerdo. Lleva el taller mecánico de su papá y tiene un local para ir en la noche. Me invitó y acepté por amabilidad. Le dije que allí nos veíamos más tarde. Como no pude entrevistarlo, agarré a otra persona pero no le presté mucha atención. Con una mezquina satisfacción me quedé pensando en Martín. Dije: “Después de todo, no me ha ido tan mal”. Antes de irme directo a organizar todo al hotel, busqué un lugar donde tomar un desayuno. Resultó que estaban sabrosos los chilaquiles.

A las 7 de la noche había terminado de alistar el material y telefoneé. A mi mujer, que me mandó besos. Y a la oficina, donde me dijeron que hoy no llegaría el camarógrafo para terminar el reportaje, me hablaron de algún problema con la organización que le había impedido tener la cámara lista para hoy por la noche. La idea era que filmáramos algunas tristezas nocturnas que exageraran el abandono de Ciudad Remedios. No fue posible y yo ya tenía todo listo, me había cambiado nuevamente de ropa y había pedido una cerveza que me subió el español mofletudo. En cuanto me la terminé bajé por otra y pensé en el ofrecimiento que me hizo Martín para ir a beber algo a su bar.

En el televisor pasaban caricaturas. Apoltronado, desde mi mesa alcé la voz para preguntarle al español. Me dijo dónde quedaba el lugar. Aunque yo viví aquí por mucho tiempo, nunca supe el nombre de las calles. Así que Corregidora, o Insurgentes, o Reforma o Constitución, no significaban nada para mí. Dónde hay taxis. El español se sonrió, resulta que el bar estaba a unas cuadras de allí, y me fui caminando.

Al principio, me sentí el más idiota allí, en un bar de cumbias escandalosas, luz de color que prendía y apagaba y un segundo estabas parado con el cuerpo así y enseguida con el cuerpo asá. Y unas cuantas mesas con unas cuantas personas. Y mucho ruido y muy poca luz. Tenía que beber algo para desinhibirme. Pedí otro tequila con toronja. Martín atendía detrás de la barra. Poco a poco, fui recordando de dónde conocí a Martín, en tercer o cuatro de primaria él llegó una vez apestando a algo raro y a partir de allí le habíamos puesto un apodo maldito, que no recuerdo bien. Seguramente él lo tiene mucho más grabado en la cabeza que yo. Ahora se veía un hombre con todas las de la ley, tenía un taller mecánico por las mañanas y por la tarde no le faltaba la diversión en este lugar. Otro tequila con toronja. Salud, Martín. Le brindé con mi jaibolero; detrás de la barra él alzó su cerveza. “En un ratito te acompaño”. Me gritó fuerte, la música al tope lo obligaba.

Otro tequila con toronja que yo no pedí. Seguro lo envió Martín. Quise ir al baño y me costó trabajo dar con él. Eché una mirada a todas partes, y la mesera, una gorda putona, me dijo dónde era. Me regaló una sonrisa con su bocaza deforme. Gorda. El baño estaba muy sucio; había que lavarse las manos con el fab de una bolsa. Sin lavármelas, regresé a mi mesa, y ya había un platito de cacahuates y otro de chicharrones fritos. Me comí unos. Otro tequila. La música me empezó a gustar. “Que chí, que no, que cómo chingados no”, gritaba una voz chillona de las bocinas. Martín daba órdenes a las dos meseras, supe que me había mandado una cuando la que me había dicho lo del baño se dirigió a otro rumbo, pero la otra se me acercó sonriente. Qué putas. Apuré el tequila de un sorbo antes de que llegara ella.

—Eres bueno para el tequila.

Marcela me besó la mejilla. La acogí con diversión. Pedí dos tequilas agitando el brazo y Martín me los trajo. “Diviértete”, me dijo y nalgueó a Marcela. Qué agradable me pareció eso y empecé a sorber la bebida. Me gustó lo dulce del refresco toronja, como si fuera un sabor de hace muchos años, cuando vivía aquí mismo en una casita de la Calle 8, Centro, Ciudad Remedios.

—¿Y cómo te llamas, tú? —su voz era adolescente y le dije mi nombre.

La mujer se entusiasmaba con mis cuentos de periodista de la ciudad. En realidad ponía atención a cuanto le dijera. Le gusta la idea de que mañana saldrá en la tele el reportaje de ésta, su ciudad, y que seguramente la voy a mencionar, porque le digo que está muy bonita y me gusta mucho. “Qué bueno que digas la verdad”. Me dice. Es que le prometí que voy a hablar mal del gobierno y de los inversionistas en mi transmisión. Que todo lo que me han dicho son mentiras. Y tomo otro tequila y brindamos.

Ella me cuenta la historia de su vida. Me cuenta. Es fea la mujer pero si acepta me la llevo a la cama. ¿Otro tequila? Me estoy mareando. “Si tu boquita fuera de chocolate”. Tarareo y ¿que si me gusta la canción? No sé contestarle. Si respondo no, se ofende; si respondo lo contrario, me pierde respeto. ¿Cómo dijo Benito? Es de las viejas buenas para chupártela en días de cruda. No quiero excitarme y le digo que sí a Marcela. Sí, a todo.

Me divierte pensar que estoy en un bar del lugar perdido donde nací y crecí. Y donde me desesperó que me mandaran a hacer un reportaje. En las chichitas de perra flaca de Marcela veo las teticas de las gemelas que en la secundaria quise hacer mías pero que nunca se dejaron. A bares como éste solía venir las primeras veces, cuando teníamos mucha energía pero lográbamos reunir muy pocas monedas. Aquí una cerveza cada quien y adiós, a dormir a casa. Ahora puedo pagarme los tequilas que quiera, con refresco de toronja. Como el refresco de toronja que me gustaba tomar directo del frasco verde en los partidos de fut. Y que sabía a dulce pero picaba un poquito la garganta. Marcela, sígueme preguntando y no te dejes de balancear con la música.

Otro tequila con refresco. Busco mi teléfono y tengo llamadas perdidas. Veo la hora, me hace gracia lo temprano que es. ¿Y Martín, dónde está Martín? Marcela quiere bailar y la saco a bailar y la manoseo bien. Entonces Martín se aparece y la aparta de mí.

—¿Qué pasó, tú?

—De qué.

Y me carcajeo totalmente y Martín me sienta en la mesa y me explica que en público no. Me explica con detalle, como si yo fuera un idiota. Sólo porque llevo unas copas. Le pido otro tequila a Martín y regresa con él. Pero sólo es refresco, entiendo que le causé lástima. Marcela está en la otra esquina y le grito. ¡Marcela! ¡Puta! ¡Gorda! Martín viene a todo lo que da y yo me pongo de pie, digno y con el vaso en la mano. Se hubiera apagado la música, como en las películas. Pero seguía sonando tontamente. Las mugrosas parejitas de obreros y empleadas se quedaron calladas viendo mi espectáculo. En cuanto llegó Martín, recuerdo que rompí en llanto como un niño y me abracé de él. Y me sacó empellones del bar, llorando yo, hecho una furia él.

Cuando desperté eran las 12 del día, y Raúl, el camarógrafo, estaba sentado en el sillón. Me despertaron sus risotadas, y él viendo y oliendo mi espectáculo. Me duché con la puerta abierta para poder platicarle desde allí la noche anterior. Le conté la versión atractiva, omitiendo lo de mis lloriqueos. Antes de marcharme del hotel, pasé a pagar la habitación y decidimos desayunar en algún mercado. Me despedí del español, que me veía absorto. No recuerdo lo que pasó la noche anterior, debo admitirlo.

Raúl venía en carro. Fuimos a grabar el reportaje al mercado municipal. Raúl me apuntaba con la cámara mientras yo explicaba que historia de Ciudad Remedios era fascinante. Que en los años 1950 el gobierno había decidido construir fábricas en estos llanos y levantar una ciudad para los obreros y sus familias. Y que en las décadas siguientes todo había marchado sobre ruedas, que las familias habían sido felices. Pero que en la última década el neoliberalismo y sus garras habían hecho de Ciudad Remedios un pueblo fantasmal. Mientras la cámara apuntaba al mercado y a las calles con baches y tumores, yo puse en el micrófono los testimonios que había grabado días antes. Al cabo, hablé de las actuales intenciones del gobierno por traer nuevas inversiones. Ahí entró el testimonio del ingeniero. “Sin duda alguna, una ciudad con esperanzas”, rematé yo, cursi.

No era en vivo, pero saldría en las noticias de la hora de comer. Raúl pensaba que me gustaría dar un paseo por mi antigua ciudad, no pude negarme.

—¿Y ya fuiste a ver tu casa?

No me hacía falta ir a verla.

—Es que como no traía carro…

Raúl iba al volante. Le di la instrucción y pasamos en frente de ella. Nada más detenernos quise entrar y llorar allí dentro. Hubiera sido el hombre más feliz si me llamaran de la oficina para interrumpir aquello. Siempre son tan inoportunos y ahora no me han llamado… No me preocupa lo que diga Raúl, temo una avalancha de lo que me mintió el ingeniero de la fábrica, de lo que se quejaron los viejitos, de lo que fue la ciudad, de lo que viví con mis padres que murieron y cuyas tumbas jamás visito, y del abandono de la ciudad donde viví mis primeros años y donde soñé con ser periodista y no el reportero que soy y que regresa a hacer un reportaje mentiroso de una ciudad que agoniza.

—¿Qué onda? ¿Vas a entrar, o nos vamos?

—¿Entrar? No sé ni quién es el dueño.

Raúl puso en marcha el motor. En dos minutos estábamos saliendo de Ciudad Remedios. Me hubiera gustado despedirme de Fredesbinda, estoy seguro que a ella también. Al menos le hubiera pedido su teléfono. Pudimos vernos algún día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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