*Por Fernando Savater para El País.
Un emperador que prefería refutar a reprimir. Una nueva edición de la obra de teatro Emperador y Galileo, de Henrik Ibsen, reproduce la figura de Juliano y el debate intelectual de su entorno con fuerza y elocuencia. Esta pieza del dramaturgo noruego es considerada como una de sus obras maestras.
Hace ahora algo más de treinta años, pasé un periodo de interés apasionado por una figura secundaria y pintoresca de la historia antigua: el emperador Juliano, llamado por los cristianos "el apóstata". Leí a diversos historiadores, empezando por Amiano Marcelino (un espíritu mucho más equitativo de lo que suelen ser los de su gremio), a latinistas, a helenistas y a bastantes literatos, porque el melancólico, desventurado y algo absurdo Juliano sólo ha tenido suerte póstuma con poetas y novelistas, como le pasó a Don Quijote. De ese batiburrillo recuerdo varios poemas delicados e intensos de Cavafis y dos estupendas novelas: La muerte de los dioses de Dimitri Merejkowsky y Juliano de Gore Vidal, quizá las mejores de sus respectivos autores. También, por supuesto, el gran drama de Ibsen Emperador y Galileo, cuya afortunada reedición motiva esta nota.
En el apogeo de mi interés, me dirigí tímidamente a quien me dijeron que era en España el mejor conocedor del emperador apóstata: don Santiago Montero Díaz, un sabio mercurial como el profesor Challenger de Conan Doyle, falangista de primera hora y luego adversario del régimen franquista. Me recibió cordialmente en su casa, con un buen Rioja a las once de la mañana, y me ofreció toda la información que podía requerir, de hecho mucha más de la que mi pasajero diletantismo precisaba. Abrumado por sus aparentemente inagotables conocimientos, le pregunté con sincero interés cuánto tiempo llevaba dedicado al estudio de Juliano. "Lo estudié bastante", comentó don Santiago, "pero ya hace años que lo he abandonado". Ante mi muda interrogación, concluyó tajante y malévolo: "Descubrí que era un imbécil".
¿Un imbécil? Más bien ingenuo, un espíritu milagrero que se pretendía racional, un pensador poco ordenado y repetitivo no tan genial como quizá supuso aunque desde luego el mejor intelectual coronado desde Marco Aurelio. Sus escritos no carecen de un interés de segunda mano (en castellano se encuentran en la insustituible Biblioteca Clásica Gredos, en traducción de José García Blanco). Razonaba con vehemencia aunque el humor no era su fuerte, como demuestra cuando quiere ejercerlo: véase el Misopogon, o sea El enemigo de la barba, discurso contra los ciudadanos galileos de Antioquía que le censuraban su desaliño capilar y a quienes él a su vez acusaba de impiedad e ingratitud. La mayoría de estos discursos de Juliano conmueven por su mismo furor polémico: ¿cuándo se ha visto a un gobernante poderoso, con facultad de vida o muerte sobre sus súbditos, dedicado a polemizar con ellos cuando le incomodan en lugar de suprimirlos físicamente? Dedicarse a refutar en lugar de a reprimir es impropio de un emperador consciente de su rango: y la verdad es que Juliano, aunque castigó en ocasiones a los cristianos más levantiscos, prefería comportarse como teólogo antes que como gobernante. Sin duda ésa fue su perdición.
La gran obra de Ibsen (grande en el sentido de estupenda y de enorme) no es verdaderamente una pieza dramática, pues ni siquiera en tiempos de su autor hubiera podido representarse convenientemente, por culpa de su desmesurada duración y sus innumerables personajes. En realidad el destino de Emperador y Galileo es el salón de lectura, no el escenario. Lo cual no disminuye la fuerza expresiva de muchas de sus escenas concebidas para las candilejas: Ibsen hablaba "en teatro" sobre lo que le interesaba, hasta cuando no escribía propiamente obras representables. La figura de Juliano y el debate intelectual de su entorno son reproducidos en estas páginas admirables con fuerza y elocuencia que no decaen. A mi entender, la introducción de Aguirre Romero -que no carece, todo lo contrario, de información relevante sobre el pensamiento de Ibsen y sobre el propio Juliano- es demasiado declaradamente apologética: resulta poco sostenible convertir esta obra en un enfrentamiento entre cristianismo y poder terrenal, con el consiguiente premio final al primero sobre el segundo. El conflicto que Ibsen retrata es más complejo y de más ambigua resolución.
A fin de cuentas, el problema de fondo no es la apostasía o el paganismo de Juliano, sino su irreductible cristianismo. El emperador quiere regresar a los dioses muchos aunque declarando obligatoria hacia ellos la devoción excluyente y abolicionista de otros cultos que introdujo el monoteísmo cristiano en el campo de lo religioso. El cristianismo inventó la fe, y Juliano apostató de los dogmas cristianos pero no de la fe, que trató de revertir en el politeísmo. Sin embargo el tiempo de éste como religión imperial ya había concluido y su pretensión quedó flotando como algo insatisfactorio, incluso ridículo: no se podía ya ser a la vez "creyente" y "pagano". ¡Qué sugestiva e inactual resulta la lectura de esta poderosa pieza del gran dramaturgo escandinavo! Aunque, pensándolo bien... ¿inactual? Quizá no tanto como nos apresuramos a creer.
Hace ahora algo más de treinta años, pasé un periodo de interés apasionado por una figura secundaria y pintoresca de la historia antigua: el emperador Juliano, llamado por los cristianos "el apóstata". Leí a diversos historiadores, empezando por Amiano Marcelino (un espíritu mucho más equitativo de lo que suelen ser los de su gremio), a latinistas, a helenistas y a bastantes literatos, porque el melancólico, desventurado y algo absurdo Juliano sólo ha tenido suerte póstuma con poetas y novelistas, como le pasó a Don Quijote. De ese batiburrillo recuerdo varios poemas delicados e intensos de Cavafis y dos estupendas novelas: La muerte de los dioses de Dimitri Merejkowsky y Juliano de Gore Vidal, quizá las mejores de sus respectivos autores. También, por supuesto, el gran drama de Ibsen Emperador y Galileo, cuya afortunada reedición motiva esta nota.
En el apogeo de mi interés, me dirigí tímidamente a quien me dijeron que era en España el mejor conocedor del emperador apóstata: don Santiago Montero Díaz, un sabio mercurial como el profesor Challenger de Conan Doyle, falangista de primera hora y luego adversario del régimen franquista. Me recibió cordialmente en su casa, con un buen Rioja a las once de la mañana, y me ofreció toda la información que podía requerir, de hecho mucha más de la que mi pasajero diletantismo precisaba. Abrumado por sus aparentemente inagotables conocimientos, le pregunté con sincero interés cuánto tiempo llevaba dedicado al estudio de Juliano. "Lo estudié bastante", comentó don Santiago, "pero ya hace años que lo he abandonado". Ante mi muda interrogación, concluyó tajante y malévolo: "Descubrí que era un imbécil".
¿Un imbécil? Más bien ingenuo, un espíritu milagrero que se pretendía racional, un pensador poco ordenado y repetitivo no tan genial como quizá supuso aunque desde luego el mejor intelectual coronado desde Marco Aurelio. Sus escritos no carecen de un interés de segunda mano (en castellano se encuentran en la insustituible Biblioteca Clásica Gredos, en traducción de José García Blanco). Razonaba con vehemencia aunque el humor no era su fuerte, como demuestra cuando quiere ejercerlo: véase el Misopogon, o sea El enemigo de la barba, discurso contra los ciudadanos galileos de Antioquía que le censuraban su desaliño capilar y a quienes él a su vez acusaba de impiedad e ingratitud. La mayoría de estos discursos de Juliano conmueven por su mismo furor polémico: ¿cuándo se ha visto a un gobernante poderoso, con facultad de vida o muerte sobre sus súbditos, dedicado a polemizar con ellos cuando le incomodan en lugar de suprimirlos físicamente? Dedicarse a refutar en lugar de a reprimir es impropio de un emperador consciente de su rango: y la verdad es que Juliano, aunque castigó en ocasiones a los cristianos más levantiscos, prefería comportarse como teólogo antes que como gobernante. Sin duda ésa fue su perdición.
La gran obra de Ibsen (grande en el sentido de estupenda y de enorme) no es verdaderamente una pieza dramática, pues ni siquiera en tiempos de su autor hubiera podido representarse convenientemente, por culpa de su desmesurada duración y sus innumerables personajes. En realidad el destino de Emperador y Galileo es el salón de lectura, no el escenario. Lo cual no disminuye la fuerza expresiva de muchas de sus escenas concebidas para las candilejas: Ibsen hablaba "en teatro" sobre lo que le interesaba, hasta cuando no escribía propiamente obras representables. La figura de Juliano y el debate intelectual de su entorno son reproducidos en estas páginas admirables con fuerza y elocuencia que no decaen. A mi entender, la introducción de Aguirre Romero -que no carece, todo lo contrario, de información relevante sobre el pensamiento de Ibsen y sobre el propio Juliano- es demasiado declaradamente apologética: resulta poco sostenible convertir esta obra en un enfrentamiento entre cristianismo y poder terrenal, con el consiguiente premio final al primero sobre el segundo. El conflicto que Ibsen retrata es más complejo y de más ambigua resolución.
A fin de cuentas, el problema de fondo no es la apostasía o el paganismo de Juliano, sino su irreductible cristianismo. El emperador quiere regresar a los dioses muchos aunque declarando obligatoria hacia ellos la devoción excluyente y abolicionista de otros cultos que introdujo el monoteísmo cristiano en el campo de lo religioso. El cristianismo inventó la fe, y Juliano apostató de los dogmas cristianos pero no de la fe, que trató de revertir en el politeísmo. Sin embargo el tiempo de éste como religión imperial ya había concluido y su pretensión quedó flotando como algo insatisfactorio, incluso ridículo: no se podía ya ser a la vez "creyente" y "pagano". ¡Qué sugestiva e inactual resulta la lectura de esta poderosa pieza del gran dramaturgo escandinavo! Aunque, pensándolo bien... ¿inactual? Quizá no tanto como nos apresuramos a creer.
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