Por Eliseo Alberto, escritor cubano.
La vida no se va volando ni dura lo que un suspiro, a no ser que se interponga una fatalidad prematura, un accidente, un mal incurable. La vida tampoco tiene que ser obligatoriamente un calvario de lamentaciones. Si uno se lo propone, la vida alcanza (a veces sobra) para hacer muchas cosas –por ejemplo, publicar más de cuarenta títulos de poesía, un manojo de novelas de aventuras o imaginar un sitio (el Peuqueñal) donde conviven los muertos y los vivos que uno ama. Allí, Juan de la Cabala ha merecido con sobradas razones un Doctorado Honoris Sauza (por el tequila) y Jaime Sabines se ocupa personalmente de organizar los funerales de las prostitutas abandonadas. José Revueltas administra la pulquería “El sueño de los jabalíes”. Dicen que han visto pasear a Jorge Luis Borges, sin Lazarillo, por el Boulevard de los Crepúsculos o la Avenida de los Cipreses Rumorosos. Incluso, la vida alcanza para morir en paz, casi travieso, rodeado de nietos, hijos, de la mano de una centroamericana hermosa llamada Haydee Maldonado. Así lo decidió Otto.
Quien primero vio una nube de color anadrio
era un joven pastor de diecisiete abriles
que más tarde fue monarca de su reino
y hombre feliz hasta decir ya no,
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
¡Y de la buena suerte!
Un español porquerizo de Castilla
vino a América y cuando se internó en la selva
vio un árbol de color anadrio;
ese mismo soldado de fortuna
más tarde comió con Carlos V
y fue virrey;
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
¡Y de la buena suerte!
El anadrio es uno de los nuevos colores que Otto inventó para iluminar su poesía. Sólo un hombre bueno, humilde, es capaz de andar por el mundo regalando colores. O defendiendo el derecho a voz y voto del geranio: “Sobre heridos anfiteatros con antiguas podredumbres/ se sitúan los geranios ya crecidos de presagio”, escribió a los veinte años. Y cuando digo humilde quiero decir valiente. Llegó a México en 1954, como perseguido político, después de la intervención norteamericana en Guatemala. Ya traía cicatrices. Venía apaleado pero con muchas ganas de desquitarse a verso limpio. Aquí terminó sus estudios universitarios. Aquí se casó con Haydee. Aquí redondeó su obra literaria. Aquí murió el sábado pasado, sentado en su sillón, manoteando la noche. Había pedido que lo cremaran, con su vieja maquinita de escribir sobre el pecho. Sus cenizas están tatuadas de letras –por eso cantarán cuando los suyos las esparzan sobre las aguas del Lago Atitlán, a 140 kilómetro de Ciudad Guatemala –su Peuqueñal, ¿verdad, querida Haydee?
En la época moderna otras personas
han visto objetos de color anadrio
y su suerte ha cambiado en forma radical.
Un pescador vio una sirena cuya cola
era anadria y desde entonces
pescó y pescó y pescó y pescó y ahora
es dueño de una flota ballenera;
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
¡Y de la buena suerte!
Guatemala era, para él, ese sillón donde se balanceaba. Su casa, su país. Y México su amante pública. Siempre fue un hombre de izquierda, un poeta justiciero. Un socialista convencido. Cada vez que conversábamos de política (él optimista, yo afligido), Otto sonreía: no había manera de que perdiera la esperanza en un mundo mejor –para mí, definitivamente agujereado por el ozono del desencanto. La sonrisa del poeta era una lección de dignidad. Me convenció: los poetas de izquierda son mejores que los de derecha, no me pregunten el por qué. Tal vez por el calibre de sus sueños.
Vendía periódicos un niño,
rapaz sin desayuno, de pobreza trajeado,
y un día en su camino vio una piedra
que era, por supuesto, de color anadrio.
Ese niño actualmente es accionista
de una inmensa cadena de periódicos;
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
“Estoy preparado para recibir a esa novia que se llama muerte. No me preocupa. Sé que está cerca el final. Seré recordado como un escritor más. Me gustaría que dijeran que fui un buen poeta. Hasta ahí”.
Pinte usted
las paredes de su casa
de color anadrio
y le irá bien.
Otto Raúl González murió en plena juventud –a los ochenta y seis años de edad.
¡Vuela, poeta!
Si existe Dios, que te bendiga.
Luego me cuentas.
La vida no se va volando ni dura lo que un suspiro, a no ser que se interponga una fatalidad prematura, un accidente, un mal incurable. La vida tampoco tiene que ser obligatoriamente un calvario de lamentaciones. Si uno se lo propone, la vida alcanza (a veces sobra) para hacer muchas cosas –por ejemplo, publicar más de cuarenta títulos de poesía, un manojo de novelas de aventuras o imaginar un sitio (el Peuqueñal) donde conviven los muertos y los vivos que uno ama. Allí, Juan de la Cabala ha merecido con sobradas razones un Doctorado Honoris Sauza (por el tequila) y Jaime Sabines se ocupa personalmente de organizar los funerales de las prostitutas abandonadas. José Revueltas administra la pulquería “El sueño de los jabalíes”. Dicen que han visto pasear a Jorge Luis Borges, sin Lazarillo, por el Boulevard de los Crepúsculos o la Avenida de los Cipreses Rumorosos. Incluso, la vida alcanza para morir en paz, casi travieso, rodeado de nietos, hijos, de la mano de una centroamericana hermosa llamada Haydee Maldonado. Así lo decidió Otto.
Quien primero vio una nube de color anadrio
era un joven pastor de diecisiete abriles
que más tarde fue monarca de su reino
y hombre feliz hasta decir ya no,
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
¡Y de la buena suerte!
Un español porquerizo de Castilla
vino a América y cuando se internó en la selva
vio un árbol de color anadrio;
ese mismo soldado de fortuna
más tarde comió con Carlos V
y fue virrey;
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
¡Y de la buena suerte!
El anadrio es uno de los nuevos colores que Otto inventó para iluminar su poesía. Sólo un hombre bueno, humilde, es capaz de andar por el mundo regalando colores. O defendiendo el derecho a voz y voto del geranio: “Sobre heridos anfiteatros con antiguas podredumbres/ se sitúan los geranios ya crecidos de presagio”, escribió a los veinte años. Y cuando digo humilde quiero decir valiente. Llegó a México en 1954, como perseguido político, después de la intervención norteamericana en Guatemala. Ya traía cicatrices. Venía apaleado pero con muchas ganas de desquitarse a verso limpio. Aquí terminó sus estudios universitarios. Aquí se casó con Haydee. Aquí redondeó su obra literaria. Aquí murió el sábado pasado, sentado en su sillón, manoteando la noche. Había pedido que lo cremaran, con su vieja maquinita de escribir sobre el pecho. Sus cenizas están tatuadas de letras –por eso cantarán cuando los suyos las esparzan sobre las aguas del Lago Atitlán, a 140 kilómetro de Ciudad Guatemala –su Peuqueñal, ¿verdad, querida Haydee?
En la época moderna otras personas
han visto objetos de color anadrio
y su suerte ha cambiado en forma radical.
Un pescador vio una sirena cuya cola
era anadria y desde entonces
pescó y pescó y pescó y pescó y ahora
es dueño de una flota ballenera;
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
¡Y de la buena suerte!
Guatemala era, para él, ese sillón donde se balanceaba. Su casa, su país. Y México su amante pública. Siempre fue un hombre de izquierda, un poeta justiciero. Un socialista convencido. Cada vez que conversábamos de política (él optimista, yo afligido), Otto sonreía: no había manera de que perdiera la esperanza en un mundo mejor –para mí, definitivamente agujereado por el ozono del desencanto. La sonrisa del poeta era una lección de dignidad. Me convenció: los poetas de izquierda son mejores que los de derecha, no me pregunten el por qué. Tal vez por el calibre de sus sueños.
Vendía periódicos un niño,
rapaz sin desayuno, de pobreza trajeado,
y un día en su camino vio una piedra
que era, por supuesto, de color anadrio.
Ese niño actualmente es accionista
de una inmensa cadena de periódicos;
porque el anadrio es el color de la alegría
y de la buena suerte.
“Estoy preparado para recibir a esa novia que se llama muerte. No me preocupa. Sé que está cerca el final. Seré recordado como un escritor más. Me gustaría que dijeran que fui un buen poeta. Hasta ahí”.
Pinte usted
las paredes de su casa
de color anadrio
y le irá bien.
Otto Raúl González murió en plena juventud –a los ochenta y seis años de edad.
¡Vuela, poeta!
Si existe Dios, que te bendiga.
Luego me cuentas.
1 comentario:
El maestro Otto Raúl ha sido una de las personas más influyentes en mi vida artística, inspirando mis letras desde que tuve la suerte de conocerle. Siempre me deseó que llegase a ser un buen poeta, llamándome "compañero" en algunas ocasiones, aunque yo bien sabía que, siendo él mi referente, me sería bastante difícil. Me ha conmovido y llenado de alegría encontrar este espacio dedicado a uno de los hombres que más admiro, teniendo la fortuna de haberlo conocido.
Abdul Bornio.
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