El blog de Luis Frías

septiembre 22, 2008

D. F. W.

Acaso porque recientemente perdió la vida como lo solían hacer los poetas de la generación beat o como la muerte encontró a Marilyn Monroe —aquéllos, en medio de una sobredosis de LSD en una habitación de hotel; ésta, tendida con un frasco de barbitúricos en la mano y el teléfono descolgado—, se ha prestado más atención a la anécdota desafortunada de su fallecimiento, que a lo que se debe hacer cuando muere todo escritor: recordarlo no sino por las palabras que dejara escritas.

Efectivamente, desde la fecha de su muerte, acaecida hace unos cuantos días, se ha machacado bastante a propósito de las circunstancias en que fue hallado su cuerpo sin vida. De acuerdo con la policía de Claremont, Californica, donde residía desde hace algunos años, el escritor fue hallado muerto por su mujer. Cuando Karen Green llegó a casa encontró el cuerpo yerto de su marido, quien tenía un cordel atado alrededor del cuello. Se ha especulado insidiosamente sobre las causas de su suicidio: y algunos escritores yanquis han dicho que desde siempre su personalidad tendía fuertemente hacia la depresión y, naturalmente, eso lo llevó a suicidarse.

Especulaciones aparte, hay que decir que David Foster Wallace y su obra siempre se mantuvieron firmes en materia estética y política, ante los abrumadores cambios y modas que se presentaron en Estados Unidos durante los últimos años. Y es que al revés de escritores norteamericanos de gran renombre que también han perdido la vida en fechas no tan pasadas, la vida y la obra de Foster Wallace nunca coquetearon entre uno y otro vaivén político, y él jamás aspiró a otra cosa que a ser mejor escritor cada día. De este modo, firmeza y lealtad no cobran el significado de lo que pudiera pensarse: de arcaísmo. Firmeza política y estética eran en Wallace, cosa curiosa, las armas cuya constancia lo hacían ver renovado y refrescante.

Mentiría si afirmase que seguía de cerca constantemente la obra literaria y periodística que Wallece sacaba en revistas y en periódicos, pero lo cierto es que hace algunos años leí con mucha atención su segunda, fabulosa novela Infinite jest –La broma infinita, 1996- y sus recientes crónicas políticas que le publicaban en la edición en inglés de Rolling Stone.

En rigor de verdad, Wallace, de 46 años al momento de su fallecimiento, se dio a conocer con su primera novela aparecida en 1987, The Broom of the System (La escoba del sistema, imposible de conseguir traducida al español), pero saltó a la fama internacional en 1996 con la publicación de Infinite Jest, una parodia futurista de Estados Unidos ambientada en el año 2025 con los personajes de una academia de tenis (deporte que practicó con fortuna el propio autor) y un centro de rehabilitación para drogadictos. Mediante esta novela, Wallace se convirtió en un escritor-periodista de culto para muchos de los integrantes de mi generación. Indiscutiblemente, la obra, de más de mil páginas, es la empresa experimental más osada que acometió el autor nacido en Nueva York en 1962.

Entre otras obras suyas figuran también las colecciones de cuentos La niña del pelo raro (2000), Entrevistas breves con hombres repulsivos (2001) y Extinción (2005); además de los libros de ensayos Signifying Rappers: rap and race in the urban present (1900), Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997), Up Simba! (2000), Everyting and more (2003), y Hablemos de langostas, (2007).

Ahora bien, a decir verdad Wallace no era un autor demasiado conocido entre el público latinoamericano, mexicano e hidalguense consumidor de literatura escrita en inglés. Mi pretensión es que esta pequeña lista de sus obras icónicas –algunas de las cuales se pueden conseguir en español, en ediciones aceptables— sirvan de guía básica para acercarse al hoy fallecido autor neoyorquino.

En medio del pequeño revuelo que se armó por su muerte, no sin razón se comentó esto en la prensa gringa: “Era uno de los escritores más influyentes e innovadores de los últimos 20 años”, aseguró el crítico David Ulin en declaraciones a Los Angeles Times. “Wallace recuperó la novela como una especie de lienzo donde el escritor puede hacer lo que quiera”.

Mi primer acercamiento a su obra fue por medio de un círculo de amigos interesados en la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo 20. En realidad, empecé leyendo con gran placer las malhadadas aventuras alcohólico-pornográficas de Charles Bukowsky y continué por los poetas beat, además del imprescindible John Fante. Las lecturas fueron tomando su propio rumbo, hasta encontrarme con autores mucho más jóvenes, entre ellos a David Foster Wallace.

Los textos suyos que leí más recientemente son los que aparecían en Rolling Stone. De un tiempo a esta parte, él era el responsable de hacer las crónicas de todos los eventos del candidato republicano a la presidencia de EE UU. No sin humor negro, pero centralmente con una inteligencia incapaz de no desnudar la realidad más profunda de las cosas, Wallace escribió las que seguramente fueron las mejores crónicas de la contienda electoral que está teniendo lugar en EE UU.

Desearía que la morbosa forma en que Wallace perdió la vida el pasado 12 de septiembre, quede como una anécdota sin ningún tipo de interés para todos nosotros. Por qué se decidió ahorcar, es cosa suya. ¿En realidad, para qué seguir viviendo? Hay que empezar por leer todo lo que nos ha legado y desconocemos.

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