Como tantas otras en la historia nacional, la de los pachucos es una visión del mundo anacrónica y aun de mal gusto para nosotros, posmodernos. En efecto, los pachucos o pochos, pertenecen a una etapa muy añeja ya. Es imposible pensarlos sin que pongamos una sonrisa lastimera. Hablar de Tin Tan, el icono pachuco, es referirse a una etapa histórica muy precisa; más exactamente aún, es referirse a un ambiente particular situado en una capa social baja y de aparente indolencia e insensatez. Lo pachuco no es tan fácil como algo mitad mexicano, mitad norteamericano. En El laberinto de la Soledad, Octavio Paz lo supo verlo con precisión: “El pachuco no quiere volver a su origen mexicano; tampoco —al menos en apariencia— desea fundirse a la vida estadounidense. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: pachuco, vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo… Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.” Su novedad empieza allí donde se deja de ser mexicano y estadounidense pero tampoco se es una fusión cualquiera.
Lo pocho tuvo su auge en los 40 y 50 del siglo xx mexicano. Por el escándalo que a la sazón gritaba y, cincuenta años después, sigue gritando su modo de vestir, y desde luego por el predominio de lo visual entre nosotros, se ha pensado que los pachucos no eran otra cosa que una suerte de espaldas mojadas ávidos de atraer la atención o, en el mejor de los casos, de hacerse con una estética propia que les diera identidad. De tal manera, se pasa por alto la consideración de otros elementos básicos de lo pocho.
Ciertamente, a ningún oído escapa la peculiaridad que los pochos introducen con su habla. Hay una escena notable en la película de 1945 El hijo desobediente. A Tin Tan, haciendo una jacarandosa presentación en un cabaret, se le desata la lengua: “Bendita sea la semilla del árbol de donde han sacado la madera para hacer el mango del martillo con el que clavaron la pida en donde te bautizaron, Garbosa”. Dice así, sin respirar, haciendo una especie de pastiche del veloz ritmo de los tangos argentinos. Ahora bien, en realidad ni Tin Tan ni ningún pachuco perseguía el pastiche estético. Las copias que hacen de las cosas no son estrictamente copias. Resultan de su búsqueda de una esencia propia. Ahora bien, lo cierto es que nunca buscaron dentro de sí mismos, sino en lo que les proveía el abigarramiento de la calle y la moda pasajera. El suyo era un mundo en todo momento transitorio. Su esencia es, pues, el paso, el traslape, el trueque cultural.
¿Por qué prevalece con tanta originalidad lo pocho? Contra lo que pudiera pensarse, no es por su forma de vestir. Es por su forma de pensar. ¿Cuál es su forma de pensar? Lo único que podemos saber es a través de su forma de expresarse, de hablar, por su creación del habla chicana. Ya se sabe: sólo la palabra nos diferencia de los animales; en lo demás, somos mucho menos que ellos. De modo que transgredir con éxito el status quo lingüístico no es menos que una victoria inobjetable. Los pochos fueron contestatarios y revolucionarios porque le declararon la guerra al conservadurismo lingüístico, y salieron airosos. Y lo hicieron desde abajo: su base de acción está en las capas sociales más humildes. Así, fueron los pachucos una jacarandosa manera de hacer la revolución en México.
Lo pocho tuvo su auge en los 40 y 50 del siglo xx mexicano. Por el escándalo que a la sazón gritaba y, cincuenta años después, sigue gritando su modo de vestir, y desde luego por el predominio de lo visual entre nosotros, se ha pensado que los pachucos no eran otra cosa que una suerte de espaldas mojadas ávidos de atraer la atención o, en el mejor de los casos, de hacerse con una estética propia que les diera identidad. De tal manera, se pasa por alto la consideración de otros elementos básicos de lo pocho.
Ciertamente, a ningún oído escapa la peculiaridad que los pochos introducen con su habla. Hay una escena notable en la película de 1945 El hijo desobediente. A Tin Tan, haciendo una jacarandosa presentación en un cabaret, se le desata la lengua: “Bendita sea la semilla del árbol de donde han sacado la madera para hacer el mango del martillo con el que clavaron la pida en donde te bautizaron, Garbosa”. Dice así, sin respirar, haciendo una especie de pastiche del veloz ritmo de los tangos argentinos. Ahora bien, en realidad ni Tin Tan ni ningún pachuco perseguía el pastiche estético. Las copias que hacen de las cosas no son estrictamente copias. Resultan de su búsqueda de una esencia propia. Ahora bien, lo cierto es que nunca buscaron dentro de sí mismos, sino en lo que les proveía el abigarramiento de la calle y la moda pasajera. El suyo era un mundo en todo momento transitorio. Su esencia es, pues, el paso, el traslape, el trueque cultural.
¿Por qué prevalece con tanta originalidad lo pocho? Contra lo que pudiera pensarse, no es por su forma de vestir. Es por su forma de pensar. ¿Cuál es su forma de pensar? Lo único que podemos saber es a través de su forma de expresarse, de hablar, por su creación del habla chicana. Ya se sabe: sólo la palabra nos diferencia de los animales; en lo demás, somos mucho menos que ellos. De modo que transgredir con éxito el status quo lingüístico no es menos que una victoria inobjetable. Los pochos fueron contestatarios y revolucionarios porque le declararon la guerra al conservadurismo lingüístico, y salieron airosos. Y lo hicieron desde abajo: su base de acción está en las capas sociales más humildes. Así, fueron los pachucos una jacarandosa manera de hacer la revolución en México.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario