“Que otros se jacten de las páginas que han
escrito —decía Borges—; a mí me enorgullecen las que he leído.”
Atesoro las lecturas que hice,
desternillándome de la risa, de las columnas que publicaba Jorge Ibargüengoitia
en Excélsior y en la revista Vuelta en los setentas. Me gusta mucho esa
tradición del periodismo mexicano que, narrando minucias de la vida cotidiana,
termina revelándonos un montón de cosas, a manera de un pequeño espejo que lo abarca
casi todo.
(En la actualidad, lo hace excelentemente
Rafael Pérez Gay en El Universal,
también lo hacía Eusebio Ruvalcaba en El
Financiero, y por supuesto Germán Dehesa en Reforma aunque su estilo no fuera mi preferido.)
El autor de Las muertas narraba en algún texto el viaje que hizo con su pareja,
Joy Laville, y unos amigos extranjeros, a Xochimilco. Cuando llegaron, en un
minúsculo vochito, al estacionamiento
del lago, un viejo haciéndoles gestos les pidió un peso. Y el escritor se lo
dio. Luego se subieron a una trajinera, a bordo de la cual uno de sus invitados
bebió mucho tequila hasta que se emborrachó y vomitó en la laguna: cosa que,
desde luego, fue secretamente criticada por las personas que viajaban en otras
trajineras. Cuando, indigestos, todos desembarcaron, el viejo les pidió otro
peso, pero Ibargüengoitia ya no le quiso dar. En fin, no recuerdo en qué
termina aquello, pero la anécdota retrataba de maravilla la surrealista vida
diaria de la Ciudad de México de esos años.
Dicho lo anterior, y con una disculpa por
contar aquí algo que el narrador de Guanajuato escribió mucho mejor, advierto que a
continuación no sigue otra cosa que la crónica de una minucia.
El problema de lo que voy a contar fue, como
tantas veces, la ignorancia.
Compré un carro de segunda mano con placas
del DF, sin saber que sus papeles no estaban en regla. Desde hacía un año, el antiguo
propietario tenía que tramitar en la Secretaría de Transportes y Vialidad (Setravi)
una tarjeta de circulación con “chip”. Cuando me enteré, fui corriendo a las
oficinas.
Eran las 12:25 del día.
Me di cuenta que había sido un error ponerme
saco y corbata a medida que me acercaba al edificio: había una fila que iba
desde la puerta de cristales hasta la otra esquina, o sea, rodeaba casi toda la
cuadra. Resignado, me aflojé el nudo del cuello y me dispuse a esperar con diversión.
Por suerte, conocí a un sujeto que venía de Venustiano Carranza, y nos pusimos
a platicar. Él venía a algo de su pinck-up gringa, que usaba para transportar
verduras.
—¿Ya traes todos tus papeles? No vaya a ser
la de malas —me extendió una tira de papel, donde fui
leyendo los mismos
requisitos que ya había revisado por internet, o sea, que para la tarjeta con “chip”
pedían el original y copia de tal y cual papel del carro.
Con un señor que pasó cargando una canasta
llena de dulces, cigarros sueltos y aguas, me gasté los 22 pesos con 50 centavos
de monedas, que llevaba en el bolsillo, comprando lo siguiente: un tamarindo enchilado,
dos chicles sin azúcar, una cocada amarilla y una botellita de agua de 600 ml, no
sin temor de que me anduviera del baño y ni cómo abandonar mi lugar en la fila.
Lo bueno fue que no pasó nada.
Dieron las 2 de la tarde.
De pronto, la fila dio un jalón importante,
y me encontré a unos cuantos pasos de la puerta. Me acordé que la factura del
carro no estaba endosada a mi nombre. Así que le pedí a una señora, chaparrita,
morena, chimuela, que me prestara una pluma. Buscó en su bolsa de mandado, en
una bolsa blanca donde llevaba enrollados sus papeles… nada. No traía lapicero.
De hecho, no estaba segura de traer los papeles necesarios y le ayudé a
revisar; lo bueno es que sí los traía. “Gracias”, me dijo. “De nada, señora”. Un
gordito entusiasta, tipo boy scout,
se dio cuenta de mi apuro con la pluma.
—¿Quieres lapicero o pluma?
Como le dije que me daba igual, me prestó su
bic. Pensé que lo mejor sería que otra persona hiciera el falso endoso, para
que, en caso dado, la empleada de la ventanilla no se diera cuenta que se
trataba de mi letra. Entre la señora de la bolsa de mandado y el gordito
entusiasta, preferí que éste inventara el supuesto endoso. En cuanto terminó de
diseñar una firma del antiguo dueño, Joaquín Castorena Mayen, volvió a avanzar
la fila. Y quedé a tres lugares de entrar en la ventana.
Un mozo de mediana edad salió de aquel
edificio, inflando el pecho y arrugando el entrecejo. Llevaba un gafete colgándole
del cuello. Como gallo orgulloso entre sus gallinas, nos dirigió unas
instrucciones a sus mansos seguidores: mientras nos iba quitando nuestras
identificaciones, explicó que había que caminar hasta el otro extremo de Álvaro
Obregón, y que allí lo esperáramos. Y así lo hicimos.
Eran ya las 4 y media.
Pero la cosa estuvo fea porque, además del
gordo y de la señora chimuela que se ponía nerviosa nada más con alzar la vista
del suelo, venían atrás un par de viejecitas muy tiernas y una señora entrada
en años y en carnes, que tuvo que hacer un esfuerzo enorme para poder seguir a
paso regular la fila india. Y ni quién le ayudara. Ni siquiera yo. Y es que ¡no
quería perder mi lugar, desde luego! Hasta ese punto me había deshumanizado aquella
espera. Prefería no perder mi lugar en una infame “cola” que auxiliar a una
señora que pudo haber ser mi tía, mi madre…
Llegamos a aquel edificio, donde nos
abrieron las puertas y nos hicieron subir por las escaleras de servicio. Aunque
un señor bien hombre les dijo a los policías que abrieran el elevador para las
viejecitas, estos dijeron socarrones: “es solo para funcionarios”, y se dieron
la vuelta.
Cuando, finalmente, estábamos todos en el
piso indicado, nos formaron en un corredor, en cuyo fondo había un escritorio, detrás
del cual había una puerta: allí te hacían entrar para tramitarte la tarjeta de circulación
con “chip”. Nuevamente, reapareció el funcionario gallo y nos dijo:
“Por favor, pongan atención. No se los voy a
repetir. Quien esté seguro de traer todos sus papeles con original y copia,
puede quedarse. Quien no, yo le recomiendo que mejor regrese mañana, porque no
les vamos a poder hacer el trámite”.
Eso nos lo hubiera dicho mucho antes, ¿no?
Precisamente la señora entrada en años y
carnes fue la única valiente, que explotó y lo mandó a donde debía haberse
quedado desde siempre: a chingar a su madre. Cosa que yo apoyé, rematando con
un simple “pendejo”. Eso bastó para que nos pasaran a nosotros dos a la oficina
del trámite, antes que a los demás —supongo que para que no siguiéramos
haciendo alboroto. Pero nos resistimos. Ya éramos suficientemente héroes ante
los ojos de los demás, como para “vendernos” por un simple lugarcito en la
fila.
Al final, por unanimidad, todos estuvimos de
acuerdo en que la señora, que estaba trágicamente sofocada, pasara la primera.
Esa unanimidad, sin embargo, no apoyó mi candidatura. Así que tuve que esperar mi
turno.
Pasé y el trámite fue sencillo. Una mujer me
atendió amabilísimamente. Perrunamente. Yo creo que alguien le platicó de la
escena que hice afuera. Así que me despacharon con eficiencia.
Cuando salí, me despedí de mis amigos de la
fila. A mi amigo de Venustiano Carranza le deseé buena suerte. El gordito
entusiasta me despidió, dándome un abrazo. Y el par de viejecitas me pusieron
dos besos en cada mejilla. Casi me sonrojo. A medida que iba pasando por la
fila humana, con mi tarjeta de circulación con “chip” entre las manos, sentía
esa comunión que se había instalado entre todos.
Decían: “¡Felicidades!, ¡presumido!”
Me dio risa.
Valiéndome madre, me bajé por el elevador y
caminé, acariciando mi tarjeta, hasta el estacionamiento. En la ventanilla de
pago vi la hora.
Eran 6:25 de la tarde. Habían pasado 6 horas, exactamente. Ni un
minuto más ni uno menos. Fueron 52 pesos de estacionamiento. La mujer me dio 48
pesos de cambio.
Por fortuna, no había tanto tráfico.
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