Es verdad que en todos estos meses, a las oficinas
de la estación no ha entrado mujer más gorda y jetona que ella. Pero como los 14
de febrero son de fiesta segura y esta vez caía en viernes, todo podía suceder.
Después de unos tacos de guisado, unas cubas y algunos quiebres de cumbia, seguramente
seguirían la fiesta en algún local de la Obrera o la Doctores, como siempre. Y,
ya en la mera pachanga, ni modo que no le fuera bien. Era muy buena corazonada.
Decidió estrenar un pantalón
que hacía juego con un chaleco entalladito. El espejo del cuarto
reflejaba su sonrisa, mientras se abrochaba el último botón. Así se fue a la
papelería a comprar serpentinas y globos en forma de corazón, estampados con
frases de amor y dibujos de caramelos, moños, ositos; de allí pasó a la tienda por
dulces. Pero con tanto globo odioso estorbándole hasta para sacar el monedero y
pagar el taxi, pensó que lo mejor habría sido no hacer nada, carajo.
Pero no. No se iba a enojar. Al
menos ese día. Y respiró.
En la oficina, se puso a
decorar con los globos, y acomodó dulces para que todos pudiesen tomar uno. Solo
unas 4 mujeres trabajan en aquella estación de servicio del Metro; están en la
misma oficina y se hacen cargo del papeleo. Ninguna dijo nada cuando la vieron
afanada en decorar. Mientras ella sonreía al hermosear la oficina, las otras
intercambiaban miraditas burlonas. Ese día, desde su escritorio, se la pasó
respondiendo con sonrisas y coqueteos cada que un macho aceitoso entraba y caía
en la trampa de pedirle un dulce.
—Hola, Barbarita, te ves muy
bien hoy.
Cuando salió el mecánico, le
vio el trasero, la espalda y las greñas mugrosas. Le encantó.
A medida que transcurría el
día, sus esperanzas crecieron. Contra la tradición suya de sentarse detrás de
la computadora sin hablarle a nadie, ese día andaba platicadora con todo el
mundo.
Pero después de la comida,
justo antes de salir del trabajo, se hizo una reunión allá, a medio pasillo. Una
a una fueron saliendo las otras mujeres. Desde luego que estaban organizando la
fiesta, y no la querían invitar.
Entonces sí se enojó y fue
hasta donde ellas.
—Qué pasó, niñas. ¿Me perdí de
algo?
Se plantó firme y seria. Hela
ahí, en todo su esplendor a la Bárbara gorda y jetona de siempre.
—Nada, Barby. Aquí estamos.
—Hay que organizar algo para
al rato, ¿no?
Las desgraciadas titubearon,
nerviosas, ante aquella Bárbara que, si alguien la hacía enojar, tenía la
corpulencia para convertirla en tornillos, tuercas y rondanas.
—Es que… es que… la fiesta…
fue… ayer.
La enorme mujer abrió los ojos
y tragó saliva. Enmudeció. Las volteó a ver a todas, una por una, como si las
interrogara.
Y le explicaron. El día antes,
a la salida, el jefe les propuso que hicieran la fiesta porque el viernes él no
podía. Pero ella, puntual como siempre, se había ido 10 minutos antes de las 6
de la tarde. Así que se organizaron y se fueron a la Guerrero.
—Y la verdad, Barby, me fue
muy bien —le confesó una mujer—. ¿Viste al que entró hace rato a la oficina, el
que te preguntó cómo estabas? Pues con él.
—Pero estábamos pensando en
organizar algo hoy, para que vayas tú también.
Esto último ni lo escuchó. Se
acabó la Bárbara que esperaba un buen día. Volvió la de siempre. Para esconder
su derrota contra sí misma, montó en las más falsas carcajadas que se han visto
en una estación de servicio del Metro.
—¿Con ese idiota?
Desternillada de risa, se
marchó a la oficina. Dando un paso para atrás, las mujeres se le quedaron
mirando. A través de los cristales, se podía ver cómo la enorme mujer arrancaba los
globos y las serpentinas y juntaba los dulces. Hizo una bola de basura que sacó
de inmediato. Al pasar por en medio de ellas, que seguían atónitas, les espetó en el rostro un duro “Buenas tardes.
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