Hizo fama hace unos meses la columna de
Roger Bartra sobre la barbarie en que vive el país. El autor de La jaula de la melancolía, más que
sumarse al coro de escandalizados por el consabido desastre cotidiano que
vivimos, se dolía de la indiferencia con que podemos andar por allí, como si
tal cosa, a pesar de las ruinas incendiadas que están a nuestro alrededor.
Roger Bartra es un intelectual sensato y honesto. Su columna era un dolor
genuino, y causó revuelo. Se quedó, sin embargo, corto.
Tiempo después,
pasó lo de Ayotzinapa. Parecía que el país no podía sufrir más que lo indecible
(confirmado por el propio procurador Jesús Murillo Karam): una gavilla de
policías y un presidente municipal y su esposa, que vivían del dinero que les
damos los mexicanos, eran socios de unos criminales. Y, enervados por esa
indolencia que describió Bartra –pero elevada a la enésima potencia-, mandaron
matar a 43 simples y sencillos estudiantes. Para qué recordar los detalles de
la forma dantesca como acabaron con sus cuerpos.
Parecía que
nada podía ser peor, hasta este jueves. Un número indeterminado de personas,
médicos, enfermeras, madres que recién alumbraron y, lo peor, bebés inocentes
de cualquier cosa, sufrieron la barbarie en carne propia, antes de que
amaneciera, dentro de los cuartos de un hospital.
Habrá que
esperar a ver lo que pasa. Que nos informen del número de víctimas; que inicie
la investigación para saber qué ocurrió exactamente; que los noticiarios nos
den a conocer las historias de vida de la víctimas; que se anuncie un programa
de ayuda para los familiares.
Y luego, lo
previsible: que metan a la cárcel a dos o tres empleados de último nivel, que
viven en los cinturones de la ciudad y no tienen para pagar ningún abogado; que
la investigación judicial se convierta en un cochinero; que unos a otros se
echen la culpa; que los gobernantes se valgan de la tragedia para sacarse unas
fotos con cara de compungidos, como si de verdad les interesara; que se
reconstruya el hospital donde ocurrió la explosión, y que aparezcan muertos
otros estudiantes, o encuentren una fosa con cientos de cuerpos, y así se nos
olvide el tema del hospital.
Bartra se
quedó corto. La barbarie no es solo que en México, poco a poco se nos esté
haciendo más gruesa la piel, y seamos cada vez más refractarios al dolor. Hasta
hace poco, pensábamos que la violencia solo era cuestión de la bronca entre el
narco y la policía. Que el fuego estaba en los pueblos polvosos y olvidados de
Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Sinaloa…
Pero la
barbarie no solo es cosa de policías y ladrones. Lo que ocurrió hoy en un
sitio tan vulnerable y delicado como un hospital es revelador. El súbito dolor al
que se expuso a personas inocentes es la forma más acabada del hilo del que
pende el país: uno donde la corrupción, la opacidad, el mal funcionamiento de
las instituciones, la violación a los derechos humanos, la escasa participación
ciudadana, la indiferencia, permiten que cualquier cosa ocurra, que mueran
personas y que la violencia no sea cosa de parajes lejanos donde el narco
pelea, sino de todas partes, incluyendo nuestro jactancioso altiplano central.
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