Estábamos en el cuarto de su departamento en La Villa, al norte de la Ciudad. Leía a Monique Witting recostado. Como que sentí que algo se movió. ¿Será? Cuando vi que sí iba en serio, pues el librerito se tambaleaba como un borracho, gritamos y nos bajamos corriendo, o dizque. Me puse los zapatos viejos que hace mucho había comprado en una zapatería en el centro histórico de Ixmiquilpan. Ni calcetines me puse, ni me amarré las agujetas. Ahora que lo pienso, Karen ni recuerdo qué andaba haciendo.
Después de cerrar la puerta —me había gritado ¡Cierra! porque ya me iba de largo dejando todo abierto—, en el cubo de las escaleras nos frenó el que lxs chavxs que van todos los días de uniforme a la prepa patito de uno de los pisos de abajo, iban saliendo “en orden, con calma”, según el maestro de lentes de fondo de botella que los iba guiando. Un piso antes de bajar hasta abajo, una señora algo mayor, medio gordita, que se balanceaba lentamente me dijo Bájate; de seguro me había parado para darle el paso. No lo pensé y le hice caso. Qué culero, ahora que lo pienso. Ganamos a zancadas la calle, hasta el camellón.
Abrazados en medio de mucha banda, noté que había crisis por la telenovela de lágrimas de lxs chavxs de la prepa; también vi que no pocxs se sonreían para irse, como se decía antes, de pinta. Y de hecho como que vi que sí se fueron. Afuera de la clínica que está ahí cerca, se había formado una densa nube de polvo. Un nervioso índice de Karen apuntó hacia allá, sus ojos hacia los míos: Se cayó algo, dijo sin ningún color, ni siquiera con la fuerza cohtrastante del blanco contra el negro, no. Su mirada era simplemente gris, cosa rara en ella. Como no servían los semáforos, y se quedaron apagados, los carros se entrampaban en el cruce de caminos. Al volante de un coche plateado iba una mujer que como que no sabía si manejar, llorar o mensajear en el celular. Logró pasar con su carro el trampantojo del cruce.
¡La cara de esa señora, arrugándose, enrojeciéndose, como si le fuera a pasar quién sabe qué cosa horrible!
Luego, digerida un poco la impresión, se supone, Karen llamó a su rumi, pero no salía la llamada; lo mismo pasó conmigo, que no me pude comunicar con mi rumi, allá en la Narvarte.
No sé en qué momento decidimos que ya. Y nos regresamos al departamento. ¡Ché susto! Karen conectó su celular a la tele, y Aristegui estaba pasando un video de edificios que se estaban cayendo. Mejor dicho: era algún video de celular, de esos verticales con los costados negros: una temblorosa panorámica de la Ciudad, y se veía por acá una nube de polvo, otra más chica por allá, y así. Esa maqueta en la tele, qué gris es, la Ciudad, pensé.
Para esto, yo seguía llamándole a mi rumi, pero nada. Los que sí salían y llegaban, pero también poco, eran los güats. Me mandó una foto del edificio de la esquina del departamento que rentamos en la Narvarte, caído. Era donde está, o mejor dicho estaba, la cocina económica, la lavandería, la señora de Chignahuapan que me corta el cabello. Caído todo. Caído viendo para el frente, y como embarrado en la banqueta y en el asfalto donde se estacionan los coches. El naranja que decoraba las paredes apenas si asomaba ahora por entre el gris predominante del montículo en medio de la acera. Volví a picarle al celular, pero no salían las llamadas. Me voy a ver cómo está el pedo, le dije a Karen. Ella decidió acompañarme. Ya se había comunicado con su rumi, y le había dicho que estaba bien. Así que pues nos fuimos.
En la mochila metí un par de libros, la táblet y un paraguas; cosas que nunca ocupé ni ocuparía sino hasta varios días después: debido al shock muchos no pudimos hacer nada durante días, más que pagar nuestros karmas ayudando en los escombros hasta desfallecer, o cosas así. Karen se llevó su bolso. Y nos fuimos a tomar la micro. Fue antes de agarrarla cuando una de esas islas nuestras salió a flotar: para cambiar el billete de cincuenta y tener vuelto para el pasaje, compramos en una paletería de paredes color rosa mexicano unas papas fritas con salsa y limón y sal, para mí, y una paleta de agua de fresa, para Karen. Asquerosamente me metí una papa a la vez que mordí la paleta de fresa, riendo por recordar que esa era la dieta de la primaria. Nos hizo gracia. Nos fuimos comiendo en el ecobús, mezclando papas y paleta. Neta que fue estar en la primaria, después de clases, en Ciudad Sahagún; a la salida de la López, por López Mateos, comía tamarindos dulsosos y chilosos, y los bajaba con un trago de refresco de toronja, me acuerdo que todavía venían en casco de vidrio.
El tráfico iba bien lento, y el chofer le explicó a alguien que no se estaba llegando más que a Metro Hidalgo. Habíamos visto una marquesina de una talachería que se había venido abajo y estaba muerta contra el concreto de la banqueta. Gris. Chale. En cambio fue bacán pasar por el Súper Che, donde hacía cosa de un mes habíamos pasado, trotando, el día del maratón. Quién sabe por qué se llamará así. Siempre que paso por ahí pienso que cuando Cuba entre al capitalismo descarado, así se llamarán sus malls: Súper Che.
Pasando Tlatelolco, Karen se estaba tantito muriendo de risa por un compa parado en medio del estacionamiento de los edificios. Qué grises. El compa andaba como platicando con las moscas, con bata de dormir, y traía unas greñotas. Ese carnal, dijo Karen, ya quedó mal. Cuando lo localicé me cagué de risa también. Otra de nuestras islas: cagarnos de risa en medio de la catástrofe que es la ciudad, el país, desde antes, bien mucho antes del terremoto.
Las gentes que igual en el ecobús iban bien pero bien agüitadas, es que ahora sí que nadie sabíamos ni qué onda.
Servidos, dijo el chofer una cuadra antes de Metro Hidalgo.Así que caminamos. Íbamos tomados de la mano: yo sentí que si estuviéramos en una película, seríamos como la representación de la esperanza. ¿Apoco no?, lo dije nomás. Cálmate, tú, Esperanzo, me dijo Karen riendo. Me encanta.
Había yo pensado eso porque la gente iba bien rápido, como sin ver ni hacía donde dirigían sus pisadas, parecía que nomás caminaban y que la voluntad que los jalaba estaba no ahí, sino que provenía de algún otro lugar. Algo se les había caído, algo que tampoco estaba ahí. Mas en cambio nosotros dos sí estábamos ahí, tomados de la mano, yendo adonde nosotros estábamos decidiendo. En medio de ese derrumbe anímico, sentí que algo florecía en nosotros. O dizque.
En la estación Hidalgo, no del metro sino del metrobús, vi que la tarjeta para pasar estaba sin lana, así que en la maquinita le cargamos un algo de monedas, todas las que nos habían sobrado de cambiar el billete. Pero no pasaba el bus, y cuando pasó, pasó bien hasta la madre de lleno. ¡El Metro!, pensé pero Karen me puso cara de No mames, y luego me lo dijo: No creo que haya servicio. Y como le insistía en que a mí se me hacía que sí, ella me dijo Aparte no creo que sea buena idea. No me dijo pendejo, porque de plano, pero pues es que sí, la verdad.
Caminamos. De la mano, lo cual fue bueno, sobre Av. Balderas. Hace unos días que hablábamos del terremoto salieron en esos momentos tan chidos: ir caminando de la mano en medio del caos. Qué chido soporte. Pero hace poco también nos dábamos cuenta de que ese evento traumático nos unió demasiado, creando cierta codependencia. Creo que a mucha gente eso le pasó algo así, o bien, todo lo contrario, les vino a arruinar sus relaciones. Hablo de la gente que se dice que no perdimos nada, porque no se nos cayeron las casas. Quién sabe. La cosa es que pasamos junto a la Biblioteca Nacional, que queda en la Ciudadela. Luego agarramos a la derecha sobre Av. Chapultepec, y pasamos por la acera de enfrente a Televisa.
Antes, habíamos cruzado por un edificio de cristales ahumados, bien acá elegantes, que es la Secretaría de Educación Pública de la Ciudad. Aquí venía a cobrar, me contó Karen, cuando daba clases. Ah, órale.
También antes de pasar enfrente de Televisa pasamos por unos edificios bien viejos, que de seguro habían de haber sido bien chidos, pero ahora tienen un pastito verde saliéndoles de las grietas, y los grafitis son lo único que los aliviana y les da estilo, y pensamos cómo esos edificios viejos habían aguantado el del 85 y ahora éste y ve tú a saber cuántos más.
Hasta que llegamos a una esquinita chidísima, con su balconcito que tenía toda la onda: estaba viejito, con plantas que volteabas a ver y veías no nomás el balcón sino un cielo azul y nubes blancas. Sacamos con el celular unas fotos para el Instagram, pues qué, ni que se fuera a acabar el mundo. Y seguimos caminando.
Ya enfrente de Televisa, pasamos al lado de lxs trabajadorxs que estaban sentados en la orilla de la banqueta, y creo que dije Supinchimadre, cómo no se cayó esta chingadera. Y Karen, viéndolxs, me echó una mirada poniéndome el dedo en los labios, así de Shhh. Pero pus la neta por qué no se cayó Televisa, que al día siguiente iba a salir con el cuento de la Niña Frida Sofía. Culeros. Pero bueno, tampoco era para desear que se le viniera encima a todxs lxs trabajadorxs. En fin, ahí estaba, ahí está, firme el edificio gris de Televisa con sus brillantes anuncios de telenovelas.
Cuando dimos vuelta a la izquierda, sobre Cuauhtémoc, nos empezó a entrar el hambre. Recuerdo mucha gente, pero mucha de veras, caminando. Pasamos afuera de los mariscos La Perla de la Roma y olía sabroso, a caldo rojo de camarón: le dije a Karen que ahí se come bien y barato… pero cómo ves, se me hace medio cínico comer mariscos ahorita. Riéndose de que sí, de que mejor buscáramos otro lugar, le seguimos.
Siempre son chistosos los nombres coloridos de las marisquerías (El Mochiteco, La Jaibita, el Camarón Ranchero), pero ahora todo eso era ridículo. Aunque si volviera el tiempo atrás, no sé si hubiera tomado la misma decisión de no entrar a comerme unas pescadillas.
Había un edificio del otro lado de la avenida, que nos sacó de onda. Enorme, bueno más o menos grande, pero tenía en todo el filo de una ventanota que iba de extremo a extremo, unos macetones. Íjole, están buenísimos para caerse, al rato, en las réplicas, pensamos. Hay que sacarle foto. Y se la sacamos.
Ahora que lo pienso, no sacamos tantísimas fotos ni de ese ni de los siguientes días en que anduvimos ayudando en los lugares donde edificios e historias se cayeron, y afloraron otras historias de mil tonos, tanto coloridos como en escalas de grises. Incluso negros. Aunque quizá una mancha negra, y encima un baño de mil colores, sea lo que mejor significa a esos días. No sé.
Ya en Av. Álvaro Obregón, fuimos a un restaurante medio mamón, como los que bullen por el rumbo, a ver si había algo de comer. Pero pues no. El compa del restaurante nos explicó que tenían cortado el gas: apretó un poco los labios e intentó de esas sonrisas que les han de enseñar a poner pero le ganó el sentimiento, jaló aire, llenó un instante los pulmones y lo soltó lento, lento, mientras su mirada nos traspasaba y se dirigía, me pareció, un poco hacia toda la calle, la colonia, la ciudad.
Seguimos caminando sobre Álvaro Obregón, esa calle tan chic siempre, ahora con todos los negocios con las cortinas abajo, los jipsters andaban en la banquitas del camellón agüitados. Me había quedado sin un solo varo, los últimos se los habíamos puesto a la tarjeta del metro. Cuando vimos un banco de donde tengo mi tarjeta, hicimos el intento sin fruto alguno. La luz. No había.
Afuera de un hospital, estaban todas las camillas, las enfermas, la doctorada. Como empecé a tomar un video con el celular —el mismo celular que todavía debo y que tres días después iba a perder en donde fue lo del derrumbe de la calle Chimalpopoca en el centro—, el poli que me vio me vino a decir que no, que lo guardara. Así, “guarda tu teléfono”, así me dijo el cabrón. Obvio, mi reacción fue emputarme. Por qué tengo que guardar mi teléfono, qué no es un pinche país libre… Pero me la tragué. No, pensé, no estamos para pleitos pendejos. Karen seguía caminando. Teníamos ya un resto de hambre y nos fuimos. Comer. Eso era la prioridad.
En la esquina de Álvaro Obregón con Insurgentes —o sea que ya habíamos caminado toda Álvaro Obregón— habían los tacos famosos que siempre están llenos de gente. Llenos de gente, precisamente, estaban ahora. Se abrió un espacio después de un chavo y una chava, igual, que acababan de pagar e irse. Ahí nos clavamos. Pedimos unos tacos de pechuga empanizada. Lo clásico, a la tortilla doble se le pone su arroz y sus frijoles, y encima el guiso que uno pida. Aparte, nos tomamos un refresco de sangría, y pedimos una quesadilla de papas con chorizo. Para compartir, de favor.
Qué chido fue eso, ¿no?, del meme que salió luego del terremoto con lo de que ahora las quesadillas son de lo que quieran los chilangos.
Karen pagó. Con uno de 500. Me acuerdo bien. Chale, esos detalles del dinero dicen mucho de lo mezquino que es uno. Y casi puedo jurar que eso me viene del lado de un par de tías.
Sí, está guapa, pero ¿y esa ropa?
Cosas así son muy de ellas.
Tomamos Insurgentes. Pendejamente, yo, como íbamos sobre Insurgentes, deseé que ojalá encontráramos abierta la panadería Hornos Ideal. Como mi tía Bertha había muerto hacía tres semanas, y como el pan de allí la volvía loca, pues yo pensé, ¿verdad?, que pues tal vez…
Fue chido, eso sí, caminar en el carril del metrobús. Lo no chido era ir sobre la estela de aceite quemado que se forma en medio del carril, por tantos metrobuses.
Pero en ese momento no había ninguno cruzando. Gente, solo gente. Insurgentes estaba lleno de gente. Gente, donde siempre hay puro carro. Gente en el carril del metrobús, gente en la acera de los carros, más aparte la gente de siempre en las banquetas. Qué buen contraste: ante el negruzco asfalto, el color de las gentes. Era chido ver más gente que otra cosa.
Es, le dijo una chava a la banda con la que iba ella, como en las películas de zombis. Nos reímos. Ya comidos veíamos caer la tarde como lo que es: un atardecer bonito. Pero aparte sí era cierto. Que había que estar más bien triste, pues sí, pero igual era bien gracioso eso de lo de zombis, y la tarde estaba, neta, bonita. Nuestra isla flotando.
Creo que era en la esquina del Woolworth. Ambulancias, camiones de bomberos llegando, gente que brotaba como palomitas de la máquina del cine. Sobre todo hombres: chavos dirigiendo el poco tráfico que pasaba, compas pasando corriendo con pantalones de mezclilla y botas, camionetas con compas en la batea.
Nos asomamos. Un edificio se había caído. Como un pastel aplastado, que se cayó. Un pastel de varios pisos, de quince años o de boda, que se hubiera caído, de frente. Pastel de cemento embarrado en el asfalto. Puro carnal haciéndose cargo. La cosa machina de que los hombres se tienen que hacer cargo del trabajo duro. Recordé a Witting, desde luego.
Nos tomamos de la mano. Apretándonosla, nos llevamos las manos entrelazadas a nuestras bocas y las besamos. Apretando los labios y los ojos. Estuvimos unos buenos y largos instantes observando aquél edificio.
No íbamos a ayudar.
Entonces qué estábamos haciendo allí de chismosos.
Seguimos, pero faltaba un chingo, así que a Karen que se le ocurrió pedir aventón, yo le dije que sí, pero pues como siempre: me entró la vergüenza. De algún modo, acaso por contagio de ella, dije carajo, y levanté el brazo derecho con el pulgar en alto. Hasta eso que fue rápido, y nos subimos a un carro pequeño pero bonito, de un color rojo alegre, en que se estaban subiendo otra chava y otro chavo, igual. El chavo del carro venía de haber ido por su hijo a la escuela, y ahora que iba a buscar a su esposa a Mixcoac andaba preocupado porque no lograba localizar a su papá. Iba pegado al volante, casi pegado al cristal, de los nervios que traía.
Así, me acordé, así maneja una de mis tías las terribles y fijadas.
El compa del carro se desvió y decidimos bajarnos y pedir otro aventón. Chido, gracias. No, de qué, suerte.
Luego luego estábamos a bordo de un carro con un don. Íbamos al mismo rumbo, casi. Nos iba contando que a él lo agarró el terremoto en un piso 16 de un edificio en Reforma.
Karen se sorprendió y dijo algo. Yo nunca puedo articular nada con un desconocido; me chiveo, me chiveo en general.
Sí, pero dicen que en esos momentos hay que abrazar a alguien, respondió el don. Había dos muchachas en la oficina, y las abrecé.
Cuando unos días más tarde nos acordamos, pensamos Pinche viejo cabrón. No sé si un hombre se pueda declarar feminista. Creo que no, sino sería el primero en formarme en esa fila. Pero a Karen, que es una feminista 24 por 7, le saltan a la vista de inmediato esos detalles. Ese viejo cabrón, como un montón de compas en los días siguientes, aprovechó la confusión para decir De aquí soy. Y pues a terremoto revuelto, ganancia de machos manos largas.
Hubo incluso, no sé bien en qué derrumbe, denuncias de cabrones que estaban acosando a las mujeres. Hijos de su chingada.
Nos bajamos en Gabriel Mancera y División del Norte, que es sobre la que veníamos.
Sí, ahí estaba el derrumbe. Es adonde nos habían dicho que fuéramos. A mí, mi rumi. A Karen, una amiga suya defensora del matrimonio LGBT.
La encontramos enseguida. Se abrazaron Karen y ella. Nos presentamos. Subimos a su departamento-oficina, es que ya nos andaba de la pipí. Todo, escritorios, mesas, camas, compus, sillas, tazas y platos sobre los escritorios. Cubiertos de polvo. Un polvo de obra en construcción. Polvo con fragmentitos de ladrillo y pintura. Según recuerdo.
Por la ventana se veía al edificio de mero enfrente, que se había venido abajo.
No mames, me dijo ella, Karen se había ido al baño. Por poco me muero.
Resultó que andaba en la calle y acababa de entrar a su edificio, cuando pasó lo del derrumbe de enfrente.
Si llega dos minutos tarde, le toca en la calle, y que los ladrillos que brincaron le dieran, no sé, en la cabeza. Me cayó re bien.
Después de yo hacer pipí, salimos. Andaba igual buscando a mi rumi, pero como se supone que ella andaba igual allí, pues dije Ayudemos y al rato aparecerá.
El edificio tirado era como ver un hermoso elefante arruinado,inmensamente derrotado.
Uno se debe recuperar de la impresión antes de poder hacer nada. Nos adentramos sin saber qué hacer. Se puede decir que uno estorba más que ayuda en una circunstancia así. Hasta que entendimos que allá se metían con botes para sacar escombros, y acá se pasaban las cubetas vacías, ya nos incorporamos. Nos formamos para pasar cubetas y botes, picos y palas.
Puede sonar monótono, nada heroico. Y neta no lo es. Más bien puede ser aburrido. Las películas nos hacen creer pendejadas, pero no, las cosas no son así. Cubetas y botes. Picos y palas. En una fila de gente pegada a las bardas de las casas, desde una esquina hasta donde está el derrumbe. Cubetas y botes. Picos y palas. Pasar y pasar. En cambio, los que están allí arriba del escombro, ahora que lo pienso, esos sí trabajaban en lo chido. Me avergüenza admitir que hasta daba algo de envidia. Los compas sobre los escombros, con un pico destrozando el cemento debajo del cual, ojalá, haya alguien que rescatar… Lo que sí: puros hombres haciendo esa labor. Mi rumi sacó unos días después un texto donde subraya eso: el terremoto tiró edificios, estructuras de concreto, pero no la estructura re machista de México. Los hombres a cargar piedras y dominar la escena. Las mujeres a pasar las cubetas. Chale.
Ahora bien, como decía Karen unos días después: ese momento, con las cubetas y botes, picos y palas, era casi místico. Pasar las cubetas y los botes, y los picos y las palas, como la labor más importante de la vida. También es cierto.
Otra cosa que en ese momento aprendimos fue el valor del puño alzado. Que después se convirtió en un importante símbolo. Hasta está en el poema que Juan Villoro sacó y que le criticaron tanto. (Es que sí se la jaló sacando un poema que claro que nos iba a conmover a todo mundo, porque estábamos con el corazón de pollo.) La cuestión es que cada que se alzaban los puños, todo mundo hacía silencio. Las paladas y los picos y el pase y pase de botes y cosas se frenaba. Es que era el chance de que los que estaban trepados sobre los escombros buscando gente hubieran escuchado a alguien vivo ahí debajo.
Después del silencio, nada instruía sobre qué hacer. Así que alguien empezaba a hablar bajito, por allá volvían a pasar los botes, a arrastrar los escombros para afuera, a entrar y salir. Y así se formaba de nuevo el ruido. Hasta que se alzaban los puños de nuevo.
Así, una y otra vez.
(Igual que empezaron a vender las pegatinas de la perra Frida, unos días después también sacaron unas con los puños alzados, pero cuando los quise comprar ya no los encontré por ningún lado.)
Por fin, había logrado escuchar la voz de mi rumi, en unos audios del güats. Resulta ser que por ahí cerca igual andaba ayudando. Quedamos nomás en que no nos íbamos a ir de allí sin vernos.
Estaba empezando a oscurecer.
Oímos que hacía falta más ayuda a la vuelta, en otro derrumbe. Fuimos a hacer lo mismo: cadena humana para pasar cubetas y botes. Hombres y mujeres.
Se había formado ya en una esquina una pequeña montaña de botellas de agua, de latas de comida, de bolsas con comida, de mesas con sángüiches, termos grandes con café, agua caliente para té o sopas maruchan.
Pasó algo que iba a pasar los días siguientes: a quienes estábamos allí nos daba pena tomar algo de la comida que circulaba. Ni que fuéramos damnificados de verdad. Pinche timoratez. Entonces, la comida se iba a acumular y acumular. A esa hora, de veras, seguro varios nos moríamos por tomar una botella de agua o engullirnos un sánduich. Yo me comí una barrita de granola con la vergüenza de quien le roba a un desvalido.
Empezamos a ser también ya muchxs tratando de ayudar. Nos pasamos a una cadena humana para pasar botellas de aguas y todo eso. Pero ya era tan sobrado el número de gentes que estábamos allí, que estábamos casi pegados codo con codo, nos atropellábamos pasando las aguas, los paquetes de comida…
Cuando, al día siguiente, fuimos a otro derrumbe, el famoso de Álvaro Obregón, eso llegó al paroxismo. Aparte de que eso era casi un set de televisión —eso pensé, al ver en las calles aledañas las vans de los canales de televisión y ya en el lugar decenas de camarógrafos y reporteros—, lo de las cadenas humanas, los curiosos, la comida en exceso, me alejó un poco. Pero cuando me formé en una cadena humana para pasar comida de un lado al otro, y al instante, alguien dijo No, no, no, y nos hizo regresar la comida al mismo lugar de donde venía, de plano dije No, y me fui.
Pues bueno, eso pasaba ya desde el mismo día 19.
Eso, y que unos tuvieran preferencia para pasar a ayudar, porque eran cuates de los que andaban organizando, es algo que también pasó desde el 19 y que pasaría todos los días siguientes. Corrupción lisa y llana, como iba a escribir mi rumi en su texto.
Ese mero día, esa tarde, nos sacó de onda, allí pegados codo con codo, que justo enfrente estaba un Soriana cerrado, lleno de cosas que podían hacer falta, mientras que desde quién sabe donde estaban mandando esas ayudas que ahí pasábamos de mano en mano. Error, supe después: mejor que ninguna corporación haya hecho eso, porque así quedó subrayado que todo lo que se hizo en esos días fue netamente de la gente. Ahí está lo que hizo el gobierno de Graco Ramírez en Morelos: joder. Y lo del Estado de México: obstaculizar. O los de todos los estados: lucirse disfrazando de ayuda su autopublicidad miserable. En fin, quien siga creyendo que la reconstrucción post 19s vendrá del gobierno es o un pelmazo o un funcionario.
Nos abrazamos, mi rumi y yo, cuando finalmente nos topamos. Ya era noche. Oscura oscura, porque se había ido la luz en la zona. Me pasó una chela de las que se había comprado recién ocurrido el terremoto, y que le había sobrado y que llevaba en la mochila. Una barrilito tibia, que con todo y todo me supo bieeeen chida.
Cansados, y como con la necesidad de reconectarnos a nuestras vidas, nos fuimos de allí. Antes, creo que ayudamos otro rato. La neta no recuerdo.
Lo que sí recuerdo es que caminamos por calles que no conocía, hacia el departamento, que está más o menos cerca.
Una vez en el edificio, fue gacho ir subiendo las escaleras, a oscuras, pues no había luz en toda la cuadra porque en la esquina de mi calle, a unos 5 edificios del nuestro, se había derrumbado el que decía: donde tenía su salón de belleza la señora de Chignahuapan.
Ya en el departamento, un mueble de madera aglomerada, con la despensa, que apodábamos el sarcófago, se había caído de bruces, de suerte que al levantarlo las puertas se abrieron, y el piso quedó lleno de las mermeladas cuyos frascos se habían roto, del arroz regado y del azúcar sobre el cual se había formado una pequeña, bueno ni tan pequeña, comunidad de hormiguitas negras. Limpiamos a la luz de un pedazo de vela atorada en el cuello de una botella de caguama. Todo, incluyendo las hormiguitas, fue al bote de la basura.
Después, tomamos lo que necesitábamos para los siguientes días. Habíamos decidido no pasar la noche ahí. Cuáles ganas de quedarse ahí, que parecía velatorio. De hecho, cuando bajábamos y nos topamos con unos vecinos en las escaleras que nos invitaron a pasar como para convivir un poco, o hablar, o lo que fuera, su salita era eso: mamá e hijos sentados en la sala, en torno a una mesita de centro con tazas de café iluminadas por una vela, y ellos con las manos entrelazadas, como rezando, y los rostros jodidos, como si quisieran llorar pero en vez de eso nos sonreían. Tétrico.
Con un abrazo, en la esquina, a la luz fría de una farmacia de similares, mi rumi y yo nos despedimos. Ella se iba a casa de una amiga en común. Yo, con Karen, de vuelta a La Villa. En el metro iba bien poca gente. Una botella de plástico de coca vacía, que iba y venía en el suelo, convocaba las miradas de todxs. Llegamos a Tha Villa —así le decimos, porque ahí cerca queda una cosa de un banco que le pusieron Business School Center sede La Villa. Cagado. Tha Villa. Jajajá. Nuestras islas.
Cuando entramos a su cuarto y encendimos la luz, Karen y yo no simplemente no podíamos creer lo que habíamos vivido, y nos abrazamos fuerte.
Antes de acostarnos, abrimos una botella de vino tinto que no se había tocado en la fiesta del 15 de septiembre, acomodamos tantito lo que se había movido en el librerito que se zangoloteó en el terremoto, apagamos el foco y pusimos una velita que daba una luz pequeña, como de fogata en medio de la inmensa oscuridad. Estábamos friqueadísimos, sí, pero felices de al menos haberlo pasado juntos los dos. Nos metimos por último bajo las sábanas a no dormir: toda la noche nos despertamos a cada rato dando respingos.
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