El escritor estadounidense John Fante (1909-1983) es uno de los grandes olvidados de su generación. Fue después de su muerte, gracias a que Charles Bukowski confesara una abierta admiración por este hombre “que no le temía a los sentimientos”, que sus novelas comenzaron a editarse a gran escala. Hasta ahora se publica en Italia Pregúntale al polvo, su libro más celebrado, con un comentario de Alessandro Baricco, que reproducimos a continuación, en el que la sensibilidad de un muchacho católico de ascendencia italiana se da de frente contra un mundo incomprensible del que lo salva la escritura.
POR ALESSANDRO BARICCO
La novela Pregúntale al polvo (Anagrama, 2001) está montada sobre tres historias. Primera: un muchacho de veinte años sueña con ser escritor y, en efecto, lo logra. Segunda: un muchacho de veinte años, católico, intenta vivir pese al hecho de ser católico. Tercera: un muchacho de veinte años ítaloamericano se enamora de una joven hispanoamericana y quiere casarse con ella.
Todo esto situado en California.
Imagínense que amalgaman las tres historias, que hacen que confluyan los tres muchachos de veinte años (el escritor, el católico, el ítaloamericano enamorado) en uno solo, y lo que obtienen se llama Arturo Bandini. Agítenlo y obtendrán Pregúntale al polvo. Admitiendo, claro está, que ustedes posean un talento bestial.
No sé si John Fante lo habrá hecho conscientemente, pero de hecho, él eligió para esas tres historias una andadura sorprendentemente geométrica: la historia del escritor termina bien, la historia del católico no concluye, se queda bloqueada en sí misma, y la historia del enamorado termina mal, por lo que el libro crece siguiendo el armónico estrabismo de un personaje que gana y pierde en equilibrio simultáneo. Si, a pesar de esto, al lector le queda la percepción de un libro profundamente doloroso y adolorido, es por la manera en que Fante, más o menos conscientemente, distribuyó las tres historias en el tejido del libro. Pregúntale al polvo comienza narrando las primeras dos (donde Bandini gana y pierde a partes iguales), y aquí el libro crece en la luz agradable de una humanidad frágil pero alegremente indestructible.
Luego, aparece Camila, y al libro lo va absorbiendo una vertiginosa derrota. En los últimos capítulos, los éxitos del Bandini escritor y las ciénegas inmóviles de su catolicismo, acompañan el hundimiento de Camila, como escenarios cada vez más lejanos y baladíes. Con metamorfosis de insecto, el libro sale del capullo de un alegre diario juvenil para remontar el vuelo de una adulta e insalvable derrota. ¡Vean lo que puede hacer una mesera mexicana...!
La historia del muchacho de veinte años que sueña con ser escritor es muy lineal, sencilla y decorada con un final feliz. A quienes se hayan embarcado en semejantes ambiciones, la narración les regala, no obstante, algunas lecciones útiles. La primera tiene que ver con la relación entre escribir y el dinero. Bandini escribe para ganar dinero: no para expresarse, no para crear algo hermoso, quizá ni siquiera para demostrarle algo a alguien. Escribe porque tiene hambre y quiere comer; porque está solo y quiere mujeres ricas y perfumadas; porque a su alrededor ve a la ciudad de Los Ángeles y quiere poseerla. Muy pragmático y muy norteamericano. No es que las cosas, en general, sean exactamente así, pero la conexión entre el gesto de escribir y el gesto del artesano que trabaja para vivir es un buen punto de partida. Todo lo demás, si acaso, viene después. En esto, creo que él tenía razón.
Otra buena lección: escribir es una obsesión. También aquí, no es que las cosas siempre sean así; pero, ciertamente, a menudo, en la base de la ambición literaria se encuentra una absurda propensión a reducir la vida a un concepto eventualmente bueno para una narración. “Estoy aquí por una razón muy precisa: estos momentos —el lado horrible de la vida— se transformarán en igual número de páginas”. Gente así, en general, expía una homicida incapacidad para vivir la vida, ya que además está ocupada en copiarla mentalmente y en dividirla en capítulos. En cierto punto, Bandini termina casi ahogado en las olas, frente a la playa de Santa Mónica, y en verdad se las ve negras. Está a punto de morir, y probablemente también está a punto de morir Camila, su amor, desaparecida entre las grandes olas. Lo único que le queda por hacer es encontrar la manera de salvar su pellejo. “Y sin embargo, incluso en ese momento, era como si estuviese escribiendo, como si estuviese registrando todo en el papel. Frente a los ojos tenía la hoja escrita a máquina, mientras flotaba, derribado por las olas, sin lograr alcanzar la costa, seguro de que no saldría vivo del mar”. Quienes no entienden una locura de este tipo tienen pocas probabilidades de sobrevivir como escritores. Fante la conocía, creo, muy bien, y es más, hace de ella la música con la que baila toda su vida.
Ultima lección: el prólogo que aquí encontrarán como apéndice, Fante quería ponerlo encabezando el libro (como prólogo, precisamente) pero el editor lo convenció de dejarlo donde estaba (y era difícil que no tuviera razón, dado que le narra al lector cómo termina el libro...). Fante nos volvió a derramar, en forma más bien libre, todo el material autobiográfico con el que nace Pregúntale al polvo.
La segunda historia, la del muchacho católico de veinte años que intenta vivir no obstante el hecho de ser católico, es quizá la historia que pudo transformar a Pregúntale al polvo en algo más que una lograda comedia trágica. Desgraciadamente, la llegada de Camila y la fuerza de su consecuente historia de amor llevan lejos al libro, y la reflexión sobre las taras de una joven mente católica se queda en enunciado sin grandes desarrollos. Hubiera estado muy bien verla irse hasta el fondo. Pero ya en sí, el enunciado, de todas maneras, vale la pena. Lo que Bandini tiene de inexorable católico es el instinto para interpretar la vida como una secuencia de culpa y castigo, destinada a repetirse hasta el infinito. Lo que Bandini tiene de inexorable católico, es el odio por esa manera de ver las cosas y una incapacidad absoluta de sustraerse a ese odio. No sé lo que el público norteamericano pueda entender de todo esto, porque si uno no ha crecido en un país católico, no puede saber cómo esa geometría de juicio final se ensarta en los pliegues más recónditos de la fantasía, y pueda sobrevivir a cualquier ateísmo sincero. Pero Fante sabía algo de esto. Y su reconstrucción del curioso fenómeno es implacable e irónicamente feroz. Se puede decir que en los primeros cuatro capítulos, Bandini no hace más que tratar de ser un niño malo, pensamiento fijo en cualquier buen muchacho: se va de putas, roba, maltrata a golpes de racismo a una muchacha que no le ha hecho nada. Una especie de camino de formación al revés. Punteado, inexorablemente, por fracasos: el complejo de culpa llega instantáneo, a veces incluso antes de cometer el pecado, provocando la incapacidad de cometerlo. En el décimo segundo capítulo, Bandini termina en la cama con una mujer equivocada, una mujer frágil a la que no puede hacerle más que mal. En resumen, la usa. En la mañana se levanta de la cama, sale, y la tierra se pone a temblar: terremoto en Los Ángeles. “Había sido yo. Era mi culpa”. No creo que a un budista se le hubiera ocurrido decir esto. Ni siquiera a un protestante. A un católico sí. “Has sido tú, Arturo, y esta es la cólera de Dios”.
Lo que había entendido Fante es que una incapacidad de pecado de este género no puede más que exiliar de la vida. Y lo escribe admirablemente en el personaje de Bandini hasta la mitad del libro: haciendo de él un tipo humano con una obsesiva pregunta grabada en la cabeza: ¿qué hago yo aquí? Por donde vaya, Bandini quisiera irse a otro lugar. “Ahora que estoy aquí, me doy cuenta que hubiera sido mejor no haber venido”. Se puede decir que la escritura es el único lugar en el que se siente legitimado para vivir. El resto del mundo es un lugar errado. Muchos años después, en la otra costa norteamericana, Holden Caufield echará fuera, con ironía análoga, el mismo sordo dolor (ni siquiera con la panacea de la escritura). Sin embargo, él será lo que Bandini no logró ser: un personaje universal. Porque su exilio era el exilio de lo humano, que no reconoce la casa que se ha construido: por así decirlo, en Bandini, las raíces del extrañamiento eran más regionales: la matriz católica interpretaba la parte del león, y llevaba todo a una matriz particular, casi local: no era exactamente la historia que la mayoría reconocía. La de Holden la llevaban todos en el bolsillo.
Luego llega Camila, y de alguna manera, Bandini resume y simplifica toda su incapacidad de vivir en su incapacidad de amarla. En un cierto sentido, deja de luchar. Camila es el lugar equivocado en el que decide quedarse, sin plantearse más preguntas, exiliado crónico, va como debe ir, como un autómata, hasta el fondo. Pero no es una historia vivida. Camila es su exilio definitivo, la rendición de toda rebelión. Sobreviven, como relámpagos de un temporal que se va alejando, esos abrazos fallidos, esa incapacidad de tener sexo con ella, esa impotencia prevista, esperada, sufrida y odiada. Me gusta que en esos momentos Fante quite el pie del acelerador, deje el bisturí con el que estaba operando y elija eufemismos frívolos con tal de no llamar a las cosas por su nombre. “Deseo sin pasión”, le llama. Se necesita tener sangre católica en las venas para lograr un goteo de este tipo.
En cuanto a la historia de amor, bueno, aquí hay poco qué decir. Realmente le había quedado muy bien. Toda torcida, sin héroes, sin resoluciones, un poco ambigua, dolorosa. Me gusta que ella sea del tipo del que se puede decir: “Aparte del contorno del rostro y del candor de sus dientes, no era hermosa”. Me gusta que él, cuando termina en la cama con ella, tome unos furgones mentales que lo llevan a kilómetros de allí. Aunque luego la ame como un loco, pero que realmente no logra quedarse allí. “Parecía que me había vuelto de madera, sin sentimientos, tan solo el pánico y la sensación de que ella era demasiado hermosa para mí; es más, más hermosa y firme que yo. Me sentí extraño ante mí mismo”. Quizá las cosas son exactamente así: las personas a las que realmente vale la pena amar son las que te convierten en un extraño ante ti mismo. Aquellos que logran arrancarte de tu hábitat y de tu viaje, y te trasplantan a otro ecosistema; que logran mantenerte vivo en esa jungla que no conoces y donde ciertamente morirías, si no fuese porque ellos están allí y te enseñan los pasos, los gestos y las palabras: y tú, contra toda previsión, eres capaz de repetirlos.
Pero luego quién sabe...
Dos notas sobre el estilo de Fante, sólo para entender al artesano y su gesto. En Pregúntale al polvo, Fante usa una lengua literaria que conoce sustancialmente dos registros, y los alterna con sabiduría. El primero es una lengua base, por así decirlo la Fante-base: una prosa bien hilada, ligera, sin particulares asperezas léxicas o sintácticas, limpia, veloz, a menudo lubricada con un humor dispensado con mano ligera, muy hábil. Valga como ejemplo, el incipit:
Cierta noche me encontraba sentado en la cama del cuarto de la pensión de Bunker Hill en que me hospedaba, en el centro mismo de Los Ángeles. Era una noche de importancia vital para mí, ya que tenía que decidir algo sobre la pensión. O pagaba o me iba: es lo que decía la nota; la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir. (Pregúntale al polvo, Anagrama, 2001, p. 13)
Si uno lee un comienzo de este tipo, de inmediato queda claro que no está leyendo a Faulkner. Ni siquiera a Chandler (carecía de esa sobriedad), ni aSaroyan (no tenía ese humor), a Steinbeck (seguramente más ambicioso), o a Hemingway (difícil, incluso para él, poner en las primeras líneas todo ese humor). Soltura, facilidad y humor parecen ser sus rasgos distintivos, y en este sentido, él parece más bien un anticipador de esa áurea ligereza que labró la fortuna de Salinger. En su mejor momento logra producir páginas como esa en la que Bandini llega a la recepción del hotel Alta Loma: lleva consigo su primer cuento publicado (“El perrito que reía”) y detrás del mostrador encuentra a la señora Hargraves:
—¿Tiene trabajo? —preguntó.
—Soy escritor —respondí—. Espere, puedo demostrárselo.
Abrí la maleta y saqué un ejemplar.
—Yo lo escribí —le dije. En aquella época yo era muy impaciente, muy soberbio—. Se lo voy a regalar. Se lo dedico.
Tomé la pluma del escritorio, pero estaba seca y tuve que mojarla en el tintero; moví la lengua mientras pensaba en algo simpático que ponerle.
—¿Cómo se llama usted?— le pregunté.
—Soy la señora Hargraves —me dijo sin el menor entusiasmo—. ¿Por qué? Como le estaba haciendo un favor, no tenía tiempo de responder a ninguna pregunta, así que escribí en la parte superior de la página donde comenzaba el relato: “Para una dama de encanto inefable, de maravillosos ojos azules y sonrisa generosa, del autor, Arturo Bandini”.
La verdad es que tenía una sonrisa que le destrozaba la cara, ya que le acentuaba el mapa de arrugas que le agrietaba la piel reseca de la boca y las mejillas.
—No soporto las historias sobre perros —dijo, escondiendo la revista. Me miró por encima de las gafas desde una atalaya más elevada aún.
—¿Es usted mexicano? —preguntó.
Me señaló con el dedo y rompí a reír.
—¿Mexicano yo? —negué con la cabeza—. Soy americano, señora Hargraves. Además, tampoco es un cuento sobre perros. Es sobre un hombre y está muy bien. No sale ni un solo perro en toda la historia.
—En esta pensión no admitimos mexicanos —dijo.
—No soy mexicano. Y el título del cuento lo saqué de la fábula. Ya sabe: “Y el perrito rió al ver una cosa tan rara”.
—Tampoco judíos. (p. 63-34)
Página ejemplar. Un strike perfecto, si la literatura fuese un juego de beisbol.
El otro registro es un tono, por así decirlo, de balada: más libre, menos disciplinado, casi “cantado”. Generalmente el humor desaparece e irrumpen tonos de sabor poético. Las frases se alargan y se van a buscar un paso y una rotundidad musical. Baladas, en todo y para todo. Nunca duran más de una página, página y media. A menudo son un asunto de diez líneas. Ejemplo:
¿Qué hacer entonces? Elevar la boca al cielo para parlotear y balbucir con una lengua asustada? ¿Descubrirme el pecho y golpeármelo como un tambor resonante para llamar la atención de mi Salvador? ¿No es más lógico y conveniente justificarme y seguir andando? Pero habría desorientaciones, habría anhelos; habría soledad, no tendría más que lágrimas, pajarillos húmedos del consuelo, aunque también belleza, una belleza semejante al amor de una muchacha difunta. (p. 123)
Es común encontrarse con este tipo de baladas sin preparar, sembradas en páginas de escritura completamente diferente, incluso en Hemingway, en Saroyan, en Steinbeck. En cierto sentido también los “Ojos fotográficos” de Dos Passos eran algo similar. No sé, debe ser una perversión de los norteamericanos. Tiene algo de ingenuo y de vagamente no logrado. Sin embargo, si uno la cortara y la quitara, sencillamente, quién sabe qué sería de los equilibrios internos, y del color en su conjunto, y del perfil de los personajes. Esas escrituras son como orquestas.
Baricco (Turín, 1958) es autor de Seda y Sin sangre.
Traducción de María Teresa Meneses.
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