Aborrezco a las personas que van a la librería como a buscar un producto de gran valía. He tenido muchas experiencias con los libros, y eso me da derecho a hablar mal de ellos y de los lugares donde habitan.
Las librerías no deben tomarse como si fueran más importantes que una carnicería o una tienda de aceites para auto, ni más ni menos: uno va a buscar medio kilo de chuletas para hacer la comida, o el aceite para un Ford Ikon año 2002. Pero nadie va a buscar el acite más hermoso del mundo creado para siempre jamás, ni las chuletas cuyo corte sea el más mono que uno se haya metido nunca en la panza. Impulsado por este razonamiento, yo me muevo en estos comercios con presteza, voy a lo que voy, sin perder el tiempo cojo el libro y lo pago a la cajera.
Mi primera experiencia odiosa fue en la librería Jaime García Terrés de la UNAM, cuando, por andarme paseando entre los pasillos, me pidió que lo comprara un libro de Charles Bukowski: La máquina de follar. Una serie de cuentos. El protagonista se dedica a beber, a follar y a irla pasando en un suburbio de los Estados Unidos de hace 20, 30 años. Pues bien, ese libro es la explicación de porqué estoy como estoy. Pero la ocasión más poderosa fue cuando me topé con Carlos Monsiváis en una Gandhi. Estaba yo recargado en el mueble, ya me había tardado en elegir un volumen, cuando sentí estrellarse contra mí una masa fláccida. Era el maestro, que había tropezado con mis zapatos del número 27. ¡Cuál fue mi sorpresa al ver de quién se trataba! En vez de disculparme como debía, me quedé baboso mirando cómo él me decía: "disculpe usted, caballero". A partir de entonces, temí por la salud de las personas famosas a quien pudiera matar con sólo perder el tiempo ahí en las miserabls librerías. ¿Qué tal si alguna vez, enfurecido, le propino unos buenos jabs a algún dramaturgo o poeta que traigo entre ceja y ceja?
Ahora resulta que las encuestas nos dan a conocer, con gran alaraca, la noticia de que nadie lee en México y que el fenómeno parace ir en picada. ¡Pero qué noticia! Y enseguida le echamos la culpa a la televisión, a las pésimas políticas públicas para fomentar la lectura, a que los escritores son cada vez más elitistas y que sólo hacen libros para el público especializado. Lo raro es que todo eso siempre ha existido. Sin temor a equivocarme, sostenego que la culpa de que los mexicanos no leamos la tienen las librerías mismas. Si fueran ágiles, si el chico que atiende fuera más grosero y perdiera ese hálito de maricón cultivado... Otra cosa sería de nosotros. Pero los libreros se empeñan en hacer de sus establecimientos un lugar separado del mundo.
Apuesto lo que sea a que si las librerías empiezan a vender hot dogs, cervezas con camarones, tacos de carne asada, aceites para carros, todos los compradores de estos productos, al menos por curiosidad, echarán una ojeada al libro o revista a su alcance. Suena estúpido, lo admito. Mas la realidad es que si no se interesan en lo que hayan tomado para ojear, ya lo habrán manchado y no podrán menos que llevárselo a casa, no sin mentarle la madre al de la librería que se empeña en hacer de su local un altar del tedio.
Las librerías no deben tomarse como si fueran más importantes que una carnicería o una tienda de aceites para auto, ni más ni menos: uno va a buscar medio kilo de chuletas para hacer la comida, o el aceite para un Ford Ikon año 2002. Pero nadie va a buscar el acite más hermoso del mundo creado para siempre jamás, ni las chuletas cuyo corte sea el más mono que uno se haya metido nunca en la panza. Impulsado por este razonamiento, yo me muevo en estos comercios con presteza, voy a lo que voy, sin perder el tiempo cojo el libro y lo pago a la cajera.
Mi primera experiencia odiosa fue en la librería Jaime García Terrés de la UNAM, cuando, por andarme paseando entre los pasillos, me pidió que lo comprara un libro de Charles Bukowski: La máquina de follar. Una serie de cuentos. El protagonista se dedica a beber, a follar y a irla pasando en un suburbio de los Estados Unidos de hace 20, 30 años. Pues bien, ese libro es la explicación de porqué estoy como estoy. Pero la ocasión más poderosa fue cuando me topé con Carlos Monsiváis en una Gandhi. Estaba yo recargado en el mueble, ya me había tardado en elegir un volumen, cuando sentí estrellarse contra mí una masa fláccida. Era el maestro, que había tropezado con mis zapatos del número 27. ¡Cuál fue mi sorpresa al ver de quién se trataba! En vez de disculparme como debía, me quedé baboso mirando cómo él me decía: "disculpe usted, caballero". A partir de entonces, temí por la salud de las personas famosas a quien pudiera matar con sólo perder el tiempo ahí en las miserabls librerías. ¿Qué tal si alguna vez, enfurecido, le propino unos buenos jabs a algún dramaturgo o poeta que traigo entre ceja y ceja?
Ahora resulta que las encuestas nos dan a conocer, con gran alaraca, la noticia de que nadie lee en México y que el fenómeno parace ir en picada. ¡Pero qué noticia! Y enseguida le echamos la culpa a la televisión, a las pésimas políticas públicas para fomentar la lectura, a que los escritores son cada vez más elitistas y que sólo hacen libros para el público especializado. Lo raro es que todo eso siempre ha existido. Sin temor a equivocarme, sostenego que la culpa de que los mexicanos no leamos la tienen las librerías mismas. Si fueran ágiles, si el chico que atiende fuera más grosero y perdiera ese hálito de maricón cultivado... Otra cosa sería de nosotros. Pero los libreros se empeñan en hacer de sus establecimientos un lugar separado del mundo.
Apuesto lo que sea a que si las librerías empiezan a vender hot dogs, cervezas con camarones, tacos de carne asada, aceites para carros, todos los compradores de estos productos, al menos por curiosidad, echarán una ojeada al libro o revista a su alcance. Suena estúpido, lo admito. Mas la realidad es que si no se interesan en lo que hayan tomado para ojear, ya lo habrán manchado y no podrán menos que llevárselo a casa, no sin mentarle la madre al de la librería que se empeña en hacer de su local un altar del tedio.
1 comentario:
Es muy probable que tenga razón, el libro más que un objeto de culto debería ser un objeto de uso cotidiano.
A mi me gusta leer, no lo hago por ser más culto o más inteligente, que no soy ni lo uno ni lo otro, sino más bien por diversion.
Cuando un libro me aburre dejo de leerlo, y lo mismo me puede parecer entretenido El Péndulo de Foucault (que es uno de los libros que más me han gustado) o cualquiera de Tom Clancy, como aburrido el Ulises de Joyce.
Me gusta recomendar libros a mis familiares porque me parece que lo peor que puede hacer uno con un libro es tenerlo en el librero, un libro debe circular y sólo tiene sentido cuando alguien lo lee, por eso me gusta prestarlos, aún a riesgo de que no me lo regresen (y eso casi no me pasa).
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