El blog de Luis Frías

agosto 27, 2008

Sí, pero no

Como mínimo exigible antes de pararse en un púlpito, los prelados de la religión deberían someterse a un curso de buenos modales. Desde que yo tengo memoria, son tan comunes sus yerros públicos, que lo verdaderamente asombroso es que las personas continuemos mostrando arrobo ante las barrabasadas que cometen los ministros de culto. Me refiero a la más reciente muestra de ceguera de algunos de ellos. De los católicos, que son los más abundantes en México.

En efecto, hace poco menos de un mes, en su publicación semanal se podía leer la reprobación de los prelados católicos a que las mujeres de nuestro país llevaran puestas prendas provocativas, empezando por las minifaldas. Los muy idiotas sugerían que tanta pierna al aire provocaba las hormonas de los machos libidinosos. Y esto podía ser el germen de los ultrajes sexuales. Al igual que a Alí Chumacero, a mí me encantan las piernas y los escotes de las mujeres pero hasta el momento esa afición visual no me ha llevado a violar a ninguna dama. Evidentemente, la afirmación de los religiosos revela una cortedad de miras que, no obstante, me resultó natural: pues las declaraciones de principios de la cúpula religiosa mexicana se caracterizan por su hilarante inoportunidad. Hasta los conductores de televisión (esos maniáticos defensores del orden de cosas establecido) se ruborizaron. En los noticiarios se hablaba de esta información religiosa no sin una callada pero evidente sorna.

Ahora bien, quizá este reciente episodio religioso no sea el mejor ejemplo para referirse a una actitud cavernícola que caracteriza a los tiempos que corren: tiempos del saber científico y objetivo, pero a la vez, tiempos de los prejuicios más recalcitrantes. ¿Quién puede negar que todo se lo debemos en alguna proporción a la objetividad de los descubrimientos científicos?, pero también: ¿quién negaría que toda la nueva carga de prejuicios patéticos es culpa precisamente de todo ese conocimiento inmaculado? Y es que a medida que la ciencia soluciona problemas prácticos como la salud, la tecnología, la aeronáutica o la transmisión de información por banda ancha, los hombres nos sentimos tranquilos y dejamos de razonar a propósito de las cuestiones más profundas. ¿A qué preocuparnos por superar nuestros míseros prejuicios, si basta con escuchar a la ciencia, que nos indicará cuál es el camino correcto?

No puedo dejar de pensar en el caso de un antropólogo que he conocido recientemente. Hombre de grandes espaldas y vientre prominente, el alemán al que me refiero es un tipo de cabeza rubia que ha viajado alrededor del mundo. Ha estado lo mismo en Europa que en Asia, en África y en toda la región Latinoamericana, incluyendo nuestro país. Adicionalmente, posee un doctorado en antropología por alguna universidad del centro del Viejo Continente. Pertenece, pues, a ese tipo de personas a las que te diriges con muchas precauciones. Me imparte un seminario sobre los temas ligados con la globalidad. Es el reflejo viviente de que me interesa dejar retratado.

De la situación me di cuenta luego de terminar una de sus clases. Los participantes nos habíamos pasado hablando de varias culturas odiosas en el mundo. Discutimos la conveniencia de que las mujeres en Medio Oriente deban llevar el cubierto el rostro con un velo para que nadie las pueda ver. No nos pusimos de acuerdo cuando hablamos del derecho que tienen los padres de familia en ciertas regiones del África para dejar concertada la boda de sus hijos tan pronto como éstos salen del vientre materno. Y nos enfrentamos duramente cuando hablamos de un caso mexicano: de la costumbre que aún prevalece en algunos parajes inhóspitos y que consiste en vender a los hijos a otra persona hasta que cumplen cierta edad. Desde luego, no llegamos a ninguna conclusión satisfactoria.

Pero lo que me inquietó profundamente fue que ni tanto viaje, ni tanto título, hicieran del alemán despojarse de sus prejuicios.

Después de hacernos ver la importancia de respetar la relatividad cultural (ésa tan publicitada por los propios antropólogos y en con base en la cual, defienden la permanencia de todas las culturas asesinas y cavernícolas que existen sobre el planeta), el alemán afirmó que la disciplina antropológica que él tanto defiende y que le da de comer, no ha logrado establecer que nuestra cultura occidental, respetuosa de los derechos de las mujeres en particular y del ser humano en general, sea superior a las otras culturas que venden esclavos y especulan con el cuerpo de las mujeres. Para la antropología, simplemente todas las culturas valen lo mismo. Por mucho que nos cueste, es la conclusión científica a la que se ha llegado.

Sin embargo, el ejemplo de prejuicio fue el suyo propio. Enseguida, nos dijo que para él todas esas explicaciones están muy bien pero son insostenibles. “¡Yo –se enfureció en su pésimo español— jamás respetaré a una cultura que maltrate a las mujeres, que venda a las personas!” Y yo, que no soy antropólogo, estuve de acuerdo con su explosión. ¿Pero él, para qué carajos es antropólogo si va a defender justamente lo contrario a lo que promueve la antropología? Mejor fuera que milite en alguna organización defensora de esos prejuicios que combate la antropología.

Solamente he hablado de dos casos recientes. Uno, los prelados religiosos con sus declaraciones de humor involuntario. Otro, el del antropólogo cuyos enormes prejuicios superan a sus vastos conocimientos. Son abundantes los ejemplos: el filósofo que ha descubierto la inexistencia de Dios, pero reza; el científico que le tiene miedo a los espectros que pueden habitar la negra noche; el biólogo que sabe todo del Sida, pero le impide a sus hijos pequeños traer preservativos. ¿Cuántos otros ejemplos hay? El problema de todos es que creer que la ciencia pueda llenar los huecos que deja nuestra escasez de sentido crítico. Y todo caso, prefiero a los políticos, cuyo arte es el de, mintiendo, convencernos y convencerse a sí mismos.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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