No hace mucho, Mario Vargas Llosa afirmaba con graciosa crítica que el deporte nacional más redituable de nuestro país era hablar pestes de Carlos Fuentes. No sólo se trataba de cuestionarle su obra literaria cada vez más sumisa a los dictados del mercado editorial, sino lo que es más, que tomara posturas políticamente en complicidad con el Poder. ¿No se supone que un escritor debe ser como que heterodoxo por antonomasia? Era fácil advertir que la mayor parte de las apariciones de Fuentes tenían menos que ver con cosas literarias que con asuntos políticos. Y más o menos por las fechas en que Vargas Llosa afirmaba eso en su Diccionario del Amante de América Latina, Fuentes hacía declaraciones diciendo que Vicente Fox no pasaría a la historia como un pésimo ex presidente, pues en su sexenio el país no se había desfondado hacia el precipicio. Desde donde se encontrara, seguro Fox se arrepintió de no bautizar con el nombre de Carlos Fuentes la megabiblioteca Vasconcelos. Adicionalmente, los círculos de la izquierda no tardaron en escamotear cualquier pasado mérito literario de Carlos Fuentes. ¡Y cuando apareció criticando al embajador de Venezuela en México! Desde entonces Fuentes ha dado mucho que hablar, por no mencionar las celebraciones por su cumpleaños 80.
Éste ha sido el “mes Fuentes”. Hemos presenciado una desconsiderada, irracional celebración por un escritor importante, sí, y en todo caso imprescindible, pero fundamentalmente mañoso advenedizo en el mapamundi de la literatura mexicana e hispanoamericana. Con las fiestas de Fuentes pasa como con la Coca-cola: a la marca todos la conocemos y la consumimos sin cuestionamientos, de modo que la intención de la publicidad es enraizar nuestro gusto y adicción por el producto. Fuentes es igual a Coca-cola. En las últimas semanas, ¿quién no ha escuchado algo sobre el ochenta aniversario? Que una entrevista cursilona entre Fuentes y Monsiváis sobre sus películas dilectas. Que un intercambio de ideas con la titular de Educación (cosa que no es sino política). Que una firma de autógrafos. Y para mí, lo mayor fue el estreno de la ópera Santa Anna con libreto de Fuentes: el gobierno gastó 8 millones de pesos para el chistecito, esto es, lo equivalente a cientos de libros, obras de teatro, conciertos, exposiciones, becas, etcétera.
Lo dicho: Fuentes ha sido fundamentalmente acomodaticio en el Poder y el presupuesto.
No es casual que la crítica a Fuentes esté centrada en el maniqueísmo que, presente en su trabajo más reciente, no se veía en sus obras pilares. Su novela anterior Todas las familias felices (la más reciente, La voluntad y la fortuna, no la he comprado) es un compendio de maniqueísmos. La etapa juvenil de los protagonistas se parece mucho a la que aparecía en Las buenas consciencias. La madurez del ser humano es la misma que se presenta en La silla del águila, y por lo demás, el resto de la novela es lo mismo que se puede encontrar en Aura. Recuerdo mucho cuando el ácido crítico Rafael Lemus se dolía de tener que vituperar a Fuentes, porque después de todo es un escritor fundamental en la juventud de todos nosotros. Sentía obligación suya hablar mal de la obra de Fuentes, porque se lo merecía. Concuerdo totalmente y, a la vez, disiento.
De Fuentes se puede cuestionar indistintamente su ortodoxia política y su preocupación por el mercado, en desmedro del interés por la estética de las palabras. Se puede decir eso y mil cosas porque se trata de un intelectual. Y la hipócrita tradición sostiene que en los intelectuales recae la responsabilidad de guiar los gustos del pueblo y cosas así. Derechos como los que se arroga el crítico Christopher Domínguez Michael (alguno de cuyo trabajo me parece notable) cuando dice que la crítica literaria debe fijar cuál es y cuál no es el buen gusto. O cuando dice que un escritor se debe guiar por reglas infranqueables. Dijéramos: en defensa de lo inamovible. ¿Quién con neuronas no cambia durante su discurrir? ¿No es, pues, traicionarse a uno mismo continuar siempre sin cambios? Lo triste es que Fuentes ha cambiado para peor.
Como quiera que sea, mi intención es defender al autor varias de las novelas imprescindibles de las letras mexicanas. Aunque los menos duchos lo celebren por sus absolutamente predecibles Aura o La silla del águila, el secreto de Fuentes está en esa siempre novedosa La región más transparente, en la magnífica Terra Nostra, en sus Cuentos naturales. Hay que haber escrito algo del mismo nivel antes de atreverse a lanzarle insultos. Que eso no es lo cuestionable, sino su actitud acomodaticia, es algo cuya solución es en esencia simple. Fuentes es ya un viejo, y tengo la sospecha de que llega la edad en que las personas no quieren desaparecer sin alcanzar cierta gloria. ¡Y qué mejor si el gobierno de tu país te celebra a lo grande, echando la casa presupuestal por la ventana! El suyo es un defecto de vanidad, pero completamente comprensible.
Igual de vanidoso y celebrado que Fuentes, Mario Vargas Llosa seguramente se burlaba de los mexicanos cuyo deporte favorito la burla del novelista, porque también es un viejo y le gustan los homenajes. En realidad, ¿quién resistiría la vanidad de recibir todos los homenajes que se pueden soñar? Alguna vez, cuando aparecieron las obras completas y empastadas de Ricardo Garibay, se preguntaba Guillermo J. Fadanelli si los escritores aspiraban a ser leídos por personas inteligentes o, por el contrario, ser empastado en pesados tomos gruesos condenados a acumular polvo en los anaqueles de las bibliotecas. Suelo sugerirles a mis alumnos de la universidad que rayen los libros y arranquen las hojas que les interesen: la idea es que les pierdan ese respeto paternal que nos hace elogiar ciegamente a los libros. No dudo que actitudes parecidas aplaudiera Carlos Fuentes en sus años mozos, pero tampoco cuestiono que en sus años seniles prefiera ver su nombre eternizándose en los estantes polvosos, antes que arrancado por adolescentes infinitamente menos sabios que él.
Éste ha sido el “mes Fuentes”. Hemos presenciado una desconsiderada, irracional celebración por un escritor importante, sí, y en todo caso imprescindible, pero fundamentalmente mañoso advenedizo en el mapamundi de la literatura mexicana e hispanoamericana. Con las fiestas de Fuentes pasa como con la Coca-cola: a la marca todos la conocemos y la consumimos sin cuestionamientos, de modo que la intención de la publicidad es enraizar nuestro gusto y adicción por el producto. Fuentes es igual a Coca-cola. En las últimas semanas, ¿quién no ha escuchado algo sobre el ochenta aniversario? Que una entrevista cursilona entre Fuentes y Monsiváis sobre sus películas dilectas. Que un intercambio de ideas con la titular de Educación (cosa que no es sino política). Que una firma de autógrafos. Y para mí, lo mayor fue el estreno de la ópera Santa Anna con libreto de Fuentes: el gobierno gastó 8 millones de pesos para el chistecito, esto es, lo equivalente a cientos de libros, obras de teatro, conciertos, exposiciones, becas, etcétera.
Lo dicho: Fuentes ha sido fundamentalmente acomodaticio en el Poder y el presupuesto.
No es casual que la crítica a Fuentes esté centrada en el maniqueísmo que, presente en su trabajo más reciente, no se veía en sus obras pilares. Su novela anterior Todas las familias felices (la más reciente, La voluntad y la fortuna, no la he comprado) es un compendio de maniqueísmos. La etapa juvenil de los protagonistas se parece mucho a la que aparecía en Las buenas consciencias. La madurez del ser humano es la misma que se presenta en La silla del águila, y por lo demás, el resto de la novela es lo mismo que se puede encontrar en Aura. Recuerdo mucho cuando el ácido crítico Rafael Lemus se dolía de tener que vituperar a Fuentes, porque después de todo es un escritor fundamental en la juventud de todos nosotros. Sentía obligación suya hablar mal de la obra de Fuentes, porque se lo merecía. Concuerdo totalmente y, a la vez, disiento.
De Fuentes se puede cuestionar indistintamente su ortodoxia política y su preocupación por el mercado, en desmedro del interés por la estética de las palabras. Se puede decir eso y mil cosas porque se trata de un intelectual. Y la hipócrita tradición sostiene que en los intelectuales recae la responsabilidad de guiar los gustos del pueblo y cosas así. Derechos como los que se arroga el crítico Christopher Domínguez Michael (alguno de cuyo trabajo me parece notable) cuando dice que la crítica literaria debe fijar cuál es y cuál no es el buen gusto. O cuando dice que un escritor se debe guiar por reglas infranqueables. Dijéramos: en defensa de lo inamovible. ¿Quién con neuronas no cambia durante su discurrir? ¿No es, pues, traicionarse a uno mismo continuar siempre sin cambios? Lo triste es que Fuentes ha cambiado para peor.
Como quiera que sea, mi intención es defender al autor varias de las novelas imprescindibles de las letras mexicanas. Aunque los menos duchos lo celebren por sus absolutamente predecibles Aura o La silla del águila, el secreto de Fuentes está en esa siempre novedosa La región más transparente, en la magnífica Terra Nostra, en sus Cuentos naturales. Hay que haber escrito algo del mismo nivel antes de atreverse a lanzarle insultos. Que eso no es lo cuestionable, sino su actitud acomodaticia, es algo cuya solución es en esencia simple. Fuentes es ya un viejo, y tengo la sospecha de que llega la edad en que las personas no quieren desaparecer sin alcanzar cierta gloria. ¡Y qué mejor si el gobierno de tu país te celebra a lo grande, echando la casa presupuestal por la ventana! El suyo es un defecto de vanidad, pero completamente comprensible.
Igual de vanidoso y celebrado que Fuentes, Mario Vargas Llosa seguramente se burlaba de los mexicanos cuyo deporte favorito la burla del novelista, porque también es un viejo y le gustan los homenajes. En realidad, ¿quién resistiría la vanidad de recibir todos los homenajes que se pueden soñar? Alguna vez, cuando aparecieron las obras completas y empastadas de Ricardo Garibay, se preguntaba Guillermo J. Fadanelli si los escritores aspiraban a ser leídos por personas inteligentes o, por el contrario, ser empastado en pesados tomos gruesos condenados a acumular polvo en los anaqueles de las bibliotecas. Suelo sugerirles a mis alumnos de la universidad que rayen los libros y arranquen las hojas que les interesen: la idea es que les pierdan ese respeto paternal que nos hace elogiar ciegamente a los libros. No dudo que actitudes parecidas aplaudiera Carlos Fuentes en sus años mozos, pero tampoco cuestiono que en sus años seniles prefiera ver su nombre eternizándose en los estantes polvosos, antes que arrancado por adolescentes infinitamente menos sabios que él.
1 comentario:
Lo siento: soy admirador de las cosas políticas que escribe CF en El País de Madrid.
Publicar un comentario