Con sus fiestas y todo, diciembre puede ser tan despreciable como cualquier domingo y su odiosa parsimonia. A los kilos de más en la panza y el trasero que nos heredan los excesos de fin de año, se vienen a sumar las fiestas de enero con los tontos regalos para los niños y las roscas de Reyes con champurrado en las oficinas. ¡Y qué decir de las deudas impagables que quedan después de esta parafernalia! Aquel verso resulta de gran encanto: “para los gatos todos los días son lunes, para los perros domingo”. Aunque nunca podré preferir la compañía de ningún felino por encima de un can de raza Labrador, lo cierto es que cada semana odio la duermevela de los domingos y cada año, su perfecto trasunto anual, que es diciembre. Dado el nefasto panorama para nuestros bolsillos que se extiende ante la vista de todos, conviene reparar en cuánta culpa tiene este odioso mes.
Y es que estamos muy equivocados. Por comodidad o por pereza, solemos creer a pie juntillas en lo que nos dicen los expertos sobre finanzas y política, por poner dos casos, antes que averiguar la verdad sobre lo que nosotros sospechamos. No creo ser el único en desear que los conocedores estén en un error en cuanto a sus trémulos vaticinios económicos para este año. (A los románticos solo les diré una cosa: que lance la primera piedra el que no se preocupe por el dinero.) Sin embargo, no se trata de descreer de las recomendaciones que nos invitan a no usar la tarjeta de crédito para adquirir deudas hasta en la peluquería. Qué carajos tuvo que suceder para que, absortos y confundidos, todos estemos rascándonos la cabeza en este punto de nuestra vida cuyo porvenir se adivina maldito: es una cuestión que tal vez podrán elucidar cabalmente los historiadores de la economía en unos cuantos años. Por lo pronto, hay que conformarse con buscar motivos en la feria de los dislates que, año con año, tenemos en este mes, el que sigue a diciembre.
Sucede siempre. En los últimos días del año, mientras todos se alistan para salir corriendo de la oficina y ponerse ropa holgada por varios días, los políticos que nos representan en el Poder definen las cosas más cruciales para todos. Mientras ellos aprueban y desaprueban leyes y presupuestos generales para el año que va a empezar, todos estamos desconectados de la realidad. La culpa no la tiene el descanso a veces harto indispensable. ¿Pero es imprescindible deformar el retozo en un ocio rayano en voluntaria oligofrenia mental? Resulta complicado definir qué es lo más triste del reposo decembrino: si el gozo auto inducido de tumbarse en la pereza total, o que los vendedores de cualquier producto se aprovechen de nuestro penoso estado mental y nos harten con novedosísimas idioteces que evidentemente no nos hacen falta.
Fue en una clase de antropología donde un investigador alemán de 2 metros y 140 kilos nos hizo ver a los estupefactos alumnos, que la culpa de los males no era sino nuestra. El grandulón aquel se desgañitaba gritándonos que perdíamos el tiempo en tratar de resolver las cuestiones de la vida. Nos ordenó que echáramos al cesto de la basura todas las idioteces que suponíamos. Nadie sino nosotros éramos los culpables de los males que nos abrumaban. No era la falta de dinero ni el hambre en el mundo lo que le preocupaba a aquel arrebatado alemán que venía de paso por el país. Lo que le enfermaba era que todos nosotros, viciosos de la ciudad y la dizque modernidad de la información, no aspirásemos a un futuro más allá del fin de semana y del pago quincenal. No se equivocaba cuando me gritó en el rostro, saliva de por medio, que la culpa la tenía nuestra aspiración al puro ocio. De modo que, cuando nuestros nietos nos inquieran por lo mejor que hicimos en nuestra vida, les responderemos inflando el pecho: haraganear.
Aunque se trata de una tradición que llevamos tatuada en los huesos de nuestra historia patria, es evidente que el mes de diciembre es la imagen perfecta –el pináculo de pináculos- de nuestras aspiraciones a no hacer nada que nos obligue a gastar calorías o a echar a andar los motores de nuestras neuronas. En un texto reciente para celebrar el medio siglo de su publicación, Alejandro Rossi trajo a cuento algo que se afirma en El laberinto de la soledad:
“Nuestro calendario está poblado de fiestas […] Cada año, el 15 de septiembre a las 11 de la noche, en todas las plazas de México celebramos la Fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona en los más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originalmente: un presente donde pasado y futuro se reconcilian”.
Pero lo que Octavio Paz describe con mexicanidad y serenidad, es lo mismo que aquí busco que despreciemos con no menos mexicanidad pero si con mucha más seriedad.
Aunque las cosas sean así y parezcan inamovibles, no deja de ser una muy mala suerte que los políticos tengan que aprobar el presupuesto general en diciembre, justo cuando ninguno de nosotros está ni siquiera se ha despejado los ojos de legañas. Y también que haya sido en diciembre cuando sucedió el estallido de la crisis, cuyos efectos hasta ahora, un mes más tarde, venimos a ver que son ciertos y nos ponen a temblar. Vaya momento en que, ¡ay tontos!, hemos pasado viendo, con anonadado amor hogareño, el pavo en el horno. Más que seguir reconfortándonos con la cercanía del fin de semana y con la seguridad de nuestro pago quincenal, debiéramos empezar a mandar al carajo todos esos hartazgos que, disfrazados de serenidad, trae consigo diciembre. Y aunque odie admitirlo, conviene empezar a ser menos como los adormilados perros, que como los nerviosos felinos, para quienes todos los días son lunes.
Y es que estamos muy equivocados. Por comodidad o por pereza, solemos creer a pie juntillas en lo que nos dicen los expertos sobre finanzas y política, por poner dos casos, antes que averiguar la verdad sobre lo que nosotros sospechamos. No creo ser el único en desear que los conocedores estén en un error en cuanto a sus trémulos vaticinios económicos para este año. (A los románticos solo les diré una cosa: que lance la primera piedra el que no se preocupe por el dinero.) Sin embargo, no se trata de descreer de las recomendaciones que nos invitan a no usar la tarjeta de crédito para adquirir deudas hasta en la peluquería. Qué carajos tuvo que suceder para que, absortos y confundidos, todos estemos rascándonos la cabeza en este punto de nuestra vida cuyo porvenir se adivina maldito: es una cuestión que tal vez podrán elucidar cabalmente los historiadores de la economía en unos cuantos años. Por lo pronto, hay que conformarse con buscar motivos en la feria de los dislates que, año con año, tenemos en este mes, el que sigue a diciembre.
Sucede siempre. En los últimos días del año, mientras todos se alistan para salir corriendo de la oficina y ponerse ropa holgada por varios días, los políticos que nos representan en el Poder definen las cosas más cruciales para todos. Mientras ellos aprueban y desaprueban leyes y presupuestos generales para el año que va a empezar, todos estamos desconectados de la realidad. La culpa no la tiene el descanso a veces harto indispensable. ¿Pero es imprescindible deformar el retozo en un ocio rayano en voluntaria oligofrenia mental? Resulta complicado definir qué es lo más triste del reposo decembrino: si el gozo auto inducido de tumbarse en la pereza total, o que los vendedores de cualquier producto se aprovechen de nuestro penoso estado mental y nos harten con novedosísimas idioteces que evidentemente no nos hacen falta.
Fue en una clase de antropología donde un investigador alemán de 2 metros y 140 kilos nos hizo ver a los estupefactos alumnos, que la culpa de los males no era sino nuestra. El grandulón aquel se desgañitaba gritándonos que perdíamos el tiempo en tratar de resolver las cuestiones de la vida. Nos ordenó que echáramos al cesto de la basura todas las idioteces que suponíamos. Nadie sino nosotros éramos los culpables de los males que nos abrumaban. No era la falta de dinero ni el hambre en el mundo lo que le preocupaba a aquel arrebatado alemán que venía de paso por el país. Lo que le enfermaba era que todos nosotros, viciosos de la ciudad y la dizque modernidad de la información, no aspirásemos a un futuro más allá del fin de semana y del pago quincenal. No se equivocaba cuando me gritó en el rostro, saliva de por medio, que la culpa la tenía nuestra aspiración al puro ocio. De modo que, cuando nuestros nietos nos inquieran por lo mejor que hicimos en nuestra vida, les responderemos inflando el pecho: haraganear.
Aunque se trata de una tradición que llevamos tatuada en los huesos de nuestra historia patria, es evidente que el mes de diciembre es la imagen perfecta –el pináculo de pináculos- de nuestras aspiraciones a no hacer nada que nos obligue a gastar calorías o a echar a andar los motores de nuestras neuronas. En un texto reciente para celebrar el medio siglo de su publicación, Alejandro Rossi trajo a cuento algo que se afirma en El laberinto de la soledad:
“Nuestro calendario está poblado de fiestas […] Cada año, el 15 de septiembre a las 11 de la noche, en todas las plazas de México celebramos la Fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona en los más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originalmente: un presente donde pasado y futuro se reconcilian”.
Pero lo que Octavio Paz describe con mexicanidad y serenidad, es lo mismo que aquí busco que despreciemos con no menos mexicanidad pero si con mucha más seriedad.
Aunque las cosas sean así y parezcan inamovibles, no deja de ser una muy mala suerte que los políticos tengan que aprobar el presupuesto general en diciembre, justo cuando ninguno de nosotros está ni siquiera se ha despejado los ojos de legañas. Y también que haya sido en diciembre cuando sucedió el estallido de la crisis, cuyos efectos hasta ahora, un mes más tarde, venimos a ver que son ciertos y nos ponen a temblar. Vaya momento en que, ¡ay tontos!, hemos pasado viendo, con anonadado amor hogareño, el pavo en el horno. Más que seguir reconfortándonos con la cercanía del fin de semana y con la seguridad de nuestro pago quincenal, debiéramos empezar a mandar al carajo todos esos hartazgos que, disfrazados de serenidad, trae consigo diciembre. Y aunque odie admitirlo, conviene empezar a ser menos como los adormilados perros, que como los nerviosos felinos, para quienes todos los días son lunes.
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