Cada tanto tiempo nos asaltan preguntas existenciales que nos ponen a reflexionar sobre nuestras ocupaciones. Como el carro que se enfrena a mitad del camino, nosotros nos paramos en seco, rascándonos la cabeza, sin saber hacia dónde nos arrastra la vida. Desde luego, esto nos preocupa, y algunos toman decisiones radicales. El maestro de matemáticas que, de súbito, se queda de pie con el borrador en la mano y la mirada perdida: ¿para qué carajos doy clases día con día, si a ningún alumno le interesan los números? El viejo arquitecto que no se atrevió a ser escultor: ¿por qué contrato apasionados escultores para decorar los edificios que yo repudio construir? El ama de casa que soñaba con ser doctora de bata blanca: ¿No sirvo para otra cosa que cocinar y lavar calzones? El bombero de la ciudad sin incendios: ¡Cada día engordo más, no puedo ni sofocar a soplos la llama de una vela! El obrero de la industria automotriz, el taxista, el contador, el socorrista, cada uno habrá entrado en discusiones existenciales consigo mismo. Cierto que cada cual tendrá sus motivos particulares, pero es indiscutible que los momentos de crisis propician no sin dolor este tipo de reflexiones.
Desde hace unos meses, tenemos a la crisis económica metida en lo más profundo de nuestras vidas. Y explicar los motivos y los futuros de esta crisis, no es una cuestión cualquiera. Sin embargo, no es fácil conceder a los políticos mucho de lo que nos aseguran. Sería mucho más conveniente conocer los vaticinios que tienen los expertos en materia financiera sobre los momentos difíciles que se avecinan. Por lo pronto, no tenemos más asidero que los pésimos barruntos que hay para los tiempos por venir. Lo triste es que parecen muy verosímiles. Basta con saber que de enero a esta parte se han perdido 450 mil empleos en el país, y que el crecimiento económico mexicano previsto por gente seria (léase Guillermo Ortiz) es de: cero. Es decir, las opciones que tenemos por delante son reducir nuestros gastos al mínimo, ahorrar lo más que se pueda y, en el peor de los casos, encomendarnos al santo de nuestra devoción. Pero insisto: ¿creerle a los políticos? En las últimas semanas, se han peleado no ya por buscar alguna salida al tamaño problema de la crisis, sino por ver a quién le asiste la razón, en vista de sus bonos electorales. La izquierda está por que el país se va a desfondar al precipicio; la derecha, por que el país estará mejor preparado que nunca ante la crisis. Un espectáculo vergonzante.
Pero en el cruce formado por esta crisis económica y por las ocupaciones de cada uno de nosotros, se abre un espacio para destacar una cuestión. Hasta el momento, no he conocido amigo alguno al que de joven sus padres no le hayan sugerido que no se metiera a la literatura o a cuestiones semejantes. Y resulta que para todos nosotros, esos intentos de disuasión han sido excelentes acicates para emperrarnos más en nuestras veleidades librescas. Una palabra a los padres de familia: den un espaldarazo a sus hijos con inquietudes literarias: como desconfían de ustedes, desconfiarán de su consejo y se van a meter de abogados. Ahora bien, una vez metidos hasta el fondo del ámbito de leer y escribir con fruición, no falta la ocasión a media noche en que nos asalten las dudas existenciales. ¿Lo estaré haciendo bien? O más románticas: ¿Esto que escribo le gustará a mi mujer? O estúpidas: ¿me estará quedando bien este cuento? O mezquinas: ¿le va a gustar a los editores? Pero, después de todo, son preguntas que a media noche de café y cigarrillos a cualquiera se le pueden presentar, y se solucionan resignándose a dormir.
Sin embargo, ante esta crisis económica, financiera, monetaria y de flujos (¿alguien comprende las diferencias entre uno y otro terminajo?), los que han decidido meterse al siempre vituperado camino de las letras y las humanidades, tienen una obligación. Y está allí donde sabemos que las reflexiones al mismo tiempo agudas y serenas son las que nos ayudarán a avanzar en el atolladero, no desde el sistema social, sino desde el más íntimo de los ámbitos. Desde el espacio —por ponerle un nombre— espiritual. No es la primera vez que lo digo, y no será la última. Soy de los que creen firmemente que el poder de las disciplinas humanas y de las artes puede cambiar para bien al mundo. Y no sólo eso, la ONU reconoce que invertir un peso en México, o un dólar en EE UU, o un bolívar en Venezuela, un chavito en Cuba o un quetzal en Honduras, en cuestiones de cultura y arte, se multiplica como el pan y los peces, en proporciones bíblicas. ¿Que los políticos jamás lo entenderán? Pero si nos fiamos a las decisiones de ellos, entonces tendríamos que creer que la actual no es una crisis económica sino algo pasajero y, aun, beneficioso. Hay que recapacitar y tomar un rumbo inédito en materia de cultura. No de políticas culturales, sino de hábitos personales.
No sin pesar, se admite que los que vienen no son los mejores tiempos. Posiblemente escasee el empleo y, ay, la comida para los más desposeídos. Cuesta concebir cómo harán frente a la crisis los pobres entre los pobres. Y aunque no se trata de una solución que llevará pan a la boca de los hambrientos, creo que ante la crisis, un remedio muy barato y de frutos grandiosos es el del placer de la lectura. Por mucho tiempo de crisis personal, yo pedía prestados libros a la biblioteca pública y siempre tuve lleno de ejemplares mi taburete de trabajo; de modo que la escasez de dinero no es un pretexto válido para no explorar los mundos que nos ofrece el placer de la lectura. Algunos dirán que es falta de hábito o de tiempo. Yo creo que ver televisión 8 horas cada día antes que ser provechoso es penoso, y por supuesto que requiere hábito constante y tiempo considerable. En estos tiempos de crisis, hagamos algo barato y provechoso. Leamos. Y seguramente cada vez que entremos en crisis económica y existencial, nuestra ágil y sensible cabeza va a abrirnos mejores y más hermosos porvenires.
Desde hace unos meses, tenemos a la crisis económica metida en lo más profundo de nuestras vidas. Y explicar los motivos y los futuros de esta crisis, no es una cuestión cualquiera. Sin embargo, no es fácil conceder a los políticos mucho de lo que nos aseguran. Sería mucho más conveniente conocer los vaticinios que tienen los expertos en materia financiera sobre los momentos difíciles que se avecinan. Por lo pronto, no tenemos más asidero que los pésimos barruntos que hay para los tiempos por venir. Lo triste es que parecen muy verosímiles. Basta con saber que de enero a esta parte se han perdido 450 mil empleos en el país, y que el crecimiento económico mexicano previsto por gente seria (léase Guillermo Ortiz) es de: cero. Es decir, las opciones que tenemos por delante son reducir nuestros gastos al mínimo, ahorrar lo más que se pueda y, en el peor de los casos, encomendarnos al santo de nuestra devoción. Pero insisto: ¿creerle a los políticos? En las últimas semanas, se han peleado no ya por buscar alguna salida al tamaño problema de la crisis, sino por ver a quién le asiste la razón, en vista de sus bonos electorales. La izquierda está por que el país se va a desfondar al precipicio; la derecha, por que el país estará mejor preparado que nunca ante la crisis. Un espectáculo vergonzante.
Pero en el cruce formado por esta crisis económica y por las ocupaciones de cada uno de nosotros, se abre un espacio para destacar una cuestión. Hasta el momento, no he conocido amigo alguno al que de joven sus padres no le hayan sugerido que no se metiera a la literatura o a cuestiones semejantes. Y resulta que para todos nosotros, esos intentos de disuasión han sido excelentes acicates para emperrarnos más en nuestras veleidades librescas. Una palabra a los padres de familia: den un espaldarazo a sus hijos con inquietudes literarias: como desconfían de ustedes, desconfiarán de su consejo y se van a meter de abogados. Ahora bien, una vez metidos hasta el fondo del ámbito de leer y escribir con fruición, no falta la ocasión a media noche en que nos asalten las dudas existenciales. ¿Lo estaré haciendo bien? O más románticas: ¿Esto que escribo le gustará a mi mujer? O estúpidas: ¿me estará quedando bien este cuento? O mezquinas: ¿le va a gustar a los editores? Pero, después de todo, son preguntas que a media noche de café y cigarrillos a cualquiera se le pueden presentar, y se solucionan resignándose a dormir.
Sin embargo, ante esta crisis económica, financiera, monetaria y de flujos (¿alguien comprende las diferencias entre uno y otro terminajo?), los que han decidido meterse al siempre vituperado camino de las letras y las humanidades, tienen una obligación. Y está allí donde sabemos que las reflexiones al mismo tiempo agudas y serenas son las que nos ayudarán a avanzar en el atolladero, no desde el sistema social, sino desde el más íntimo de los ámbitos. Desde el espacio —por ponerle un nombre— espiritual. No es la primera vez que lo digo, y no será la última. Soy de los que creen firmemente que el poder de las disciplinas humanas y de las artes puede cambiar para bien al mundo. Y no sólo eso, la ONU reconoce que invertir un peso en México, o un dólar en EE UU, o un bolívar en Venezuela, un chavito en Cuba o un quetzal en Honduras, en cuestiones de cultura y arte, se multiplica como el pan y los peces, en proporciones bíblicas. ¿Que los políticos jamás lo entenderán? Pero si nos fiamos a las decisiones de ellos, entonces tendríamos que creer que la actual no es una crisis económica sino algo pasajero y, aun, beneficioso. Hay que recapacitar y tomar un rumbo inédito en materia de cultura. No de políticas culturales, sino de hábitos personales.
No sin pesar, se admite que los que vienen no son los mejores tiempos. Posiblemente escasee el empleo y, ay, la comida para los más desposeídos. Cuesta concebir cómo harán frente a la crisis los pobres entre los pobres. Y aunque no se trata de una solución que llevará pan a la boca de los hambrientos, creo que ante la crisis, un remedio muy barato y de frutos grandiosos es el del placer de la lectura. Por mucho tiempo de crisis personal, yo pedía prestados libros a la biblioteca pública y siempre tuve lleno de ejemplares mi taburete de trabajo; de modo que la escasez de dinero no es un pretexto válido para no explorar los mundos que nos ofrece el placer de la lectura. Algunos dirán que es falta de hábito o de tiempo. Yo creo que ver televisión 8 horas cada día antes que ser provechoso es penoso, y por supuesto que requiere hábito constante y tiempo considerable. En estos tiempos de crisis, hagamos algo barato y provechoso. Leamos. Y seguramente cada vez que entremos en crisis económica y existencial, nuestra ágil y sensible cabeza va a abrirnos mejores y más hermosos porvenires.
2 comentarios:
Hola, Luis. Buenos días. Felicidades por la nota (que está excelente) y por la bitácora (que no conocía). Saludos y suerte.
Hola Luis, pensé que la moneda de Honduras era la Lempira...
En fin, concuerdo contigo, hace falta leer y aunque no sólo en tiempo de crisis.
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