El blog de Luis Frías

enero 01, 2007

Un golpe de dados a la hidalguense

Pachuca. Había cursado tres licenciaturas (Relaciones, Ciencias políticas y Comunicación) antes de meterse a estudiar letras. A sus 30 años aún quería alargar la manutención paterna; y como sus papás nunca le “levantaron la canasta”, entró a una universidad de paga en el DF que lleva por nombre el de Sor Juana.
En su último año de clases le advirtieron que, para graduarse, debía hacer una investigación llena de citas eruditas y nombres extraños sobre la obra de la monja poetisa, o bien, podía escribir un libro sobre lo que le viniera en gana. Lo segundo aparentaba ser más fácil; significaba una tarde de linda inspiración al lado de la computadora y de una taza de café. Eligió hacer un poema sobre Pachuca.
Una vez tomada la decisión, se regresó a la tierra natal, donde su papá, Alfredo Rivera Flores, goza de prestigio como escritor y amigo, y además goza de una librería nada despreciable.
Empero, la tarde ésa de inspiración se extendió por varios meses. Alfredo Rivera Rubio no avanzaba ni un centímetro en la redacción de su proyecto de describir a Pachuca en unas cuantas líneas, y se vio en la necesidad de estudiar la historia de la capital de Hidalgo: encontró que la naturaleza alcohólica de Pachuca tenía mucho de divertido. Desde el tiempo de los aztecas, los reyes de penacho de quetzal se trasladaban hacia estas tierras, toda vez que aquí gozaban de lealtad perruna y de lindas morenas de cascos ligeros, además la tal Mayahuel, diosa del pulque, parecía haber elegido a Hidalgo como morada predilecta para fabricar su blanco brebaje. Desde esas fechas hasta el incendio de la disco Lobohombo, las edecanes del placer han encontrado en Pachuca terreno limpio para ejercer su oficio con libertad. Qué locura. Paralelamente, la minería, el viento y los pastes de carne iban revelando en la cabeza de Rivera Rubio un código extraño a través del cual veía la posibilidad de describir su ciudad.
Habrían de pasar dos años de documentación entre libros viejos antes de sentarse a escribir su poema. Él mismo platica que su papá se asomó al cuarto de estudio para preguntarle cómo iba eso, y él pidió un año más, prometiendo que ahora sí sería el último. Pero mentía.
Al cabo de cinco años (finalmente) entregó un poema de casi 60 páginas lleno de simbología matemática, mayúsculas mezcladas con minúsculas, un chorrito de ron blanco y cinco dados: todo agitado en un vaso de cuero y puesto a girar sobre una mesa de cantina. El título mismo es muy poco convencional: al nombre de Pachuca, Rivera Rubio le quita letras y las voltea hasta que, según él, se ha conseguido la fórmula químico-poética de esta ciudad donde la noche y el alcohol parecen correr en un mismo río.
Nadie, y menos dentro de su familia, nadie podía creer que aquel treintañero de vida disipada hubiese renovado el lenguaje aunque fuera en lo más mínimo. Pasiones como la del fútbol, la de las mujeres y la del licor, nada extrañas en el público pachuqueño, forman la mayor parte de este largo poema que discurre entre mesas de cantina, fajes indiscretos en las colonias populosas y en la porra ultra del estadio Hidalgo, donde juega el equipo de fútbol de los tuzos del Pachuca.
En Achca: un golpe de dados se reúnen los charros y los licenciados del partido tricolor que juegan los fines de semana apuestas de miles de pesos en una tirada de dados. En alguna parte del poema es azotado el vaso de cuero café sobre una mesa manchada de limón, y los dados encierran el destino de un minero a punto de precipitarse de cabeza por la boca de la mina. Achca: un golpe de dados es la propia Pachuca sin sexo y en cuyo sustitución se halla un paste de carne del que se puede beber pulque al final de una jornada extrayendo plata.
El propio autor acepta que su poema no está construido de manera que su comprensión sea sencilla. Y es cierto: por un lado, hay que ser pachuqueño o por lo menos haber vivido ahí para entenderlo, y, por otro, también es útil leer y releer el texto varias veces: cuantas más, mejor.
Esta acelerada aventura dejó a Alfredo Rivera Rubio con cinco años de más en la suma de su vida que empieza desde 1970 hacia acá. Ahora planea escribir una cosa (“novela”, jura) en la que se hable de todo el estado, y ha elegido el nombre de HGO: abreviatura de la palabra Hidalgo.
Piensa repetir los cinco años de excesos verbales y de ron que vivió en Pachuca, pero ahora multiplicados por los 84 municipios que arman a la entidad. Por lo menos, dice que recorrerá tres veces de cabo a rabo cada esquina del territorio con cuya experiencia hará un trabajo de 600 páginas. “Si lo he atrasado es por falta de tiempo”, sostiene el recién titulado licenciado en letras castellanas y maestro del kindergarten que pertenece a su papá. Resta esperar que, una vez escrito, HGO sea puesto a circular, no como Achca… de cuyo tiraje, todos los libros los tiene el poeta encerrados en su casa, y no le quita el sueño ponerlos en distribución.

El puerto, el aterrizaje y cosas peores

1. Habíamos bebido y esnifado coca hasta las ocho o nueve de la mañana. Yo tenía que hacer un pago en el banco de no recuerdo qué cosa, pero aún así fui puntual a la cita con Guillermo Fadanelli, que vendría a visitarnos desde el D.F. Llegué puntual, a las dos y media de la tarde, y el bar permanecía en calma: el padrote del lugar, un pelón muy blanco de unos treinta años, estaba viendo las noticias con Lolita Ayala, y fumaba recargado en el mostrador.
—Qué idiota— me dije sin saber por qué.
Solicité una michelada, y otra y otra, y llegó el primer par de amigos:
—¿Y Fadanelli?— me estrecharon la mano y pedimos la primera ronda.
Charlamos, cómo no, de la noche anterior. El más panzón de los tres es el más locuaz… el de más verborrea. El segundo parece su guarura flaco: no habla, no lo contradice en voz alta, pero estoy seguro —yo lo sé, lo presiento, me imagino, como esas cosas de las cuales desconocemos pero estamos seguros de tener la razón—que en privado, en su cabeza, ahí mismo entre trago y trago, que le mienta la madre apretando los dientes… mientras chupa el limón y lame la sal del borde del tarro.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
No respondí. Pinche gordo. Me limité a ir al baño para esnifar los últimos doscientos pesos que traía de polvo. Recuperado, bebí las últimas rondas. Dos jamones somn minifalda de licra se sentaban en las piernas de los parroquianos; también consumían coñac y whisky, y reían enseñando las anginas y parecían, no sé por qué, estafar a los alfeñiques bebedores; e iban al baño constantemente. En una de esas, perseguí a la de entallado rojo:
—¿Cómo te llamas, guapo?
—Luis. ¿Cuánto cobras?— yo escupía al hablar. Veía borroso. Le cogí los senos como un aguacate. La lastimé.
—¡Ay! Depende…Si quieres platicar, soy tu amiga. Si quieres besarme, soy tu novia. Si quieres sacarme de aquí, soy… gatúbela.
Me vi al espejo, que estaba manchado de sarro, mientras, ella subía la pequeña falda por encima de las nalgas, rígidas, dos balones bien inflados, magníficas. Hicimos, o únicamente yo, una suerte de acto sexual sin tocarnos, sin besarnos. Salí de allí y sonaba la bachata.

2. Fadanelli nunca llegó, y nosotros terminamos temprano, aún no amanecía, acompañados por las piernudas del Puerto, en mi apartamento. Como pudimos, nos bañamos, uno a uno, o en parejas, o de tres en tres, amanecí con la novia del gordo. En 20 metros cuadrados, hicimos el amor en lo que nos quedaba de noche, bebimos, esnifamos, desayunamos, más de 12 personas. Era viernes, y fuimos a terminar la semana al Puerto de Llanes. El trato se sobreentendía, no tuvimos que decirle a las piernudas: “tú te vas, trabajas, te sientas en todas las piernas, de dejas dedear. Le entras a todo lo que quieran. Pero no nos abandonas en la noche, cuando ya no hay clientes, que hoy vas a sentir esto…por todas partes”.

¿De cuando acá amenazamos con la puritita vista? ¿A partir de cuando, ya somos hombres de pocas palabras, así como dicen, unos cabronazos? Nada de eso, pero ellas se dejaban, y nosotros traíamos unos billetotes lavados, o sea, limpios como angelitos, y nos hacían sentir bien. Mezclamos vodka con jugo, cognac con coca cola, y whisky con tehuacán.

Alguien cargaba teléfono y recibió la llamada de Fadanelli:
—Dice que mañana viene, a la hora de siempre.
—A ver pásamelo… ¿Bueno…? ¿Qué pasó…? Cómo has estado cabrón…? JA JAJA…

Pinche gordo. Como si de veras. Por la cabeza me pasó un pensamiento: y si fuera escritor, si pudiera tutear a Fadanelli, aún más: si pudiera pendejearlo, mentarle la madre en buena onda. Qué encabronadas ganas me daba poder hacer eso. Pero ahora me besaba la chica del gordo, estaba bebiendo. Y una farra no se deja a medias.

3.- Vestía pantalón negro de mezclilla, chamarra verde olivo y cachucha negra, con una calavera por el frente. Se ve muy diferente en las solapas de sus libros, en las fotos de los periódicos. Francamente parece un pobre diablo; pero tiene cuarenta y un años y sabe haces lo suyo: escribir. Y se ha tirado cuerpos con los que yo sudo solitariamente.
Pidió un a cerveza y jugo de tomate “para ir mezclando”. Por principio de cuentas, yo me quedé con esa frase que me pareció sacada de un libro, o digna de aparecer en uno.
El padrote se acercó y ofreció las de la casa. Fadanelli bromeó sobre el asunto y soltó una risotada, pero bebió. La tarde empezó a todo mi gusto. Estar allí me pareció como vivir en un cuadro de museo. Fadanelli hablaba de Calos Monsiváis como yo lo hago de mi vecino, decía que Sergio Pitol—uno de mis héroes— era una señora. Se burlaba a palta tendida de El Gordo, de Mario Bellatín, de sí mismo. Luego hablamos de cosas que no recuerdo bien a bien, pero que me hicieron estremecer; la sensación no se olvida. Salimos caída la noche. Yo me fui en el carro de Fadanelli, un último modelo muy incómodo. Agarramos carretera y llegamos al table. Creo que habíamos bebido mucho, porque cada cual decía que la buenísima, una cubana nalgona, le guiñaba el ojo. Yo también creí que me lo guiñaba a mí. Al final la compramos junto con otras tres. Allí mismo abandoné a mi nueva novia, la ex del gordo.
Todas olían a mujer de verdad. A licor, a mucho mucho sexo, a carne. Nos turnamos como pudimos. Mientras tres se repartían con una, dos me satisficieron, y la cubana, a Fadanelli. En esa ocasión sentí la necesidad de saber hablarle a una verdadera mujer, como Fadanelli mientras lo hacían de a perrito.

Hacer literatura independiente; letras peso gallo

Pachuca. Es difícil imaginar que un escritor de apariencia como la suya asegure que sólo existen dos géneros musicales: el Rock y el Heavy metal. Y es casi imposible creer que compre la Play boy para leer los artículos que allí aparecen. ¡Quién carajos se resiste a voltear la página y chorrear una de esas conejitas! Creo que sólo él.
Nacido y avecinado en Monterrey desde toda la vida, Luis Eduardo García (1959) ha publicado varias docenas de artículos en el diario El Norte y conducido un programa de radio tan irreverente que le valió para ganarse varias mentadas de madre en la calle y un número similar de increpaciones por “pinche hereje”. En pleno fervor mediático contra Gloria Trevi, él preguntó con sarcasmo en uno de sus programas: ¿a quién no le hubiera gustado ser Sergio Andrade por lo menos durante un rato?
Hay que tener valor para enfrentarse a una sociedad moralina como lo es la mayor parte de de la regiomontana, y él lo hizo; quizá por eso tuvo que venirse a vivir a Pachuca desde hace unos meses, aunque él jure que fue por su trabajo (es ingeniero en Sistemas).
Luis Eduardo hasta la fecha ha publicado dos libros, Technotitlan: año cero y Nuestras guerras secretas, ambos no sólo los escribió sino que los diseñó, buscó el patrocinio para que vieran la luz, los distribuyó en la FIL de Guadalajara en 2002 y varios los vendió de uno en uno pegándose, como le gusta decir, su fotografía en la playera.
Nuestras guerras secretas es un ensayito de cien páginas que sin empacho él da en llamar “libro de superación personal”; y lo es, pero si algo tiene de rescatable no es en efecto el tema sino el modo de publicarlo: me hace pensar que fue a las editoriales y al primer rechazo les escupió el rostro, y por eso él debió hacer todo.
Technotitlan: año cero está mejor, mucho mejor. Son casi 600 páginas en las que se desarrolla una novela sobre 1968, y sucede mediante personajes tecnificados cuya temporalidad se sitúa hacia el 2018. La historia retrocede hasta el 68 y va avanzando hasta llegar a una suerte de 68 Recargado en la llamada "Poli Universidad". Sin duda es gracioso el tema.
Incluso cuando me la ofrecieron para que la leyera, me dio flojera; pero en un rato, sin sentir, las tantas páginas se habían había terminado.
No obstante, ni un libro ni el otro son lo importante. Lo que interesa es su modo de trabajo. Ambas publicaciones (más Pájaro Vespertino, cuentos digitalizados en CD) las hizo en el espacio que tenía entre las 11 de la noche y las tres de la mañana. Luego los puso en internet y una mujer con buenas intencionas que leyó la novela en la red, le dio los treinta mil pesos que necesitaba para publicar Technotitlan…
Publicitarse solo, aprender gestión empresarial por medio de libros estilo “¿How can I do it?” y hasta inventar la Editorial Enjambre para publicarse, fueron algunos escollos que debió librar Luis Eduardo para poder ver sus libros circulando.
El puro gusto por escribir, medio bien o medio mal, y no permitir correcciones en el estilo de hacerlo, es el eje motor que mueve a un escritor avezado en las letras (dos mil libros, cientos de Play boy y veinte años de suscripciones a Time y Superman) a decir lo que le venga en gana y, de paso, ganarse pleitos con el gobierno.
Aunque trabajó en la campaña de nuestro joven y “guapo” gobernador (jé), debemos confiar en que este escritor como pocos no caiga en las caricias del placer chabacano que llega cada quincena.

Marek Valenta; caer en un mate austero

El siguiente, a mi juicio notable, texto, de Alejandro Vázquez, lo pensaba incluir en una antología digital de cuentos peculiares, borgeanos... que sin embargo, no fue:

Valenta, Marek: Jugador checo de la segunda mitad del siglo XX. Nació en Karlovy Vary (Carlsbad) en noviembre de 1938. Su madre murió cuando tenía él dos años y su padre consiguió mandarlo a Volhynia con sus abuelos, quienes radicaban allí desde 1915. A los diez años recibió una beca para estudiar ajedrez en Leningrado, en donde residió hasta 1955. No consiguió el título de Gran Maestro (oficial desde 1950) a pesar de haber sido uno de los jugadores más prometedores de su generación. Su figura está rodeada de leyendas, hoy sólo se le recuerda por éstas y por una serie de partidas conocidas entre sus seguidores como las cuatro derrotas (1). En 1947 —considerando reducidas sus posibilidades en el ajedrez—, aconsejado por sus amigos Artur y Nicolai Fomin decidió matricularse en la Universidad de Leningrado. Comenzó a asistir regularmente al curso de filosofía contemporánea, para el cual presentó como trabajo final un estudio de aproximadamente treinta cuartillas acerca de la aplicación de los métodos Quine al ajedrez.
Tras ese periodo sabático volvió a ser jugador del tiempo completo, pensando en prepararse para el torneo nacional. En 1951 ya era conocido prácticamente en todos los círculos ajedrecísticos de Europa oriental, particularmente por el rumor de que ganó una partida amistosa contra Paul Kerner (dato actualmente incomprobable). Según algunos testimonios, el reascenso de su carrera coincide cronológicamente con una obsesión que lo persiguió el resto de su vida. Escribió Artur Fomin una nota biográfica para la publicación Stalemate:

A veces abría la boca y su oponente lo miraba fijamente esperando que le dijera algo… Un día me confesó lo que sucedía, detrás de cada partida realmente se jugaba otra. El adversario podía estar lanzando sus piezas al centro —creyendo que jugaba la Ruy López— pero en sus ojos se veía la urgencia de obtener una victoria, la fe en la ingenuidad del oponente. Por lo tanto lo defendía como un pastor, fingía inocencia mientras su adversario intentaba mantener la posición fatal. Tras una defensa de Pirc podía ocultarse la necesidad de poseer; el hipermoderno control a distancia ser una fachada tras la cual el jugador buscaba el centro. Ahora estoy convencido de que mi fe en Marek Valenta se basaba en mi ignorancia de los menesteres del ajedrez. (2)

Tan sólo dos años después, y habiendo obtenido un buen lugar en el torneo nacional de la Unión Soviética, comenzó a perder partida tras partida. Dijo al respecto Peter Luebreck: “Un jaque podía ser una respetuosa retirada, o un gambito de rey podía ser un mate; así se justificaba ante quienes perplejos lo veíamos retirarse sin motivo o festejar una derrota en una partida contra un aficionado. Hoy puede sonar estúpido y poético, en aquel entonces era sólo estúpido.” (3)
A finales de 1954 se dio cuenta de que las piezas eran contingentes; fue capaz de percibir el mundo en su totalidad, es decir, como categoría ontológica del ajedrez. Rechazó el tablero por considerarlo una creación para débiles mentales y comenzó a referirse al juego como “la abstracción de los trebejos”. El escritor argentino Honorio Bustos Domecq ironizó: “[…] tiene todavía sus propios trebejos, aquellos de los que nunca pudo librase: alguna cara, un boleto, una sombra” (4). Se dice que el mismo Bustos fue a París en 1965 específicamente para conocerlo y que instado por él, poco antes de morir buscó el anonimato por medio de una artificiosa invención.
La relación de Valenta con la comunidad intelectual se fortaleció cuando apoyó al Frente de Liberación Nacional de Argelia a finales de los años cincuenta, lo cual no demeritó la admiración que Camus le tenía, quien incluso planeaba agregar un apartado sobre él en una futura edición de El mito de Sísifo. Apenas un par de años después, el ajedrecista fue considerado un traidor por alinearse con la causa imperialista contra Zambia y Malawi.
Fue en extremo versátil. Practicó el asesinato político, tradujo la obra completa de Marcial al checo, trabajó voluntariamente en los campos de arroz de Cambodia, fundó dos empresas trasnacionales y publicó un puñado de críticas de jazz (sobre todo de Miles Davis); cosas que a su vez eran reyes ahogados, peones colgantes, a veces todas juntas constituían un gran fianchetto. Una mañana de 1982, tras años de evadir infinitos jaques, Marek Valenta recibió un mate técnico de dos alfiles.
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1. En realidad una de las cuatro partidas resultó tablas. Se conservan gracias a un sobrino de Lasker que se encargó de reconstruirlas a partir de transcripciones parciales y de difundirlas posteriormente en un panfleto. Actualmente se consideran una curiosidad y prácticamente no se estudian.
2. “Valenta: a diez años de su muerte.” Stalemate, año 15. No. 3; marzo 1993.
3. Cfr. José Cruz Báez.
4. Cfr. Eugenio Ocampo.

Diego José y el oficio de escritor

Pachuca, Hgo. La literatura es una constante en la vida de Diego José (Ciudad de México, 1973) o, más adecuadamente, es un ciego impulso que lo orilla a escribir en varios géneros literarios como el ensayo y la novela, aunque, él mismo lo asienta, su oficio es la poesía.
Autor del libro de ensayos Nuevos Salvajismos. La perversión civilizada recién presentado, Diego en breve abandonará Pachuca por espacio de un año, durante el cual estará viviendo en España. En este país su esposa estudiará una maestría, y él va a escribir y promover sus libros y su trabajo como articulista en varios medios electrónicos.
En una de las mesas del fondo de la Cafetería del DIF Diego en entrevista prefiere no hablar de su partida. Lo mejor “es que platiquemos de lo que he publicado, porque mi estancia allá es simplemente un cambio de residencia, como si me cambiara a otra colonia de aquí mismo; o al departamento del piso de arriba”. “Voy a seguir escribiendo —lo que ya hago—, y voy a prepararme; es cierto que trataré de absorber la circunstancia española y el entorno de allá, pero nada más.”
Diego José llegó a Hidalgo hace 9 años, en 1996, con objeto de prepararse y estudiar. Se fue a Huasca, y ese viraje diametralmente opuesto al DF se vería reflejado cuatro años más tarde en su primer poemario Cantos para esparcir la semilla. A la par de su estancia de “estudio e interiorización”, Diego consigue trabajo para dar clases a estudiantes de bachillerato. Y eso también marcaría la vida del poeta, del hombre y del autor.
“Ahora que me detengo un poco a ver cómo han sido estos últimos años, me doy cuenta que mi vida no la puedo entender sin mis clases. Creo que ha sido una parte fundamental” —profundiza el autor de la novela El Camino del té.

Premio tras premio
En 2000, tras cuatro años en Hidalgo de estudio, vida e interiorización profundas, Diego envía su poemario Cantos para esparcir la semilla al Fondo Editorial Tierra Adentro, y más tarde al Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer para obra publicada, mismo que en ediciones previas habían ganado maestros suyos como Francisco Hernández el hoy indispensable poeta Bartolomé. “Por eso, haberlo obtenido fue muy sorprendente: significó estar un poco junto con personajes contemporáneos a los que yo admiro y de los que he aprendido muchísimo.”
Este libro , según el propio autor, tiene tres ejes elementales: “Fue el resumen de mi contacto con la naturaleza (humana, de Huasca, de los estudiantes) lo cual de alguna manera me condujo a la idílica niñez; pero también fue el rescate de mis experiencias
vividas durante esos cuatro años. Y era la celebración de la poesía.”
A manera de antítesis de Cantos para esparcir la semilla, Diego escribe dos años más tarde Volverás al odio. También ganador de un premio nacional, en este caso del certamen Efraín Huerta que otorga el estado de Guanajuato, Volverás al odio es algo así como “tañer la cuerda del dolor”.
“En este libro, ahora me doy cuenta, lo que conseguí fue hablar del desgarramiento, pero con un poco del gusto por ese dolor y la pérdida. Es la ironía del dolor; pero de satisfacción ante ese sufrimiento.”
Sobre el proceso por el que han pasado sus libros, el poeta comenta que nada ha sido planeado. Lo que hace es vivir atento al lenguaje, a su entorno y a su interior, “porque esas tres cosas deben confluir para que la poesía sea; de lo contrario podrá ser una peripecia del lenguaje, un derroche de habilidades... pero no poesía”.
Por ello lo que Diego José hace a cada momento es permanecer atento, con los sentidos y el entendimiento agudos. Y partiendo de allí, escribe.
Aunque desde el ‘99 empieza a escribir El Camino del té, no fue sino hasta el este año cuando pudo ver al luz. “En el libro tenía el deseo de relatar una historia de erotismo relacionado con el arte erótico japonés”. Y lo consiguió. Ello gracias a que el libro no es ni novela, ni poesía ni prosa poética; sino todo ello junto. Pero eso en principio era un impedimento para que la editorial Random House Mondadori se lo publicara. “No sabían cómo clasificar el texto, porque aunque es una novela, es muy corta, y además el lenguaje lo cuidé para que no dejara de parecer poesía.
“Incluso me llegaron a decir que le anexara unas páginas más; pero cómo: el texto es eso y no más. Ni modo que le pusiera treinta páginas sólo para hacerlo comercial.”
Sin embargo, y el propio Diego lo reconoce, El Camino del té es el trabajo que lo ha hecho más famoso o, por lo menos, ha provocado que los reflectores apunten hacia él. Y entre ese ambiente, este mismo año gana el Premio de Literatura Abigael Bohórquez por su libro de ensayos Nuevos Salvajismos. La perversión civilizada. Éste nunca fue pensado como libro, sino que originalmente eran los apuntes utilizados para dar clase a sus estudiantes, por lo cual Diego debió trabajar en la redacción a fin de hacerlos precisos, breves, sencillos... Y al paso del tiempo, resultó que entre ellos había cuerpo, cuerpo como para un libro formal. Luego queda armado Nuevos salvajismos...
“Y el libro habla de temas contemporáneos como la mediatización de la vida común; de la comida fast food cuyo objetivo es hacer que las personas se entretengan menos en comer y más en trabajar, o en comprar cuando se trata de un centro comercial... Pero no satanizo nada, simplemente propongo detenernos a pensar un poco en el mundo que estamos viviendo para que a partir de ello, sepamos mejor cómo entrar a él.”

Poesía sí, notoriedad no
Escritores no sólo en Hidalgo, los hay que se preocupan por su imagen pública. Pero no por aquélla que les otorgan sus libros o artículos en prensa, sino por la imagen que confiere su foto en la página de sociales, en la presentación de ésta exposición, por brindar con aquél y aquél otro. Hay muchos en Hidalgo, pero Diego José desdeña —y es tácito— a todos ellos.
Y, para muestra, si no deja de asistir a las presentaciones de sus propios libros, parece ser que no es porque sean suyos, sino porque hay que cumplir con una obligación contraída con la editorial o con los comités que lo han premiado.
—Así como Gabriel Zaíd, que nunca aparece en entrevistas y mucho menos en fotos, parece que tú tampoco quieres que te conozcan, o no más que por lo que escribes.
—Gabriel Zaíd ha influido mucho en la vida intelectual mexicana, y lo ha logrado sólo con sus libros. Es cierto. Y Algo similar sucede con José Emilio Pacheco. En una entrevista, le preguntaron por qué nunca daba declaraciones, y él dijo que todo lo que debía declarar estaba ahí, en sus libros.
“Estoy convencido que la obra debe ser lo más importante para el escritor; pero claro que para que pueda haber comunión con su obra, debe tener una vida, ésta, la mundana. Importa que tenga una vida ética. Ni el talento, ni el exagerado estudio, pueden suplir a la vida en su entereza.”
Hace un par de meses se presentó el poemario de un alumno suyo, Antonio Gil, y Diego participó con los comentarios. Aquella ocasión sentenció: “Sólo te puedo recomendar algo: paciencia, eso es todo.” Y aunque Diego no dice nombres, flota en el aire la presentación de aquél viernes en el que hubo cervezas, un cortometraje hecho por ése joven autor, una sesión de preguntas y respuestas; y hasta hubo un espectáculo de música electrónica.
Sobre ello, el entrevistado dice que no está mal. “No está mal que si un poeta tiene capacidad para hacer pintura, escultura, y además escribir, lo haga. Pero esos espectáculos de performance donde interviene el poeta, está bien que lo hagan, pero no que pretendan notoriedad a partir performances y no de su poesía.”

Futuro y paella
No obstante la reserva de Diego para hablar de España —“por ser un tema muy personal e íntimo”—, le insistimos sobre los planes y proyectos que tiene en puerta.
“Sólo te puedo decir que estoy pensando en escribir una serie de ensayos sobre los poetas mexicanos posteriores a Octavio Paz, a quienes consideras mis verdaderos maestros. Pero lo estoy pensando, no sé si los voy a escribir y mucho menos a publicar. Eso, digámoslo así, eso ya no es cosa mía.”
Y agrega, ahora sí serio:
“Lo único que puedo esperar es seguir escribiendo, y hacerlo bien. Que el pulso interior por escribir tenga la necesidad de hacerlo.
“Aunque también debo entender que si más adelante mi camino es ya no escribir, pues lo entiendo. También el silencio es importante.”

Mujer llena de versos

Cd. Sahagún, Hgo. A la espera de que aparezca el nuevo poemario de Alejandra Craules Bretón, Los laberintos, tendremos que hablar del que acaba de ver la luz, Puntos cardinales, y del anterior, que le valió un premio nacional no hace mucho: Palabras fértiles.
Alejandra nació en Puebla hace treinta años cobijada por una familia fatigosamente católica, y se vino a vivir a Sahagún cuando aún se chupaba el dedo. Desde entonces la suya ha sido una vida de trashumancia que inicia en aquí, va de regreso a Puebla, luego a Jalapa y por último al DF, donde finalmente se paró en seco y dijo: “Ya. Ya estuvo. Ahora sí.” Fue cuando entra al taller de literatura que fundó Juan José Arreola en la Casa Lamm hace tiempo ya.
Una vez instalada se convirtió en alumna constante (cosa que a su edad parecía imposible), empezó a comprar libros de esto y lo otro, y llegó a ser la lectora más empedernida de la calle de Gutiérrez Nájera, hasta el grado de contar sus monedas y tener que elegir entre un libro y un plato de comida. Además tuvo la oportunidad de hacer migas con Hugo Gutiérrez Vega, con Eduardo Casar y con Juan Domingo Argüelles. Fue entonces cuando se tomó en serio eso de escribir poemas. Nunca eligió la opción comida.
Alejandra, que había perdido a su pequeña de veintitantos días de nacida cuando vivió en Jalapa, en la capital del país sacó todo lo que tenía contra el tal Dios ése y contra el mundo entero; no obstante, su praxis poética desde un comienzo fue tan cruel como hacer el amor en una cama de alfileres. No descargó su revólver mienta-madres en ningún momento; en cambio, optó por rebanarse a cuchilladas frente a nosotros, y luego decirnos, bañada en sangre: “Lo hice por ti, amor.”
Es eso lo que encontramos en Palabras fértiles (posible referencia a su hija muerta), que le publicó el Instituto Hidalguense de la Juventud y el Deporte posiblemente como compensación a un año de trabajo que nunca le pagaron.
De vuelta en Sahagún. Sin trabajo pero al fin con un pequeño cabellos de miel en la carreola, a Alejandra le publican Puntos cardinales. Vistos en conjunto, el anterior poemario y éste denotan añejamiento en el oficio de la poetisa. Sin embargo, en ningún momento supera al primer libro de nuestra autora, y ella tiene la culpa: haberlo hecho tan endiabladamente bien.
Niña pero responsable, la editorial Todas las Voces se encargó de disponer los poemas de Craules de manera que el trabajo de ella, el de diseño y el de edición fueran diferentes; pero unidos, nos hicieran sentir ante un mismo y redondo asunto. Igual que cualquier dirección apuntada en servilleta es el rumbo al que se dirige Craules con maleta y todo, para ser leído el libro debe voltearse de cabeza, volverse y desdoblarse cual cartita de amor caprichosamente guardada. Aunque aparente locura, lo cierto es que a falta de dinero, el libro es una muestra de creatividad sometida a duras jornadas de trabajo.
En estos días Alejandra anda presentando Palabras fértiles donde le den permiso y para ello se ha reunido con un cuatro talentosos darketos salidos de Sahagún que tocan música medieval y celta: Tania Maciel, Marcos García, Emmanuel Gómez y Marco Manzano. Ya lo han hecho en escuelas y hasta en la iglesia de aquí, lo que dio un efecto contrastante y estupendo.
Fue una propuesta muy atractiva verla girar su poemario mientras lo leía, y escuchar de fondo música entre triste y apacible. Ahora que empiece a circular Los laberintos seguramente presenciaremos algo mucho mejor viendo cómo da vueltas al librito, pues ha dicho que los poemas que incluya van a aparecer impresos precisamente a la manera que indica el título.

Loop Traicionero: la música de la poesía

A través del ritmo (musical y ambiental) Juan Carlos Hidalgo armoniza muy a su manera la vida que a nuestros tiempos les gusta: la carnal y material sobre todo. Además en Loop Traicionero no hay distancia entre los clásicos de hace diez siglos y los vates de hace diez meses, siempre que su poesía nazca de la entraña del sentimiento (por más profano que éste sea).



No son buenos tiempos para la literatura, y muchos menos lo son para la poesía. Desde nunca los vientos han apuntado a favor de los poetas y de la lectura de sus versos. Juan Domingo Argüelles en su “Jornada de Poesía” de la Jornada Semanal, hace poco hizo un recuento del número infinitamente menor de libros editados de poesía frente a los abrumadores tirajes de libros de novela e incluso, de cuento.
Puso por caso a varios poetas, pero el más sorprendente es el ejemplo que dio del poemario de Carlos Pellicer Hora de Junio. La primera edición del libro del vate tabasqueño constó de escasos tres mil ejemplares, y tardó seis años en que se agotaran los libros con todo y la distribución que tuvo a lo largo del país. Es decir, de 1978 a 1983, fecha en que según Argüelles se debió comprar el último libro, se había ido leyendo a cuentagotas una de las más refinadas obras de un poeta consagrado, hasta llegar al número de 500 por año. Si seguimos sumando y restando, caemos en la cuenta de que ni el 0.01% de la población (de 70 millones hacia esa década) pudo leer el libro en su primera edición.
El ejemplo anterior, sólo por poner uno, confirma la regla. Menos en estos días en que sólo leemos lo estrictamente necesario; mucho menos ahora que nuestras lecturas se han reducido a best sellers. Si nunca se pudo, ahora menos. Ahora que la imagen y el culto a ella nos ha exprimido el seso, parece que el lugar de la poesía va a seguir siendo el rincón de siempre y será leída por el mismo puñado de lectores.
La discusión al respecto ha sido eterna, y de las múltiples opiniones de aquí y de allá podemos decir que dos son las más importantes. Por un lado están los que piensan que la poesía ha perdido terreno frente la novela porque ésta última es una especie de Madre de la Literatura y que, por eso mismo, nunca será rebasada por un género “menor”. Del otro lado están quienes creen que la poesía es un género que sólo leen y en el que únicamente conviven seres humanos de verdad esclarecidos; vista la cosa así, sería algo como lo que proponen los griegos cuando afirman que poesía es todo aquello que tiene que ver con el espíritu humano: de ahí la poesía musical, poesía literaria, poesía dramática, poesía escultórica…, en todo lo cual predomina, sin embargo, el ritmo interno del hombre y la búsqueda del equilibro entre la naturaleza y el artificio.
En nuestros días parece de locos pensar en un orden tal. ¿Qué equilibrio o qué ritmo interno? ¿Cuál búsqueda de algo que no sea el placer material y la deificación a lo carnal? ¿A qué ponerse a perder el tiempo con un mundo que antes de agradecernos el esfuerzo, nos apuñalaría por la espalda? Quizá nadie lo sepa, pero sí hay quienes lo intentan.
En su poemario Loop Traicionero Juan Carlos Hidalgo no niega la raigambre materialista que lo corroe internamente; pero al mismo tiempo comprime ese mundo material en unas cuantas líneas en las que además se mezcla la música, la poesía de nuestros clásicos y de los beatnick, así como las artes visuales.
En su búsqueda por hallar un orden del mundo actual —si se le puede llamar “orden”—, Juan Carlos Hidalgo entrevera en la escritura de sus poemas versos de autores clásicos como Quevedo, Sor Juana, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y se va más atrás hasta llegar a la poesía griega de Anacreonte. Y —nos lo hace saber en su instructivo de las últimas páginas— combina además bandas sonoras al momento de sentarse a escribir. Pero también (y en esto hay que ser insistentes), Juan Carlos nutre con Loop Traicionero la lista de poetas beat en el país. Su recorrido de citas no se detiene. Recuerda al norteamericano Jack Kerouak así como al español Pere Gimferrer, ambos no sólo grandes maestros del beatnick sino herederos de la tradición de Lamantia. Para ejemplo del modo en que Juan Carlos Hidalgo utiliza y homenajea al mismo tiempo a un poeta oigamos su “Safo una noche”, el cual tiene como referencia “El beso de Safo”, que publicara el actopense Efrén Rebolledo a inicios del siglo XX:
“Safo se mueve a través de una pista/ más pulida que el mármol transparente/ tras de una línea/ más blanca que los blancos vellocinos/ en un breve cruce de miradas con Larisa/ se anudan los dos cuerpos/ y juntas esnifan/ vueltas un grupo escultórico.
“Sus acompañantes prologan el rito:/ combas rotundas/ senos colombinos destilando/ generosamente,/ y las dos cabelleras un torrente eléctrico/ repartido entre centenas de luces/ colmando una pasarela de látex, ácido y carne:/ eróticas pendencias,/ ocultas en la espesura digital de esta selva./ Ansiando sumar muslos enlazados/ en un nudo ciego de amor y natura elemental/ capullos inviolados todavía/ que apenas a instantes del estallido/ destilan y confunden sus esencias.”
La sencillez no es pues un atractivo de este primer poemario de Juan Carlos Hidalgo; por el contrario, se coloca como un libro de difícil acceso por la sencilla razón de que quien no haya leído a los autores citados, difícilmente comprenderá el porqué de hacer una obra semejante. Citando al reseñista mexicano Jacobo Samafí que parece hablar de Juan Carlos cuando dice lo siguiente, “los poetas actuales han caído en el prosaísmo”, sin que ello signifique, agregaría yo, que se haya abandonado la búsqueda del ritmo. En efecto, una simple hojeada indica que en este volumen predomina el verso largo, compendioso y acumulativo, pero siempre en búsqueda de la armonía dentro del oído.
En su “Presentación” de la página 7, Diego José cita a Octavio Paz, cuyas siguientes palabras ponen en claro el poder melódico (musical y ambiental) del que hablo sobre Loop Traicionero: “Todas las concepciones cosmológicas del hombre brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo.”
Ritmos, tonos bajos, percusiones, sampleos y repeticiones (loops, en inglés) como las de los dj´s; todo ello está reunido en el primer poemario de una persona a la que conocí el año pasado a través de un texto firmado por Ramsés Salanueva. Allí Juan Carlos era calificado como “el más reactivo de los escritores que posee nuestro estado”. Y nada mejor que Loop Traicionero como muestra de ese arrojo. Además de ser una pieza poética por lo demás de gran calidad, la edición corrió a cargo de Pachuco Press: editorial independiente que tuvo la valentía de estrenarse con este libro en un estado como el nuestro, donde nadie lee.
Pluma de una generación a la que sólo pertenece él y el novelista Yuri Herrera, el libro de Juan Carlos lo celebramos los lectores de poesía, aun quienes no logramos entenderla bien a bien.

Bonaerense sabor Babasónico*

*Texto aparecido el 3 de septiembre la edición de Milenio-Hidalgo.


Pachuca, Hgo.-Dibujos animados, pantalones entallados y contoneos frenéticos caracterizan a la banda cuyos sonidos estremecieron la noche, para promocionar su más reciente producción discográfica, titulada simplemente Anoche.
No bien sonó la primera nota de "Flash", los presentes rompieron en gritos. Había sido de tres horas de espera para ver a los seis bonaerenses en el escenario.
Ataviados con pantalón de mezclilla y playera pegada al delgado abdomen ellos, y ellas con calentadores en los tobillos, minifalda a rayas y blusas a go-go robadas del guardarropa de mamá, el público eran adolescentes, preparatorianos. Sin excepción, looks todos dignos de verse.
La acogida fue unánime. Y es que las bandas abridoras Eolica y Deanplastique no lograron conexión con los asistentes. Y no tanto por falta de talento, sino que quienes arribaron al lugar tenían la intención puesta en ver a los argentinos y no tanto en escuchar nuevas propuestas.
Aparecieron por fin, y todo el salón se volvió un solo grito de bienvenida, que lo absorbieron los ritmos de una primera canción: "Muñeco". Con las luces apagadas, unos mil adolescentes se apiñaron unos contra otros en una mínima parte del salón, teléfono portátil en mano, tomando fotos a la banda. Las luces que emitían los aparatos daban la impresión de velas o encendedores flotando sobre sus cabezas.
En el escenario, Adrián Dárgelos inició el reconocimiento con el público. Recorrió el escenario de extremo a extremo midiendo las reacciones que la banda provocó. Al frente, empezó a ondear una bandera Argentina, de unos espontáneos coterráneos suyos.
Atrás de Adrián, Uma en los teclados, Mariano Sónico en la guitarra, Gabo en el bajo, Diego Castellano en la batería y Diego Uma en las percusiones, respaldaban a su vocal.
Sin entablar una interacción con su publico en ningún momento, la banda se limitó a interpretar algunos temas de tres de sus producciones sonoras: Infame, Jessica y Anoche.
"-Qué bueno Pachuca, ¿vite?" —pronunció con calma el líder de la banda, tras la última tonada de "Yegua" (rola famosísima de su última producción). Con marcado acento bonaerense (cierto desdén al hablar), la breve frase bastó para poner a punto la noche.
En un ambiente perfecto para la ocasión, estallaron con rapidez los sentimientos adolescentes. Las parejas más maduras llegarían a los 35 años, y las más jóvenes, a la menor provocación se comían a besos, entre sudor fresco, gritos y luces estroboscópicas iluminándoles los rostros.
Duró lo suficiente la primera tanda de canciones. Sudaban los ventanales que daban al jardín, y la alfombra del salón con vocación para celebrar bautizos, por lo menos la tendrían que limpiar a fondo acabado el brincoteo. Se despidieron los babas. Pero tras un ruego general, una vez más salieron para ultimar con tres rolas, sin tocar "El Loco", la tan esperada canción. Los chiflidos, claro es, no tardaron.
El furor que estallaba canción a canción entre la asistencia, es absolutamente entendible. La banda tiene fama internacional y una trayectoria de no pocos años. Sus arreglos se exponen en los principales foros musicales de América Latina y Europa. Y pensadas para el público juvenil, sus composiciones han cobrado fama con efervescencia. Además Anoche, su última producción, desde hace semanas no ha bajado del hit parade en ventas, euforias, premiaciones.
Meses atrás se presentaron en Puebla. Pero el viernes en Pachuca dio principio la gira Anoche de la banda argentina rock-popera, cuyas melodías son moneda corriente en las estaciones radiofónicas comerciales de actualidad. Aunque la banda no dio entrevistas a ningún medio de comunicación para precisarlo (argentinos, al fin), ha trascendido que el segundo punto de su recorrido en el país azteca es este jueves en el Auditorio Nacional, en la Ciudad de México. Estarán luego en Monterrey y Guadalajara.

La otra cara

La otra cara de Rock Hudson

novela que le valió a Guillermo J. Fadanelli el premio IMPAC-CONARTE-ITESM de Novela 1997-1998, es ante todo una historia del lumpen mexicano, particularmente del de la capital del País. Pero narrada bajo la óptica de un autor que, entre otros vicios, tiene el de perderse en las historias sobre las que escribe. Conoce a sus personajes en directo para después, digamos, moldearlos y meterlos a las historias que crea. Las calles desoladas del centro de la Ciudad de México, los olores infames de moteles “hechos todos como de un mismo molde” —escribe el autor—, las ratas que salen de las coladeras para rumiar en las cocinas, el cochambre en los vasos y los vasos con líquidos ambarinos sobre la barra de una cantina. Tales los escenarios más recurrentes del autor. El ambiente de La otra cara… es lóbrego. La ilación de la historia a ratos tiene un aire de fragoroso desorden. Las diferentes velocidades que se imprimen a la narración, las imágenes (una suerte de fotografías embriagadoras de la miseria), los súbitos cortes y arranques de la acción (un capítulo da inicio con una bala atravesando el centro de un cráneo; otro concluye cuando alguien es trepado a la patrulla y desaparecerá para siempre); son, digo, entre otros, matices salientes de la novela. Y los personajes.
Juan, el Johnny Ramírez, es el central. Ha sido extraído de la narrativa bukowskiana y pertenece al grupo de los que Guadalupe Nettel le atribuye, como constitucionalmente, a la obra entera de Fadanelli ; obra que se puede insertar en el norteamericano canon del “viejo indecente”. El autor tiene (como es fama) al underground por predilecto medio ambiente y en su obra se advierte ese ritornello cada vez menos extraño de la conformidad ante la gran mierda que es el mundo. Su más reciente novela, Educar a los topos, es acaso la primera digresión de esta línea que ha venido siguiendo, olisqueando, la pluma de Fadanelli; pero acaso también esta nueva novela, una suerte de autobiografía (¿qué libro no lo es?), marque el comienzo de una desconocida línea narrativa en el escritor. Tal vez vaya entrando a éste ámbito: uno donde la narración de las historias cede terreno al de la reflexión del autor sobre sus creaciones. No me extraña de él, experto en filosofía. Pero eso es lo nuevo; todavía hasta su no tan reciente libro de relatos Compraré un rifle las cosas permanecían igual en Fadanelli, y La otra cara de Rock Hudson está en la cima de esa literatura que aquí queremos explorar.
Rock Hudson es un rubio, un yanqui, en traje de baño. Así aparece en la imagen que pende detrás del mostrador desde el cual, un gordo Rogelio atiende el motel de la calle Orizaba. La llave que tiene en las manos se la entregó hace rato el camarero. Recién hizo la limpieza en la habitación que el Johnny Ramírez desocupó. Ha salido desde temprano hacia un rumbo desconocido. Nunca nadie sabe a donde va el Johnny; él tiene sus negocios.
En una mesa del café de chinos esperan sentados dos adolescentes, de indefinible edad: lo mismo pueden tener 12 que 21 años, nada de su aspecto miserable los hace diferentes a otros como ellos. Conversan, cuando la puerta giratoria hace sonar las campanillas, bañadas por una fina capa de polvo, que penden del techo. Es el Johnny. Se acerca y platica con ellos. Va a proponerles un bisne. Ambos tiemblan. ¿De emoción, de miedo?
Uno de ellos a lo largo de toda la novela hace de alter ego del Johnny. La narración ocurre a dos voces. Una le pertenece a ese habitual narrador en tercera persona, otra al dicho alter ego. Los episodios donde el Johnny es el personaje, están a cargo del tercer narrador; cuando entra su alter ego a la fiesta, es él quien narra. Aquí la trabazón de la historia. La formalidad maestra del escritor under. ¡El padre del underground!, me gritó un amigo quinceañero, una vez terminando de leer la novela, que se parte en dos secciones cardinales.
La primera ocupa el 80 por ciento de las páginas y se fragmenta en pequeñas narraciones íntegras, casi cuentos. Uno y otro saltan hablando de los dos personajes. Sus vidas se entremezclan, paso a paso, no sólo en la historia sino en el vaivén de la temporalidad en que ocurren los hechos: pasado, presente y futuro, al mismo tiempo. No es la fluidez que resulta de saber armar una máquina, por literaria que ésta sea, sino la de una construcción preconcebida y pergeñada bien. Esa formalidad, aparente hija de la informalidad y la ocurrencia, me hace pensar en las novelas de Benito Pérez Galdós, que inician en una parte cualquiera de la historia (qué aburrido iniciar desde el principio) y acaban en otra, no sin haber hecho las visitas necesarias a los puntos más importantes del argumento. Por otra parte, La otra cara… es un mundo cerrado. Es hermética hacia exterior —perro que muestra los dientes— y escasas veces da cuenta de otra cosa que no sea la tesis que ella misma plantea. Esto y lo anterior, los capítulos-cuentos, facilita a su autor tocar los puntos capitales de la historia, hilvanarlos sin riesgo de perder el cauce.
La segunda sección axial, últimas quince o veinte páginas, hace, claro está, de conclusión a la historia del Johnny y de su personaje-espejo. No es sino hasta este momento cuando advertimos por qué ocurrieron así los hechos; la última página da marcha atrás hasta regresar al comienzo, y revela la combinación que permanecía semioculta en las páginas previas. El Johnny es capturado, su alter ego pasa a habitar el antiguo cuarto de hotel que el otro deja, y el Rock Hudson reina detrás del mostrador, desde donde un ventrudo Rogelio dirige una sonrisa tierna pero maliciosa hacia la calle por donde pasa gente. La historia da fin donde empezó, sin ser aburridamente adivinable que así ocurriría. Entre otras cosas, tal vez por eso La otra cara… es la cima de esta obra underground de Fadanelli, a la que él ha llamado “literatura basura”.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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