El blog de Luis Frías

septiembre 28, 2008

El arte de la hipocresía

En Las buenas conciencias, Carlos Fuentes hace alguna que otra afirmación cuya vigencia es incontestable. Retrato de la hipócrita y acomodada familia Ceballos de Guanajuato hacia mediados del siglo mexicano anterior, la novela puede entenderse, ay, como el vivo retrato de ciertos personajes de nuestro siglo 21. El narrador mantiene la idea de que las familias provincianas se regodean siempre con pasas la tarde en derredor de la mesa, desgranando las vidas de los otros… ese desagradable vicio de hablar de los demás, sólo porque sí.

Más notoria aún, es la sensación que se nos queda una vez leído el relato de la familia Ceballos. Me refiero a la toma de conciencia de que, ciertamente, todos practicamos la hipocresía con denuedo. Tal como los Ceballos, pregonamos principios y valores ñoños en la calle, pero practicamos cosas distintas, si no contrarias, en la oscuridad de nuestra vida privada. Ha pasado medio siglo desde que en 1959 este librito vio la luz y, sin embargo, no ha perdido ninguna vigencia.

Algunas cosas dignas de repudio me han sucedido en el pasado reciente. Las más desagradables han sido las que tienen que ver con los políticos. No he podido por menos que recordar la frasecita de Groucho Marx. “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.”

La reunión tuvo que ver con algún tema de carácter cultural. El político, candidato a un cargo público, hizo algunas de las promesas que hemos escuchado desde hace varias décadas. Que aumentar el presupuesto para Cultura. Que contratar los servicios de especialistas en el ámbito creativo. Que dar estímulos a los creadores y aumentar la difusión… En una palabra, no dijo nada. Lo interesante pasó una vez que concluyó la estirada reunión. Durante las copas de vino tinto, el sujeto se mostró tal cual era. Opinó sin tapujos sobre pintura, escultura y literatura. Y habló mal de “esas nuevas cosas”. Se refería al arte experimental. ¿Por qué no dijo lo mismo en público, ante la mayoría? El hipócrita sabe que va de por medio una raja política que se le puede escapar de las manos.

De los políticos, hipócritas por naturaleza, es comprensible su variedad de normas morales para cada evento al que acuden. No así de quienes nada tenemos que perder al decir lo que pensamos. Y, sin embargo, prevalece con fuerza la preferencia por la ciega, irracional y homogénea corrección política. Esto es, no decir lo que creemos, sino lo que las normas morales sugieren que digamos.

Por ejemplo, hace algunos años en México se supo del caso de las Poquianchi, unas prostitutas que tenían un burdel allá por el rumbo del bajío. Las malvadas explotaban a muchachitas que, si por algún descuido quedaban encinta, sabían que les restaba poco tiempo de vida: las Poquianchi las asesinaban, y enterraban sus fiambres en las proximidades del solitario burdel. Un hecho escandaloso del que la sociedad se enteró, pero semejante al cual, sospecho que existen muchos otros. El caso es que Jorge Ibargüengoitia escribió al respecto una novela, Las muertas, y, durante el evento de la presentación, un hombre se levantó encolerizado a reclamar por qué el maestro había dicho mentiras. Frío inteligente, Ibargüengoitia le respondió cabal: le sugirió que leyera la primera página del tomo, donde está escrito que se trata de una novela de ficción. ¡Como si los escritores no tuvieran la libertad de escribir ficción, echando mano de cuanto les venga en gana! Para mí, el reclamo de aquel energúmeno era el colmo de la intolerante corrección política.

Más reciente aún, es el caso famoso del austriaco Josef Fritzl. El ingeniero de 73 años hallado culpable de haber encerrado en el sótano de su casa, en la ciudad austriaca de Amstettem, a su hija Elisabeth durante 24 largos años, de haberla violado sistemáticamente y de haber tenido con ella siete hijos. Morboso por sí mismo, el caso hizo recordar el de la niña Natasha Kampusch, a quien su secuestrador mantuvo encerrada por ocho años en la mazmorra de su casa, en la capital austriaca de Viena. Cuando la niña consiguió escapar del cautiverio, el captor se suicidó con el viejo método de arrojarse a las vías del tren.

Como ambos sucesos tuvieron lugar en el mismo país, hubo comentaristas que lanzaron la hipótesis de que la sociedad austriaca atravesaba por graves problemas de identidad y que los valores se estaban desmoronando. ¡Corrección política mezclada con estupidez! Los comentaristas no hacían más que decir, con palabras grandilocuentes, lo que toda la anonadada gente del mundo tenía ganas de oír. Pero mantener que la tradición de la sociedad austriaca se resquebrajase porque dos sujetos gozaban de placeres non sanctos, es una inquietante falta de elocuencia.

En La máquina de follar del sucio Charles Bukowski, existe un cuento, “El malvado”, cuyo protagonista, Martin Blanchard, atisba desde su casa a una hermosa niña que juega en la calle, llevando una faldita y se le asoman las bragas de volantes. Como todos los personajes de Bukowski, Martin era un viejo sucio con barba de cuatro días. Salió hacia ella y la violó. Después, llegó la policía y se lo llevó a la comisaría, pero ni así se arrepintió de lo que había hecho. La narración es depravada como toda la literatura de Bukowski, pero hay que admitir que logra convencernos del placer que puede despertar un acto como el de Martin Blanchard.

Supongo que algo semejante le ocurrió al viejo de 73 que decidió ultrajar sistemáticamente de su hija durante 24 años ininterrumpidos, procreando con ella 7 hijos. Por asqueroso que resulte, nada impide pensar que para el anciano no existía placer más grande en la vida que el de tener relaciones con su hija. Y no es imposible que la niña Natasha Kampusch haya sido el objeto más preciado por su captor, al punto de que éste la quiso para él solo, durante ocho años.

No se comprenda mal. No defiendo a ninguno de los dos, ni a Martin Blanchard, pero tratemos de meternos en sus zapatos. Pertenezcamos de verdad al siglo 21, y no a Las buenas conciencias de hace medio siglo.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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