El blog de Luis Frías

mayo 05, 2008

Réquiem por una batalla perdida

La ley que aprobó el Senado Mexicano esta semana ha dado mucho de qué hablar. Sin embargo, también ha incitado a una situación que me arrastra a desconfiar una vez más de los descubrimientos de relumbrón. Pues al igual que descreo de esos desayunos que ofrecen cerca de mi casa para perder cualquier tipo de sobrepeso; del mismo modo que encuentro inútiles los remedios de la medicina homeopática; y así como me aburren las historias de aparecidos en casas abandonadas, veo con pena a los que se entregan con fe ciega a los remedios de los legisladores nacionales. Y es que la noticia cultural de la semana fue, primero, la aprobación de la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro y, en segundo término, el festejo generalizado en los círculos literarios. En efecto, gente de la cultura mexicana elogió que el Senado aprobase la, por efecto de Fox, apoteósica “ley del precio único”.

Definitivamente, fue el veto de Fox en septiembre de 2006 lo que revistió de santidad a esta propuesta legislativa. Se pegó el grito en el cielo. Y es que el mismo que había pronunciado equivocadamente el apellido de Jorge Luis Borges, el mismo que confundió a Vargas Llosa con García Márquez diciendo que aquel era premio Nóbel y, en fin, el presidente de la comicidad involuntaria que pronunciaba barrabasadas sin término ¡se atrevía a vetar una ley vinculada con uno de los objetos más distantes de toda su existencia: el libro! Aquella vez, Carlos Monsiváis no tardó el burlarse con socarronería del veto foxista. Para el autor de Días de guardar, lo raro hubiera sido que Fox se pronunciara a favor de una ley que promovía la circulación de libros y el aumento de la lectura; actividades a las que el presidente encontraba inútiles. Ahora bien, el veto sí encerraba algo de interés nacional. Si los políticos cobran tanto dinero, deberían desquitarlo trabajando, y, sin embargo, en el caso específico de esta ley, el entonces presidente reconoció haber decidido el veto después de haber analizado un ¡sólo un caso! Es decir, se valió del análisis mercantil de Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes para lanzarse a generalizar la situación de una industria editorial que involucra varios millones de títulos. ¿Pereza o verdadera mala voluntad? En suma, la errática relación entre un presidente zafio y el mundo intelectual, hizo que la ley del precio único del libro cobrara aires apoteósicos. Aires que esta semana se han vuelto a sentir.

Y es que el miércoles (día del niño) México amaneció con la noticia. Con dos votos en contra y cinco abstenciones, una mayoría de 107 senadores aprobó la tan mentada propuesta de ley. Como se sabe, con ella se pretende que las grandes tiendas de autoservicio no puedan ofrecer libros a bajo costo y, por añadidura, mandar a paseo a las pequeñas librerías. Las grandes cadenas departamentales podían comprar grandes cantidades de libro a precio de mayoristas y darlos más baratos; pero al contrario, las librerías diminutas del país no adquieren más que unos cuantos libritos, de modo que resulta imposible dar precios competitivos. Era, pues, la batalla del Wal Mart contra la tienda del barrio.

La ley, sin embargo, ofrece otras particularidades de interés sin desperdicio. Aun cuando el precio único entrará en vigor prontamente, también está el hecho de que nosotros los lectores no dejaremos de encontrar alguna que otra oferta. Y es que la ley permite que tanto libreros cuanto tiendas departamentales bajen el precio de los libros siempre cuando se trate tomos importados, antiguos, usados o descatalogados 18 meses atrás. Además, dentro de año y medio, el congreso hará un alto en el camino para revisar los alcances de la ley. De lo que encuentren para entonces, dependerá el curso del precio único. Por lo pronto, en el dictamen aprobado se afirma que esta nueva ley es la “expresión de la necesidad de establecer bases que le confieran sustentabilidad a toda la cadena del libro, desde el autor hasta el lector potencial, y no que el mercado esté centrado únicamente en los principios de la competencia de precios”.

Adoptada en países europeos con éxito, esta aprobación cobra tintes particulares en el contexto latinoamericano, en el mexicano y aun en el hidalguense, cuyos índices de lectura son penosos. A los interesados en levantar del suelo tales estadísticas, la ley nos ha despertado un interés insólito. Desde que se aprobó hace unos días, no pocos han opinado maravillas de los siempre vituperados legisladores. Principalmente lo han hecho los propios políticos. Pero no menos cándidos se han mostrado algunos intelectuales adictos al Poder. La cuestión es que unos y otros se muestran cuestionablemente fiados a que la ley acarreará sustanciosas ventajas al mundo editorial y, de pasada, al mercado de lectores. Por lo que a mí respecta, lejos de fiarme en el precio único, quiero sostener que, aun ley de por medio, las cifras de lectura continuarán siendo tan vergonzosas como lo son.

Soluciones sensatas a los incipientes hábitos lectivos no están en aplicar una ley sólo porque un ex presidente ignaro la ignoró en su momento. Antes bien, Fernando Escalante Gonzalbo en una investigación reciente -A la sombra de los libros/Lectura, mercado y vida pública Ed. El Colegio de México, 2007- ha dejado claro que el primer paso es partir de la realidad, a saber, la de que la industria editorial se ha visto contaminada por la lógica del mundo del espectáculo. Una de las soluciones de Escalante se funda en que no tiene ningún beneficio el ensanchamiento del público consumidor de libros. En conclusión, no puede menos que reconocer que el libre mercado se ha metido hasta en los huesos de la actividad intelectual, aun cuando la trivializa y la desdeña. Pero es, mal que bien, el canal mediante el cual hasta hoy nos han llegado los libros (tan pocos y tan caros como haya sido) con aceptables márgenes de libertad. Para los radicales que se enfaden con esta conclusión, tengo la propuesta más hermosa. No es mía. A ella acudí recientemente cuando tres amigos presentaron sus plaquettes de poesía. Me refiero a que las editoriales regalen los libros. No es una solución más absurda que la de confiar ciegamente en una ley como confían mis vecinas en los desayunos dietéticos. Mi propuesta es un réquiem por la batalla perdida del mercado del libro.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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