El blog de Luis Frías

julio 26, 2007

Él cantaba boleros

*Por Eliseo Alberto, escritor cubano radicado en México.

El pitcher Manuel Alarcón era, en mi juventud, “una gloria viva del deporte cubano”, como dicen los comentaristas de beisbol cuando se ponen tiernos ante el micrófono. Al aceptar las señas de su catcher, Manuel comenzaba en la lomita un wind up muy lento, en verdad inquietante, enseñaba el número de su espalda al bateador en turno, y al volverse lanzaba hacia el plato un auténtico meteorito. Varios buscadores de talento habían intentado “reclutarlo” para las Grandes Ligas, y llegaron a ofrecerle jugosas carnadas. Manuel nunca cedió. Para él las palabras dignidad, patriotismo y pueblo significaban lo mismo: Revolución.

Los cubanos lo convertimos en una leyenda, símbolo, representante de una pequeña isla también llamada David que se enfrentaba a un ogro de nombre Goliat. Unos diez años después de su retiro como atleta de alto rendimiento, el periodista Boby Salamanca y yo tratamos de localizarlo para saber qué había sido de su vida. Los decanos de la prensa deportiva en México seguramente recuerdan la simpatía y brillantez de Boby Salamanca: que en paz descanse.

Viajamos a Santiago de Cuba. Preguntando por aquí y por allá, fuimos a dar a la ciudad de Bayamo. Lo encontramos donde el joven carpetero del hotel nos dijo que estaría: en un cabaret de arrabal cuyo nombre no recuerdo –pero sí su rancio olor a orine. Tres conos de luz rojiza bombardeaban la pista. Me costó trabajo reconocerlo: estaba en la plenitud de su decadencia. Vivía de mal cantar boleros. Nadie del público parecía prestarle atención, ni siquiera cuando se doblaba de dolor al pronunciar aquellos versos de “Rosa mustia”, la terrible balada del trovador Angelito Díaz: No queda ya de lo que fuiste, nada. Mi ídolo era un (glorioso) pobre diablo. Tuve ganas de abrazarlo: se caía de borracho.

Hoy me acordé de Manuel Alarcón cuando leí lo que ha dicho Fidel Castro al informar a los cubanos de la isla que el bicampeón olímpico y mundial de los 54 kilogramos, el boxeador Guillermo Rigondeaux (244 triunfos en 248 peleas), y su colega Erislandy Lara, campéon mundial de los pesos welter, habían decidido desertar durante los Juegos Panamericanos de Brasil. “Sencillamente los noquearon con un golpe directo al mentón, facturado con billetes norteamericanos. No hizo falta conteo alguno de protección”, escribió Fidel en el periódico Granma: “La traición por dinero es una de las armas predilectas de Estados Unidos para destruir la resistencia de Cuba”. Y los llamó mercenarios, epíteto preferido para descalificar o demoler a alguien que se salga del juego.

El único camino posible es el de la deserción porque en mi país todo se convierte en política, hasta los sueños. ¿Por qué se considera deshonroso que un habanero juegue en un equipo de balonmano de Brasil o que un boxeador aspire a una corona en el boxeo profesional, si tiene la suerte de ser el mejor de su peso en el planeta, libra por libra? ¿Por qué los obligan a fugarse o a remar en una balsa, rumbo a Miami? El discurso oficial asegura que los “renegados” merecen el desprecio del pueblo. Les tengo malas noticias: los hermanos Liván y Orlando El Duque Hernández, por ejemplo, no han dejado de ser cubanos por ganar entre los dos más de ochenta millones de dólares en un par de temporadas, y son tan o más queridos ahora que antes, cuando jugaban en las ligas amateurs de la isla, por el equivalente a cuarenta dólares mensuales.

Les debo el final de aquel viaje a Bayamo. Al terminar su ronda, el bolerista Manuel Alarcón fue a saludar a Boby Salamanca. Mi amigo lo paró en seco: “Campeón, ¿qué haces cantando en este tugurio de porquería?”. Manuel se veía abochornado, al responder: “Aquí me gano mis pesitos”. Enseguida tomó aire y recorrió el salón con la vista, sin fijarla en ningún rostro, en ningún sostén, hasta posarla de nuevo en su vaso de ron caliente. Tragó en seco. Sólo entonces se atrevió a decir, con pundonor: “Compadre, es que cuando te han aplaudido una vez es muy duro vivir sin que te aplaudan”. En sus pupilas creí ver la media luna de un estadio vacío.

Boby avanzó hacia la pista y ordenó con desesperación: “¡Aplaudan, carajo, aplaudan! ¡Ingratos, malagradecidos, este gigante es Manolito Alarcón!”. Algunos lo hicieron. No he vuelto a saber de Manuel. En internet hay pocos datos sobre su vida y ninguno habla de su muerte, así que debe de andar por algún recodo de este mundo. La Historia con mayúscula es un hueco negro; con minúscula, un ring de boxeo donde los contendientes juegan ajedrez a batazos.

Mucha suerte para Lara y Rigondeaux, campeones.

Todos la necesitamos.

Qué le vamos a hacer

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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