El blog de Luis Frías

mayo 14, 2010

Segundón

Para un padre obrero de una empresa de fundición y para una madre secretaria, el mejor regalo que puede darles la vida es un hijo que triunfe en asuntos de altos vuelos. Era yo un mozalbete de mejillas sonrosadas cuando alguien llevó a casa la noticia de un concurso de oratoria dirigido a muchachos como yo. Nada más imaginar mi futuro en la oratoria, mi madre puso una cara sólo comparable con la de María Félix viendo con feliz tristeza cómo su hijo amado se aparta de su regazo para conquistar el futuro. Fueron días tan estúpidos como divertidos. De aquella época, atesoro los arduos ratos de preparación para el concurso. Tenía que caminar decenas de calles para llegar a la casa de un viejo lleno de arrugas cuyo bigote canoso y gruesos lentes lo hacían parecer un afectado mental. De inmediato, le apodé “Doctor Chunga”. Su colegio Oyuki Kani no era más que la salita-comedor de su diminuto apartamento, con unas banquitas y un pizarrón ridículos. El nombre de la escuela lo sacó de su esposa, una mujer que había llegado de Japón y se había casado con él. Sonreían como imbéciles y parecían ser felices. Pinches locos, me caían bien.

Como debe ser, al comienzo todo marchaba con militar disciplina. El Doctor Chunga se plantaba rígido en frente del pizarrón para que yo me grabara, desde la comodidad de mi banca, esa postura. Engolaba la voz e imitaba al presidente de la república, para que yo aprendiese del ejemplo. Todo indicaba que me convertiría en el orador que había estado esperando el mundo. Pero la cosa se complicó desde el día en que llegué demasiado temprano. El Doctor Chunga y su mujer estaban terminando los alimentos; no tuvieron más remedio que invitarme a la sobremesa. Sin que a él le pareciera correcto, la japonesita me hizo preguntas sobre mi familia, que yo respondí como el gran mentiroso hablador que siempre he sido, y a mi vez le interrogué sobre su pasado. Desde ese día sentamos una confianza que crecía sesión a sesión. Resultó que el Doctor Chunga era un amante de fenómenos inexplicables. Con excitación, cada clase llegaba corriendo a escuchar las aventuras nocturnas que él y su esposa hacían a los centros ceremoniales mayas, adonde entraban sigilosamente para tener mejores visiones de los ovnis. ¿Y la oratoria? Cada vez eran más historias de centros ceremoniales prehispánicos y viajes con peyote, y menos clases para engolar la voz y hablar como Cicerón.

Así, llegó la fecha del concurso.

En aquel auditorio sindical se celebraba una reunión de agremiados de la empresa donde trabajaba mi padre. Antes del concurso habían tomado acuerdos sindicales penosos que pusieron a los obreros de un humor agrio, de tal forma que en aquel enorme lugar el eco del silencio sólo se rompía de pronto con algún murmullo o una tos incontinente o el berrido de un niño de brazos. En el templete, nos habían formado a los concursantes falsamente metidos en trajes rentados. Aunque yo estaba seguro de mí mismo, cada vez que un competidor mío pasaba a decir su discurso, se me olvidaba una porción del memorizado discurso que preparé junto con el Doctor Chunga sobre los ovnis. Cuando me tocó pasar, mencioné sin pena ni gloria lo que me correspondía y recibí una tanda de aplausos tan igual como la de los otros. Pero respiré. La premiación fue de más a menos: pasó del tercer lugar que ganó un morenazo de pelos parados, al segundo que obtuve yo con el consiguiente arcón de dulces, y al primero, que ganó Jorge Orozco, un moreno de nariz afilada que se quedó con la bicicleta.

Aquella noche, el regreso a casa en el Renault 5 fue patético. El decepcionado silencio de mi padre sólo se rompía con los halagos de mi madre, que tachó de injusto al jurado calificador de los obreros. Yo, por mi parte, me sentía liberado de presiones con el segundo lugar de aquel Concurso Regional de Oratoria: Niños del SNTMMSSRM. Estaba convencido de que era más interesante mi discurso sobre los ovnis que aquella arenga sobre los derechos de la clase obrera. Por lo demás, para qué quería yo el primer lugar y el premio de una bicicleta, si he odiado siempre hacer ejercicio. Lo único que me dolió fue ver la cara de mi padre; sin embargo, un segundo lugar no es tan malo. Y no tienes que cargar con todo la ñoñería de ser un ganador. De ninguna manera cambiaría las pláticas de ovnis y peyote del Doctor Chunga y su japonesa esposa, por las clases para erguir la espalda y ladrar con firmeza idioteces ante un público. Mejor ser un segundón.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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