De joven me gustaba ir a las ferias de libros porque encontraba ofertas. Especialmente en los últimos días antes de largarse, cuando los puesteros se daban por vencidos, era posible encontrar descuentos hasta del 50 por ciento. Por ejemplo, la Feria Universitaria del Libro en Pachuca solía ser algo así como una plaza de mercado, con puestos que no tenían jitomates y lechugas amontonadas, sino montañas de amarillentos tomos ¡a veinte pesos cada uno! Recuerdo que de esa forma me allegué mis primeros tomos de E. M. Cioran y de Jean Cocteau. Me hice desconfiado. Pertenezco al grupo de lectores que ven con recelo una feria de libros en cuya programación hay tantos conciertos musicales, tantas presentaciones editoriales y tantos talleres didácticos que ya no cabe uno más, pero cuyos puestos de libros son tan escasos que se convierten en el plato de segunda mesa de la celebración. Y es que pocos placeres se comparan al de comprar por unos cuantos pesos lo que cada quien considere una joya literaria, y enseguida llegar al rincón de la casa para comenzar su lectura con voracidad. Por eso es lastimoso que las ferias de libros sean celebraciones a todo, menos a los pliegos de papel empastados que contienen letras en su interior.
Del 13 al 22 de julio la antigua estación de ferrocarril de Pachuca alojó a la Feria del Libro Infantil y Juvenil en su séptima edición. La organizó el Consejo de Cultura de Hidalgo, el organismo oficial de ver por el arte en el estado. Sus cifras dicen que hubo 23 presentaciones editoriales, 17 espectáculos entre obras teatrales, guiñol, conciertos, etc., 11 talleres de todos tipos, más 48 puestos de libros de los cuales 42 eran editoriales y el resto, librerías que, yo sentí, estaban dando caro. De donde saco en fieme el siguiente balance: hubo bastantes actividades para una sola semana, y lo que es más bonito: su blanco fue el público infantil, tan menospreciado por la industria cultural mexicana. Sí, albricias, pero también: los volúmenes empastados llamados libros siguen sin ser la principal preocupación de la Feria.
No me atrevo a juzgar los espectáculos de música de rock ni talleres como el de “Abrazoterapia”, sobre cuya materia ignoro, pero de los libros presentados me es lícito opinar. Me hace feliz grandemente que se presentaran La voz oval, el pequeño volumen teatral de Enrique Olmos, el dramaturgo más joven de Hidalgo, lo mismo que el poemario colectivo W. H. Auden Revisitado de 20 poetas mexicanos y ¡Éste es mi nagual! del talentoso actopense Yuri Herrera, igualmente los tomos de los párvulos escritores lugareños que han sido becados por el Consejo de Cultura. Esto, en cuanto a libros locales. Por lo que respecta a los de plumas renombradas, es un gusto que Mario Bellatín presentara El Gran vidrio, exploración literaria homónima a la ¿pintura? más famosa de Marcel Duchamp, o que la editorial Sexto Piso acudiera, presentando En busca del tiempo perdido, un concepto de novela gráfica que dice con imágenes lo que Marcel Proust escribió entre 1908 y 1922 en seis tomos tamaño ladrillo.
Con ser acertada cuanta presentación se realizó, insisto con empecinamiento en que los libros que la gente podía comprar y llevarse a su casa son situación que tiene sin cuidado a los organizadores.
Pero tal vez ni siquiera he dicho lo que más me interesa. La tamaña coindicencia de éste con los otros años es lo más notable. Y de forma exactamente igual a los años pasados, la séptima edición del libro tuvo sus cosas. Podemos hablar que lo bueno fue mucho y lo malo también. Pensar en los talleres programados al mediodía de calor infernal, o en el diminuto estacionamiento que en las tardes de lluvia era un charco de lodo, son dos botones de muestra. La organización de estas ferias ha logrado desafiar al sentido común. Pienso en aquella verdad de Pero Grullo: con el tiempo las cosas cambian. Pues bien, yo que he ido a las últimas tres o cuatro ediciones de esta feria, sostengo que ninguna novedad me asaltó, ni siquiera una que me atrevo a juzgar la más luminosa de cualquiera de las sorpresas: toparme con montañas de libros amarillentos y hasta inencontrables a precios de locura.
Del 13 al 22 de julio la antigua estación de ferrocarril de Pachuca alojó a la Feria del Libro Infantil y Juvenil en su séptima edición. La organizó el Consejo de Cultura de Hidalgo, el organismo oficial de ver por el arte en el estado. Sus cifras dicen que hubo 23 presentaciones editoriales, 17 espectáculos entre obras teatrales, guiñol, conciertos, etc., 11 talleres de todos tipos, más 48 puestos de libros de los cuales 42 eran editoriales y el resto, librerías que, yo sentí, estaban dando caro. De donde saco en fieme el siguiente balance: hubo bastantes actividades para una sola semana, y lo que es más bonito: su blanco fue el público infantil, tan menospreciado por la industria cultural mexicana. Sí, albricias, pero también: los volúmenes empastados llamados libros siguen sin ser la principal preocupación de la Feria.
No me atrevo a juzgar los espectáculos de música de rock ni talleres como el de “Abrazoterapia”, sobre cuya materia ignoro, pero de los libros presentados me es lícito opinar. Me hace feliz grandemente que se presentaran La voz oval, el pequeño volumen teatral de Enrique Olmos, el dramaturgo más joven de Hidalgo, lo mismo que el poemario colectivo W. H. Auden Revisitado de 20 poetas mexicanos y ¡Éste es mi nagual! del talentoso actopense Yuri Herrera, igualmente los tomos de los párvulos escritores lugareños que han sido becados por el Consejo de Cultura. Esto, en cuanto a libros locales. Por lo que respecta a los de plumas renombradas, es un gusto que Mario Bellatín presentara El Gran vidrio, exploración literaria homónima a la ¿pintura? más famosa de Marcel Duchamp, o que la editorial Sexto Piso acudiera, presentando En busca del tiempo perdido, un concepto de novela gráfica que dice con imágenes lo que Marcel Proust escribió entre 1908 y 1922 en seis tomos tamaño ladrillo.
Con ser acertada cuanta presentación se realizó, insisto con empecinamiento en que los libros que la gente podía comprar y llevarse a su casa son situación que tiene sin cuidado a los organizadores.
Pero tal vez ni siquiera he dicho lo que más me interesa. La tamaña coindicencia de éste con los otros años es lo más notable. Y de forma exactamente igual a los años pasados, la séptima edición del libro tuvo sus cosas. Podemos hablar que lo bueno fue mucho y lo malo también. Pensar en los talleres programados al mediodía de calor infernal, o en el diminuto estacionamiento que en las tardes de lluvia era un charco de lodo, son dos botones de muestra. La organización de estas ferias ha logrado desafiar al sentido común. Pienso en aquella verdad de Pero Grullo: con el tiempo las cosas cambian. Pues bien, yo que he ido a las últimas tres o cuatro ediciones de esta feria, sostengo que ninguna novedad me asaltó, ni siquiera una que me atrevo a juzgar la más luminosa de cualquiera de las sorpresas: toparme con montañas de libros amarillentos y hasta inencontrables a precios de locura.