El blog de Luis Frías

octubre 06, 2007

¡Discutir, discutir, discutir!

Un mero encontronazo de ideas entre un escritor y un embajador, pronto se tornó un pleito de marchantes. El representante diplomático de Venezuela en México, Roy Chaderton, contestó a un artículo publicado por Carlos Fuentes, en donde el novelista había puesto a Hugo Chávez al lado de Mussolini y Hitler. Fuera de sus casillas, el embajador se abalanzó sin miramientos: “Los superhéroes se caen”, dijo en una conferencia. “Este personaje abandonó la región más transparente, sufrió un cambio de piel, ahora tiene el aura de converso, y en su avanzada senilidad ha terminado convertido en un gringo viejo”. Patético juego de palabras con los títulos de algunas obras de Fuentes. Ahora bien, el conspicuo miembro del Boom, alardeando su condición de gran literato, infligió otro juego de palabras grotesco. “El embajador Chaderton tiene nombre de pescado, de clapedide osificado, con cabeza dura, rabo amarillo y cola homocerca. Bien pensados: quiero decir sin columna vertebral: sábalo”. Lo dicho: un debate cualquiera, que acabó en una fabulosa gritería de mercado.

Como no sea en los mundillos culturales, es cada vez más inusual que debatan los intelectuales mexicanos. Las salvedades más recientes que me vienen a la mente son Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y Enrique Krauze. Por mencionar sólo personajes salientes del establishment. Puedo ver a los dos primeros, además de Sergio Pitol, en el templete al lado de López Obrador, leyendo discursos en contra de la derecha durante las elecciones de 2006. Krauze, del otro lado, es un exitoso defensor del orden de cosas establecido. Con estas excepciones, el silencio de la intelectualidad mexicana ha sido lastimoso. Fuentes incluido. Para no ir lejos, en Hidalgo no tengo noticia de escritor alguno que critique al gobierno, siquiera que lo cuestione. ¿Un silencio acomodaticio?, o bien, ¿temor a decir una torpeza? Me recuerda las asambleas de los Locrios. El que acudía a presentar una idea ante la asistencia, debía llevar sujetada la cuerda alrededor del cuello, de manera que, si al cabo de su explicación no había conseguido la aceptación unánime, no se perdía mucho tiempo en los trámites para colgarlo y cerrarle el cogote.

Desde los griegos hasta los días que corren, la libertad ha sido el blanco de las opiniones más variopintas. Pero quizá ningún otro terreno como la filosofía para hablar de ella. Filósofo predilecto de psicólogos, Erich Fromm habló de la libertad como de cualquier otro derecho al que la humanidad ha preferido renunciar. Por cobardía. O sea: no se tiene el coraje para arrostrar las consecuencias de actuar sin ataduras. Hacia 1859, en contraste, John Stuart Mill publica Sobre la libertad. El libro es dos cosas: un minucioso análisis y un compendio de estrategias, cuyo objeto es que el hombre alcance un aceptable nivel de libertad. Pues bien, hace la sugerencia de prestar más atención a la opinión contraria que a la propia. Lo sabía Cicerón, el mejor de los oradores. Al momento de debatir en público, había estudiado mucho más las razones de su oponente que las suyas propias. Ahora bien, recomendación cuya rareza entristece, es la de ser originales, excéntricos. “La suma de excentricidad en una sociedad ha sido generalmente proporcional a la suma de genio, vigor mental y valentía moral que ella contiene”. La excentricidad hiere los oídos de otros derechosos, los calvinistas, amigos del status quo para quienes todo lo que no es obligación es un pecado. Ahora bien, exhorto de mayor envergadura es el de discutir, polemizar hasta la diabetes, minuto a minuto. “Que la unanimidad de opinión no es deseable a menos que resulte de la más completa y libre comparación de opiniones opuestas y que la diversidad no es un mal, sino un bien, hasta que la humanidad sea mucho más capaz de lo que es al presente de reconocer todos los aspectos de la verdad, son principios a la manera de obrar de los hombres, tanto como a sus opiniones”. Párrafo del siglo 19 que posee absoluta actualidad. Muchos necios se niegan a escuchar al de enfrente. Prefiero que Carlos Fuentes y el embajador se jalen de los cabellos, insultándose el uno al otro, a que guarden silencio por el temor a ser colgados como los Locrios.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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