El blog de Luis Frías

enero 11, 2007

A propósito de José Hernández Delgadillo



El problema no está en servir o no, sino elegir a quién. ¿A uno mismo o al de enfrente? Para el muralismo mexicano de tiempos de la Revolución no hay lugar para dudas. A juzgar por la obra de Rivera, Orozco y Siqueiros, pensando sólo en los tres grandes, diremos: se gana más individualidad en la medida que algo se entrega a la colectividad. Empieza a pesar más el nosotros cuando nos sentimos más ellos. A la luz de esto, el arte estaría en condiciones de adquirir tanto más expresión cuanto mayor número de observadores tenga. El muralismo quiere colectividad, no individuos. No se trata, pues, de servir a uno mismo ni al de enfrente, sino a los de enfrente, a esos ellos que son nosotros.
Aburrido es mencionar a los que absurdamente ven en la individualización de la humanidad el peligroso germen de toda filosofía egoísta, el capitalismo y en resumen, la maldad de nuestra época. Es torpeza también lo contrario; gran tiranía pretender a todos iguales. Si en términos de bacterias estamos, bichos verdaderamente malditos hoy y ayer son las ideas alojadas en los cerebros que quieren una única igualdad para la especie. Deberíamos preferir la diferencia; la riqueza es divergencias. No colectividades iguales, sí pluralidades en las que cabe el uno y el otro, aun odiándose a muerte. Ahí ha de pretenderse al muralismo, arte de muchos públicos.
Pero, en cambio, se le ha tenido por la expresión destinada a las masas, por creación ávida de muchedumbres ignorantes. Fieles a su idílica visión de un México bronco pero fantástico, los muralistas del otro siglo encuentran en el gran formato la posibilidad de reivindicar. Las masas de mexicanos desposeídos, la gleba ha sido y viene siendo el blanco. Si la barda está ante los ojos de todos, justifican, la obra debe abrir significados para esos todos que no comparten otra característica que la pobreza de espíritu.
Insuflar bríos patrios, por tanto, ha sido el objetivo del muralismo en México desde sus inicios (del siglo XX) con los dichos tres grandes, hasta sus epígonos más leales a la visión de un México maniqueo, cuyos benevolentes pobres no dan tregua en su lucha contra los pillos ricos. Los de abajo enfrentados a los de arriba, en una lid donde siempre deben vencer los primeros, es, en una frase, la base del tema mural. ¿Viva entonces la masa que admira, boquiabierta; muera el individuo que critica?
Ya no es desafío sostener que la pintura a cielo abierto en el País halló tersa acogida en la historia del arte contemporáneo, merced al gran parecido entre su concepción de la sociedad y la concepción que tenía el peor régimen populista del PRI. “En el fondo del populismo hay un gran e inconfesado desprecio por el pueblo” . Octavio Paz no se equivoca al definir de un trazo a Luis Echeverría cuando éste conjura el golpe contra el Excélsior de Julio Scherer en 1976, golpe que cierra también la revista de literatura Plural, encartada mensualmente en el diario y dirigida por el único premio Nóbel mexicano. Su sentencia es vigente para entonces y para ahora.


Paz también repudiaba el realismo socialista en el arte, porque al igual que los populistas, esos pintores del gran muro, arrobados ante las estatuas de Juárez que se yerguen en las plazuelas, demuestran en qué concepto tienen a su público. Hubo excepciones entre los muralistas, pero muy pocas.
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Franqueza es decirlo. José Hernández Delgadillo, muralista de la cuarta generación, nacido en Tepeapulco, Hidalgo, no escapó a la dictadura temática impuesta por sus antecesores. Luchador social al que los suyos consideran infatigable e incorruptible, sí, pero artista de fatigosos murales, se echa de ver en Delgadillo lealtad a la tradición.
El domingo 7 de enero recibí invitación para un pequeño evento cultural en la tierra de José Hernández. Sus cercanos develaron una pequeña placa de mármol con el nombre y las respectivas fechas de su nacimiento y muerte, el 1928 en Tepeapulco, Hidalgo, y el 2000 en Coyoacán. Después el resto del programa. El mínimo festejo tuvo un público de 5 curiosos y otros tantos disertadores. Cuáles elogiaron a Hernández, cuáles hablaron de la cultura en términos tan abstractos como ignorantes; querían decirlo todo y no articulaban nada. La última, o penúltima en hablar, era una mujer entrada en años de cuyos labios no salía el nombre de Hernández Delgadillo sin romper en llanto a moco y baba. Según el programita de mano, su tema era La historia del muralismo en Latinoamérica. Como todo buen tema a discutir, éste es de lágrimas y risas. La garganta se le cerró y no pudo seguir adelante, habiendo sólo dicho que el origen del arte público se remonta a las cavernas de Altamira y Atapuerca, en el sur de España.
La pobre no avanzó. No pudo entrar al mero tema mural: con Valconcelos en 1921 es que surge la Escuela Mexicana de Pintura, cuya primera fue el Movimiento de Pintura Mural (o muralismo mexicano) :

Mediante alegorías y símbolos fáciles de descifrar, los temas se vinculaban con la que se sentía que era o debía ser la ‘esencia de la nacionalidad’, si bien dicha esencia en la realidad no existía ni había existido o podría existir jamás. Esto sitúa al muralismo entre los grandes movimientos utópicos del siglo XX y en ello reside buena parte de su grandeza. (Teresa Conde en Historia mínima del arte mexicano en el siglo XX.)

Se pintó el origen y la evolución de la humanidad en parangón con el origen y florecimiento de la Revolución, los albores genéticos de las dos Américas, la anglosajona y la latina, el hombre como nuevo Zeus que controla el universo, las luchas intestinas, el nacimiento de la nación independiente… También se pintaron las pirámides, alegorías de la vida cotidiana antigua, efigies del dios Tláloc, serpientes emplumadas, caballeros tigre, mujeres con perfil maya luciendo hermosos huipiles bordados, el suplicio de Cuahtémoc, y y hasta sacrificios humanos, ciertamente bastante ennoblecido todo esto para que adquiriera tono heroico que lo hiciera aceptable ante los ojos del Poder que emitía cheques para el arte.
Porque nos importa de momento José Hernández no recordaremos del muralismo más que lo imprescindible para llegar al autor. Quiero evitar el recuento de las etapas que vivió el gran formato, desde sus iniciadores en la Escuela Mexicana hasta sus menos fieles continuadores. Octavio Paz, en ciernes de ser la institución cultural y hegemónica que llegó a ser después, inicia la crítica de artistas contemporáneos justo a la mitad del siglo anterior, separándose abiertamente de la plástica ideológica de Rivera y Siqueiros, así como del expresionismo de Orozco. Esta primaria ruptura estuvo beneficiada por la llegada de los artistas tránsfugas de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Civil Española; estamos en 1939-42. Demos por sentadas algunas verdades aprendidas en la primaria, como los nombres del muralismo y el consabido auspicio gubernamental.
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La vuelta de tuerca, entonces, se inscribe en un periodo posterior del arte mexicano. Estoy pensando en la generación de la ruptura, manifestación surgida en paralelo a la etapa creativamente más libre de José Hernández Delgadillo. Es en los 60 cuando los jóvenes artistas plásticos, desconocidos, José Luis Cuevas, Fernando García Ponce, Manuel Felguérez, Roger Von Gunten, Lilia Carrillo, aparecen aventándole piedras a las vacas sagradas de la época anterior. Hoy, tanto vacas como artistas, tienen museos con su nombre. También en los 60, exactamente en el 68, Hernández Delgadillo deja su trabajo como empleado de gobierno y deja de pintar por encargo. Es, pues, su etapa más libre y fértil.
Más viejo que los integrantes de la Ruptura, mi tesis es que José Hernández se hallaba tan sumergido en temas de orden social que hubiera sido ridículo volverse de repente a un arte como el propuesto por los nuevos pintores, cuya preocupación sólo era su personal estética, su propia voz, su individualidad. Confrontación 66, exposición colectiva en Bellas Artes, fue hito de los pintores ruptura y se marcaron su raya con respecto al colectivismo del mural. Y no obstante que Hernández Delgadillo participó con una de sus obras, hay una fractura insuperable: en el momento preciso que los ojos del mundo voltean a México gracias a los pintores de ruptura, Hernández da inicio a su etapa más libre, pero siempre inscrito en el viejo canon. En sentido estricto, asirse a los temas de la etapa anterior lo fue diluyendo del primer cuadro del mapamundi de la plástica mexicana. Pero otra cosa: claudicar de último momento habría sido penoso.
Entrevistado por su amigo Benito Balam, Hernández Delgadillo piensa así de los que juzgan al muralismo como encubridor de los ideólogos de la Revolución: “No se puede hacer una apreciación a rajatabla de todos los autores, porque cada autor es distinto y su enfoque es diferente. Los muralistas trabajaron con bastante libertad y así se expresaron, el Estado mexicano ha sido muy hábil para utilizar eso como una bandera nacional y lo es, pero también ha sido en beneficio propio del partido de estado.” No tenemos derecho a poner en duda ninguna de sus palabras. ¿Asistimos, entonces, ante un artista para quien el arte mural es el vínculo más apropiado para su propia ideología, individual y sin asomos de pretender la colectivización? A quien esto afirme la propia obra del maestro lo desmiente. Conocí a José Hernández a través de su Conciliábulo y lucha, mural transportable que se pronuncia contra la clase dominante. Todo cuando puso en murales (hizo más de 170, según afirma ) fue de cariz anticapitalista y prosocialista.
Delgadillo funda en 1969 el grupo de creadores Arte Colectivo en Acción. En el participan muralistas como él, de la cuarta generación; poetas y músicos. Ellos marchaban por el camino del arte público y combativo en universidades, en Escuelas Normales Superiores, en auditorios estudiantiles, en el Centro de Teatro de la UNAM; entretanto que las vanguardias creativas del mundo y del país mismo pugnaban por salir de esta tradición. ¿Mal camino el de José Hernández? Más bien, desfasado con las corrientes que se pusieron en boga en el mismo instante que él decidió dedicarse por completo al arte público.
“Delgadillo —declara Alan Barnett, su íntimo— es un artista-activista de primer orden, que llevó la misión de los Tres Grandes al final del siglo 20. Él siguió su ejemplo no sólo siendo portavoz de los desposeídos sino también les ayudó para que se convirtieran en sus propios portavoces y descubrieran sus habilidades para actuar a nombre de sus hermanos.”



¿Servir a uno mismo o al de enfrente? Habiendo visto que pregonar a grandes voces la libertad del otro encierra no nada más un entendimiento regresivo sino también profundamente despreciativo de su público, ¿entramos en conflicto?, ¿decirnos servidores del otro no es más que velo de nuestro inabarcable egoísmo? Más bien tocamos el territorio de la claridad. Si grito mi nombre a los cuatro vientos, no pisoteo a nadie y en cambio, formo parte de muchos otros diferentes y, en sus diferencias, iguales a mí. Pero si me olvido de mí y me hundo en la colectividad, hallo la cima del torpor socialista, para el cual nosotros, hombres solitarios, no tenemos más derecho que el de ser felices so pena de olvidamos de nosotros y unirnos a nuestro igual. Más que nunca, hoy debemos detenernos a pensarlo.
Pretexto de oro ha sido José Hernández para que tenga lugar esta disquisición. Si se me pide catalogar en dos palabras su obra diría: muralismo combativo. La descripción, flaca en principio, quiere significar más. Mi vecino menos preocupado por ningún tema, hoy me toma el brazo en la calle y se muestra preocupado por la guerra absurda que libra Estados Unidos contra Iraq. Estamos urgidos por tomar una postura, una postura que de ser posible no nos comprometa en serio.
Dónde hay que situarnos y mostrar nuestra preocupación. Artísticamente hablando, es absurdo que alejarse de la miserable realidad y crear fantasías insostenibles. El arte no es eso; y tampoco es su opuesto: panfletos denunciadores que quieren representar un papel que ni el peor periodismo se ha querido arrogar. Ignoro, sin embargo, hacia dónde marcha o debe estar marchando el arte pretendidamente colectivo de nuestro País.
Sé que por encima de cualquier canon ideológico, debe sobresalir la libertad de expresión. No me refiero a la manida moda de gritarle al presidente de la república sin pisar un pie en la cárcel. Pienso en la posibilidad de nadar a contracorriente de la globalidad, por ejemplo; o a favor del peor derechismo existente. Esto es, manifestar cuanto creamos (por absurdo o idiota que sea), con total confianza. El miedo a la colectividad se esta volviendo la Santa Globalizadora Inquisición: “Si te sales del carril, serás hazmerreír”, se burla amenazante la maldita colectividad. ¡Pluralidades sí, hordas no! No voy a decir “¡Arriba Calderón!”, ni “¡Arriba Baby Bush!” Pero, ¿y si lo dijera?

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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