El blog de Luis Frías

junio 28, 2008

Callarse y escuchar

Aunque es un libro notable por muchos motivos, El sublime objeto de la ideología me gusta básicamente porque tiene un ejemplo magnífico. El volumen, del teórico alemán Slavoj ŽiŽek, recuerda una anécdota de humor insuperablemente negro de la Polonia de Jarizelski inmediatamente después del golpe militar. En aquel tiempo, las patrullas militares tenían derecho a disparar sin advertir a las personas que transitaban por las calles después del toque de queda (diez de la noche). Uno de los dos soldados de una patrulla ve a alguien con prisa cuando faltaban diez minutos para las diez y le dispara de inmediato. Cuando su colega le pregunta por qué había disparado si faltaban unos minutos para la hora, él responde: “Conocía al tipo. Vive muy lejos de aquí y no hubiera podido llegar a su casa en diez minutos, o sea que para simplificar las cosas mejor he disparado de una vez…” Aunque Zizek utiliza el episodio para refutar a los críticos de Hegel, que lo juzgaban “al diez para las diez” sin siquiera comprenderlo, yo lo quiero emplear para referirme a una situación tan inmediata como escurridiza.

Hace pocos días violé una de los consejos más importantes que me dio cierto historiador del arte. “Jamás acudas a la inauguración de ninguna exposición”. De acuerdo con él, tipo inteligente, lo mejor es ir unos días después y echar un ojo con calma. Para él, el día de la inauguración sólo te acarrea problemas. Pues si, como en su caso, eres crítico de arte, lo que hará el autor de la muestra es, o despreciarte al punto de negarte hasta el saludo, o lisonjearte hasta la náusea para que hables bien de él. Y si, en cambio, eres como en mi caso, un simple y llano sujeto de a pie, lo más seguro es que no conozcas a nadie y te sientas como cariátide en medio de la multitud que devora el tinto y los bocadillos, y habla a grandes voces. Pero a juzgar por los hechos, mi amigo pasó por alto el riesgo mayor. El de tener que tragarte todas las opiniones del público asistente que no hace sino proferir sinsentidos sobre cosas que no comprenden en lo más mínimo.

Como todas las expos lujosas que se costean con el erario, ésta me trajo a la mente un cuestionamiento. ¿Conviene pagar una exposición lujosa en la capital, que veinte modestas a lo largo de tierra adentro? Lo interesante fue lo que ocurrió en la inauguración. Acudieron los integrantes de la clase política. Después de dar un recorrido por las (más que obras de arte) piezas prestadas de un almacén de artesanías elite, se pusieron a intercambiar opiniones. Ante las figuritas cuyo pretendido mérito artístico no era más que estar fundidas en plata, un político decía que “las obras son fabulosas”, a lo que el otro le contestaba: “todo es de gran calidad”.

Aunque definitivamente no vuelvo a presentarme en ninguna inauguración, esa velada fue provechosa. Después de todo, me hizo reparar en una situación que hoy prevalece. Desgraciadamente por escurridiza no es fácil de advertir. Para no ir más lejos, inclusive se puede ejemplificar con el actual debate energético.

Aun cuando en estricto sentido, la discusión a fondo del tema Pemex se esté ventilando en un sitio realmente ignoto, todo está como mandado a hacer para hacernos creer que el debate se desarrolla en todos los lugares del país: desde las sillas de los boleros, hasta las más cerradas esferas de la industria y la política mexicanas. Y es que hace unas semanas la izquierda pidió debatir el asunto antes de que el poder legislativo votara en cualquier sentido. Se fijó un periodo de 71 días para discutir. De acuerdo con las denuncias de la izquierda, lo que sucede es que la derecha en el poder pretende vender la industria petrolera nacional a los empresarios extranjeros; es, sin embargo, una acusación que no deja de oler a chauvinismo recalcitrante. Pero la derecha y sus adlátares sostienen que el fin de recibir inversiones extranjeras es por el bien de la patria: por desgracia para ellos, es más fácil creer en los anuncios de reencarnación antropocósmica que aparecen en el Aviso Oportuno.

Pero poco a poco el plazo de 71 días se va reduciendo y lo alarmante es que el debate ha derivado en esto: suben a tribuna los que están a favor o los que están en contra. ¿Aquel senador tendrá alguna idea siquiera de macroeconomía petrolera? ¿Por qué no dejan que hablen los que de verdad saben lo que conviene a Pemex? Por las noticias sólo se han podido leer las opiniones, siempre parciales, de los que razonan, con la sonrisa del diablo, sobre la conveniencia de privatizar y de los que, evocando a Lázaro Cárdenas, condenan que una mano extranjera entre al negocio del petróleo. Pero quizá lo más absurdo es la propuesta que recién salió de la izquierda. La de hacer una consulta ciudadana. ¿Nos van a preguntar si conviene que el país acepte inversiones privadas en la exploración de aguas profundas? Evidentemente es más una treta política de la izquierda, que un interés genuino por conocer lo que “piensan los mexicanos”.

Después de escuchar los inútiles e interminables debates sobre la reforma energética. Luego de haberme tenido que tragar lo que opinaban los políticos sobre las figuritas de plata. Una vez que he escuchado lo que todos opinan sobre cualquier asunto, el mayor placer ha sido escuchar las palabras de José Emilio Pacheco recientemente. Al recibir un premio al mérito literario, el poeta dijo: “No hay nadie que no pueda enseñarme cosas. Me gusta el intercambio porque no creo que todo mundo piense lo que yo. Además, y ésta era la gran ventaja del café como espacio, te acostumbrabas a oír crítica, lo que sí me parece una gran pérdida ahora, porque todo mundo es un gran crítico pero nadie quiere oír”. Hoy se cree que todo ha sido dicho ya, que nuestra opinión es de gran valía y que los debates sirven para hablar y no para escuchar. Este autismo voluntario no hace pensar sino en el gendarme polaco que, al diez para la hora, creyó que no valía la pena esperar más.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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