Cierto que los mexicanos somos especialistas en la sospecha macabra y, en consecuencia, el asunto ha dejado de ser noticia; pero también es verdad que se ha vuelto a poner de moda con los recientes hechos aeronáuticos de signo mortal. Baste hacer una encuesta rápida entre los miembros de la familia o los vecinos. ¿Fue accidente o atentado lo del secretario de gobernación? Desde luego, la mayoría, inclinada por la versión del asesinato calculado, tendrá versiones tan disímbolas como atractivas sobre los porqués del plan mortal. Que lo mandó acabar el propio Calderón o que fueron los narcos o —lo mejor— que sigue vivo en una isla exótica, son especies cuya lógica no tiene ningún desperdicio. ¡Y es que son tan verosímiles! No faltará cierto acartonado analista político que vitupere especulaciones irracionales como éstas. Comoquiera que sea, me interesa indagar en los posibles orígenes de estas divertidas sospechas.
Días antes del suceso, el padre del secretario de gobernación corría el riesgo de ser investigado por la PRG, porque presuntamente se enriqueció haciendo contratos con la española Repsol la cual, gracias a la reforma energética lograda por el difundo Mouriño, va a sacar pingües ganancias de nuestros fondos marinos. La otra versión, la de los narcos, ¿a quién le parecería descabellada? ¡Lo que sorprende es que no nos hayan matado ya a todos! O la tercera opción, que el secretario continúe vivo: aunque eso lo inventó alguien que ve mucho cine gringo, hay que admitir que después de todo, se trata de la sospecha más linda. Pero hasta el momento, no encuentro explicación más apasionante que la proporcionada por la ciencia de los signos: la semiótica.
Aunque los análisis semiológicos aparecen por primera vez hace más de medio siglo en un libro del vienés Ferdinand de Saussure, lo cierto es que no cobra vida hasta que aparecen los estudios de teóricos como Yuri M. Lotman o el famoso Umberto. Proponían cosas que de tan sensatas no parecían verdades científicas: pues estamos habituados a que todo cuanto tenga que ver con la Academia y no sea abstruso, simplemente no puede ser verdad. Pues la semiótica no funciona de esa manera: no complica las cosas porque sí. Desde Saussure, la idea de la semiótica es ser el equivalente académico de eso que solían recomendar las madres a las hijas casaderas: tener cuidado con las apariencias. Porque del mismo modo que el mozo más atractivo seguramente es el más hideputa, cualquier asunto de la existencia mantiene oculto su significado verdadero. Y hay que ir tras él.
Seguramente las madres le decían a las chicas: guárdate de aceptar invitaciones de ir de día de campo. Pues no sin razón, sabían que una invitación al bosque solitario era una invitación al fornicio desenfrenado —ya complaciente, ya forzado, cosa dependiente del temperamento del galán. En cualquier caso, las chicas no volverían de la excursión con toda la inocencia con que habían partido.
Sin esta mojigatería de por medio, pero a cosa parecida se referían Eco y Lotman cuando analizaron cómo se desempañaban los signos en la forma de comunicarse los humanos. Y precisamente la primera cuestión es que, al igual que el guapo mozalbete, los signos saltan a nuestra vista haciéndonos creer que significan una cosa que, en el fondo, no es la verdadera. Idiota pero práctico ejemplo: los señalamientos carreteros. La vaca del letrero cuadrado no es una vaca verdadera, sino la evocación del mamífero con el que, si te descuidas, seguramente vas a estamparte. O aquel letrero del peatón: no es un ser humano sino la imagen de verdadero ser que, en cualquier momento, se puede aparecer en medio del camino. Por eso hay que reducir la velocidad. He aquí la cuestión: lo que nos quiere decir la autoridad que puso esos letreros de vaca y de ser humano, es: ¡baja la velocidad ya!
Los letreros no son los que nos hablan, sino las autoridades que, por medio de estos letreros, nos dicen que bajemos la velocidad, so pena de encontrarnos bien con una gorda vaca lechera o con un niño que va cantando con la mochila a cuestas.
Ahora bien, en el arte toda esta cuestión cobra su verdadera complejidad. ¿Quién no ha ido al museo y ha salido mil veces más confundido que cuando entró? Si el título de la exposición “Desiertos hipotéticos” ya llamaba a la incomprensión, las fotografías de un cable colgando de un tubo o de una niña sonriente abriendo las piernas, acaban por ponerlo a uno histérico. Es más difícil penetrar en el significado de estas obras, porque se trata de significados más complejos de los que razonamos de ordinario en nuestras vidas mundanas. Así pues, al examinar la naturaleza semiológica de todas las cosas, Yuri M. Lotman llegó a esta afirmación: la complejidad de los signos es directamente proporcional a la complejidad de la información transmitida. No hay pues que preocuparse demasiado si, al cabo del recorrido por la exposición, no se ha comprendido nada: sólo hay que ver menos telenovelas y leer más filosofía.
De este modo, uno puede perder cuidado si en estos días vuelve a aparecer algún político en el noticiario, montando en cólera con disimulo porque todo mundo sospecha que el secretario de gobernación no falleció, sino que lo hicieron morir. Se puede contestar haciendo ver las explicaciones de Eco y Lotman.
Concedamos que la política es un arte. Como todo buen arte complicado —y muchas veces incomprensible— sus mensajes son un tanto herméticos. Y que se desplome el avión de tan ponderado personaje puede significar muchas cosas. Si lo hizo caer el gobierno: significa que había algo muy podrido. ¿Era lo del padre de Mouriño? Si lo tiraron los narcos: es que las cosas van normal. Y si anda disfrutando de lo lindo en una isla: es porque alguien del gobierno está viendo mucho cine gringo. Lo peor es que fuera un accidental desplome: en ese caso, ni siquiera Eco y Lotman descifrarían por qué el gobierno nos manda el mensaje de “mexicanas y mexicanos: no se preocupen, todos estamos jodidos; ya ven que ni nuestros mejores equipos sirven”.
Días antes del suceso, el padre del secretario de gobernación corría el riesgo de ser investigado por la PRG, porque presuntamente se enriqueció haciendo contratos con la española Repsol la cual, gracias a la reforma energética lograda por el difundo Mouriño, va a sacar pingües ganancias de nuestros fondos marinos. La otra versión, la de los narcos, ¿a quién le parecería descabellada? ¡Lo que sorprende es que no nos hayan matado ya a todos! O la tercera opción, que el secretario continúe vivo: aunque eso lo inventó alguien que ve mucho cine gringo, hay que admitir que después de todo, se trata de la sospecha más linda. Pero hasta el momento, no encuentro explicación más apasionante que la proporcionada por la ciencia de los signos: la semiótica.
Aunque los análisis semiológicos aparecen por primera vez hace más de medio siglo en un libro del vienés Ferdinand de Saussure, lo cierto es que no cobra vida hasta que aparecen los estudios de teóricos como Yuri M. Lotman o el famoso Umberto. Proponían cosas que de tan sensatas no parecían verdades científicas: pues estamos habituados a que todo cuanto tenga que ver con la Academia y no sea abstruso, simplemente no puede ser verdad. Pues la semiótica no funciona de esa manera: no complica las cosas porque sí. Desde Saussure, la idea de la semiótica es ser el equivalente académico de eso que solían recomendar las madres a las hijas casaderas: tener cuidado con las apariencias. Porque del mismo modo que el mozo más atractivo seguramente es el más hideputa, cualquier asunto de la existencia mantiene oculto su significado verdadero. Y hay que ir tras él.
Seguramente las madres le decían a las chicas: guárdate de aceptar invitaciones de ir de día de campo. Pues no sin razón, sabían que una invitación al bosque solitario era una invitación al fornicio desenfrenado —ya complaciente, ya forzado, cosa dependiente del temperamento del galán. En cualquier caso, las chicas no volverían de la excursión con toda la inocencia con que habían partido.
Sin esta mojigatería de por medio, pero a cosa parecida se referían Eco y Lotman cuando analizaron cómo se desempañaban los signos en la forma de comunicarse los humanos. Y precisamente la primera cuestión es que, al igual que el guapo mozalbete, los signos saltan a nuestra vista haciéndonos creer que significan una cosa que, en el fondo, no es la verdadera. Idiota pero práctico ejemplo: los señalamientos carreteros. La vaca del letrero cuadrado no es una vaca verdadera, sino la evocación del mamífero con el que, si te descuidas, seguramente vas a estamparte. O aquel letrero del peatón: no es un ser humano sino la imagen de verdadero ser que, en cualquier momento, se puede aparecer en medio del camino. Por eso hay que reducir la velocidad. He aquí la cuestión: lo que nos quiere decir la autoridad que puso esos letreros de vaca y de ser humano, es: ¡baja la velocidad ya!
Los letreros no son los que nos hablan, sino las autoridades que, por medio de estos letreros, nos dicen que bajemos la velocidad, so pena de encontrarnos bien con una gorda vaca lechera o con un niño que va cantando con la mochila a cuestas.
Ahora bien, en el arte toda esta cuestión cobra su verdadera complejidad. ¿Quién no ha ido al museo y ha salido mil veces más confundido que cuando entró? Si el título de la exposición “Desiertos hipotéticos” ya llamaba a la incomprensión, las fotografías de un cable colgando de un tubo o de una niña sonriente abriendo las piernas, acaban por ponerlo a uno histérico. Es más difícil penetrar en el significado de estas obras, porque se trata de significados más complejos de los que razonamos de ordinario en nuestras vidas mundanas. Así pues, al examinar la naturaleza semiológica de todas las cosas, Yuri M. Lotman llegó a esta afirmación: la complejidad de los signos es directamente proporcional a la complejidad de la información transmitida. No hay pues que preocuparse demasiado si, al cabo del recorrido por la exposición, no se ha comprendido nada: sólo hay que ver menos telenovelas y leer más filosofía.
De este modo, uno puede perder cuidado si en estos días vuelve a aparecer algún político en el noticiario, montando en cólera con disimulo porque todo mundo sospecha que el secretario de gobernación no falleció, sino que lo hicieron morir. Se puede contestar haciendo ver las explicaciones de Eco y Lotman.
Concedamos que la política es un arte. Como todo buen arte complicado —y muchas veces incomprensible— sus mensajes son un tanto herméticos. Y que se desplome el avión de tan ponderado personaje puede significar muchas cosas. Si lo hizo caer el gobierno: significa que había algo muy podrido. ¿Era lo del padre de Mouriño? Si lo tiraron los narcos: es que las cosas van normal. Y si anda disfrutando de lo lindo en una isla: es porque alguien del gobierno está viendo mucho cine gringo. Lo peor es que fuera un accidental desplome: en ese caso, ni siquiera Eco y Lotman descifrarían por qué el gobierno nos manda el mensaje de “mexicanas y mexicanos: no se preocupen, todos estamos jodidos; ya ven que ni nuestros mejores equipos sirven”.