El blog de Luis Frías

agosto 08, 2008

El retorno maléfico

De la poesía Ramón López Velarde, dijo Octavio Paz:

"aunque ingenua o limitada, nada impide que veamos en ella algo que aún sus sucesores no han realizado completamente: la búsqueda, y el hallazgo, de lo universal a través de lo ingenuo y lo propio. La herencia de López Velarde es ardua: invención y lealtad a su tiempo y su pueblo, esto es, una universalidad que no nos traicione y una fidelidad que no nos aísle ni ahoge. Y si es cierto que no es posible regresar a López Velarde, también lo es que ese regreso es imposible precisamente porque ella constituye nuestro único punto de partida".

Palabras cuyo tino se constata no sólo en la "Suave Patria", sino magistralmente en "El retorno maléfico", cuyas primeras estrofas pudieran ser el himno de los transterrados, de los migrantes, o de los que sin vivir tan lejos de nuestros terruños, tenemos una reilación de amor-odio hacia ellos:

Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.

Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de la honda.

Y la fruslería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.

Para los interesados no sólo en Ramón López Velarde (Jerez, Zacatecas, 1888-Ciudad de México, 1921), sino de todos los integrantes del Modernismo mexicano, sugiero la relectura, a la luz de la actualidad, de la Antologia del Modernismo (1884-1921) que preparara José Emilio Pacheco en 1970 para la Editorial Era, pero que hoy se puede encontrar en la Biblioteca del Estudiante Universitario, de la UNAM.

Como las islas


Hacía tiempo que no tenía tanta actualidad esa palabreja. O mejor dicho, ese par de palabrejas. Hablo de la inopinada presencia en todos los medios de comunicación del término “aldea global”. Los reporteros la usaron la semana anterior cada vez que transmitían por televisión algún asunto de la Conferencia Internacional Sobre el Sida. Celebrado este año en México, en el evento se estaba hablando de numerosos temas ligados con la prevención del VIH. Ojalá se hayan expuesto soluciones sensatas; hay que erradicar ese virus que ha cobrado tantas vidas. El caso es que al mismo tiempo que se realizaban las actividades oficiales adentro del Hipódromo de las Américas, había otras, alternas, en un recinto anejo al que las ONG´s participantes dieron en llamar “aldea global”. Pero éste término, que empleado en tal circunstancia querría referirse a la pluralidad sexual, originalmente quería decir una cosa distinta.

Se acepta que al investigador canadiense Marshall McLuhan (1911-1980) le adeudamos la implantación del término. Exhaustivo estudioso de los orígenes de la globalización, el autor de The Gutemberg Galaxy, aunó este par de palabras en 1962 con la intención de referirse a los cambios que sufren las sociedades a raíz de la vertiginosa aceleración que comenzaba a advertirse allá por los años 60 en los medios de comunicación. Hace casi medio siglo. En esa cada vez más distante época, McLuhan pronosticaba la radical transformación de las sociedades al tal punto, que la forma de vida de la humanidad entera se asemejaría más al de una pequeña aldea que al de un planeta de proporciones ingentes. Esto es: debido al progreso tecnológico, todos los habitantes, comunicándonos de manera casi instantánea por los cada vez mas modernos medios tecnológicos, íbamos a conocernos unos a otros.

Ese mismo año sale a la superficie del pensamiento universal una idea relacionada con la de McLuhan. La de “Sociedades de la Información”. Término que hoy tiene varios sinónimos: Sociedades del Conocimiento, Sociedades Post-modernas y Sociedades Post-industriales. La frase se la debemos al pensador vienés Fritz Machlup (1902-1983). La introdujo en su obra La producción y distribución del conocimiento en los Estados Unidos, cuya idea central era que la mayor cantidad de trabajo utilizaba básicamente información, en desmedro del esfuerzo físico. Era toda una revolución. Se asimiló como el paso de la sociedad industrial a, precisamente, la “sociedad de la información”.

Ahora bien, aunque ellos acuñaron ambos términos —ciertamente, señeros en lo que respecta a la globalización—, lo cierto es que fue el español Manuel Castells quien en 1999 habló por vez primera de un fenómeno que nos afecta directamente en los tiempos que corren. La llamada glocalización. “El término que debe entenderse como la articulación entre lo global y lo local desde una visión urbana, como una noción que hoy se aplica tanto a la economía como a la cultura”, explica la investigadora también española Sonia Fernández. Dicho de otro modo: es el momento culminante en que los individuos locales deben tomar sus decisiones fundados en conocimientos universales. “Piensa global, actúa local”, se escucha razonar a los miembros de Greenpeace, adictos al vegetarianismo y al yoga.

Evidentemente ni McLuhan ni Machlup se equivocaron en sus pronósticos. En efecto, tanto la idea de que el mundo se convertiría poco a poco en una “aldea global”, como la noción de las “sociedades de la información”, son cuestiones que se hoy pueden tocar con la palma de la mano. Vivimos ambas realidades. Desde hace unos cuantos años, el intercambio de grandes cantidades de conocimientos es posible gracias a los medios electrónicos, principalmente al internet. Se puede saber lo que está pasando en el otro lado del mundo sin siquiera levantarse del asiento. Basta encender el ordenador y aplastarnos a leer las noticias, a ver videos, y a expresar, si lo deseamos, nuestra opinión.

He olvidado quién dijo: “cuando tengo ganas de hacer ejercicio, me espero un rato hasta que se me pasen”. La cuestión es que soy un flojo y me uno a él. Sin embargo, aunque agradezco haber nacido en esta época de las sociedades de la información en que usamos menos los martillos que el intelecto, también apoyo a los que han puesto el dedo en la llaga de los efectos malignos de nuestra posmoderna forma de vida. A propósito, conviene pensar en la aldea global de McLuhan. Cierto es que no se equivocó el canadiense en sus previsiones, pero tampoco acertó por completo. Si pensaba que todo sería bueno en un planeta cuyos habitantes se pudieran comunicar no importando las distancias, estaba incurriendo en un pequeño error de cálculo. Pongo por caso a la sociedad gringa. Según las estadísticas, el 70 por ciento de ellos ¡prefiere realizar todas sus actividades por internet, que hacerlo físicamente! Y las mismas estadísticas informan que el mundo entero está emulando el ejemplo norteamericano. ¿A medida que internet nos facilita nuestras actividades, nos alejamos más del mundo real? ¿Es exagerado pensar que a mayor acceso a la comunicación, hay menor interacción entre los seres humanos? ¡Nos aproximamos a gran velocidad a una convivencia entre polos opuestos del planeta, al tiempo que se hace imposible la comunicación entre vecinos!

Nos ha tocado ser generación con más riqueza en conocimiento, pero con la más escasa interacción humana. Como buen pesimista, barrunto que nos acercamos a convertirnos en islas, con todo y nuestras abundantes cantidades de saber, pero islas al fin y al cabo. Solitarias islas perfectamente informadas. Exóticas, exuberantes, maravillosas islas incomunicadas.

A esta queja por la torpeza con que hemos desperdigado las posibilidades ofrecidas por la abundante información, había que agregar otro efecto lamentable de la globalidad: precisamente la tremenda expansión de esa enfermedad que la semana pasada se estuvo discutiendo en la “aldea global” instalada contiguamente al Hipódromo de las Américas.

Qué le vamos a hacer

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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