El blog de Luis Frías

febrero 19, 2007

Ciudad Nostalgia

Cuatrocientos años después, un sol implacable quema despaciosamente la piel del llano. Es medio día y el sol, ojo atroz, se abate despiadado sobre caserío de adobe. En medio del mar no se ve sino agua y más agua; en medio del llano no se ve sino tierra en grado superlativo, hasta parecer desolación. Hay un cerro aquí y otro allá pero detrás nuevamente el llano. Evidente amansamiento de la tierra ante el poderío del quemante rayo. La batalla de los elementos la ganó él. Sólo a veces hace su aparición el viento.
Una ráfaga corre enloquecida de aquí allá hacia ningún lugar. Al grupo de niños que tiran de un burro muerto los persigue el remolino que arrastra polvo y hojas secas. Cierran los ojos y se hacen chiquitos. Cuando se hubo alejado un poco, regresan al burro. Como si nada, el cabello tieso, la piel seca, huesudos, los niños son ya viejos. Viejos desde que nacen.
Cuenta Ricardo Garibay que eran casi niñas las que tenían al bebé en brazos. Víctimas del padre o del hermano. No pasan de los 20, 30 años cuando han muerto a patadas por el furor de un esposo borracho.
Llega el anhelado viernes y ocurre de nuevo. No hay raya en el tinacal. De consolación, se hacen llenar las botellas como siempre. Huecas desde hace días, las tripas arden al contacto con el líquido. Los ánimos se caldean. Basta un chisme en voz baja difundido de boca en boca, entre risillas tímidas, para que el indio Simón azote a su hermano contra una piedra. Muerto éste, aquél se echa a llorar.
Aquí los días buenos son malos, y los malos peores. La más bonita es elegida reina. Para almibararla con flores y coloridos trapos, el patrón descuenta un mes de salario a la comunidad. Se aplica el descuento, pero nunca llegó el regalo.
Empujados a culatazos contra la pared, los rotísimos sombreros de palma en las manos y la mirada al piso, la fila de cinco entra al puesto de policía. Afuera las familias hechas un llanto oyen la descarga seca. ¿La acusación? Tentativa de subversión. ¡Subvertidos! ¿Indios que entran de rodillas a la iglesia con la frente embarrada al piso?
De injusticias sobran ejemplos. Doloroso es éste: en medio de los dos hay un morral de jerga. No importa a cuál le pertenece. Se traban en pelea uno con un machete y el otro con un pequeño trozo de metal afilado. ¡Por supuesto, no perdió la vida el del machete! El morral traía unos pedazos de tortilla, un rosario y un poco de sal.
O éste: un niño se retuerce de hambre en la tierra, mientras el grupito de enfrente no le convida de las tortillas enlamadas que mastican con una sonrisa sin expresión.
Agazapados tras los magueyes y los mezquites, esperan a que termine de comer el equipo de una filmación para lanzarse sobre los restos de pollo rostizado y latas de atún.
Fue un largo día de 400 años, entre la Conquista y la súper modernidad que les esperaba.
De aquellos indios jactanciosos por no haber sucumbido antes de 1521 a manos de los conquistadores, hacia entrado el siglo XX no quedaba ni un asomo de altivez, ¡ni de dignidad! Eran el rostro de la decrepitud.
Por eso la historia de aquí es reciente; o ¿interesa mencionar un pasado mísero, que insulta al entender humano? ¿Quién solapó a los dueños de las haciendas pulqueras de Irolo y Ápam para que extirparan la razón de los indios a punta de palos, aguardiente y pulque? Cero justicia. A nadie le interesó ponerla a funcionar.

*

En medio de estas soledades se construyó un pequeño pero moderno centro industrial, símbolo de los adelantos que iba a experimentar el país. La edificación de un centro empresarial en esta zona se hizo, según la historia oficial, precisamente con el propósito de disminuir esos vergonzosos índices de pobreza y marginación en la zona. Diarios de la época y libros ulteriores ilustran con cifras, noticias, fotos, crónicas, apologías, cómo Quintín Rueda Villagrán, a la sazón gobernador de Hidalgo, y el Presidente de México, Miguel Alemán, firman unos papeles para que se asiente aquí una empresa paraestatal que fulminaría el atraso.
Y en efecto, el finalmente llamado Combinado Industrial Sahagún no era cualquier cosa. Se trataba de un ultramoderno y fantástico cuento de hadas cuyos personajes, enormes, eran tres industrias de envergadura. Diesel Nacional (DINA) de la mano con FIAT era la más grande, seguida por Constructora Nacional de Carros del Ferrocarril (CNCF), y Toyoda, que iba a fundir hierro y acero. Para pagar todo esto, el gobierno federal puso muchos billetes.
Del capital inicial de DINA, sólo 8 por ciento correspondía a la italiana FIAT y el 14 a privados mexicanos, mientras que el 78 restante era del gobierno federal. En CNCF ocurrió casi igual: 87.5 por ciento de su capital era de Nacional Financiera y del Banco de México, mientras que el 12.5 era de instituciones privadas del país. Con Toyoda no: el gobierno sólo colaboró con 0.6 por ciento y lo demás era de unos orientales. En los tres casos, las industrias entraron en funciones allá al inicio de la década del 50.
A través de ellas se quería implementar la llamada “sustitución de importaciones”, política para dejar de comprar al extranjero y, mejor, gastarse el dinero dentro de nuestras fronteras. A este propósito estaban destinados los camiones y autobuses DINA, cuya producción, comprada casi toda en México y Latinoamérica, apenas si llegaba a Europa y Estados Unidos. También las comunicaciones ferroviarias del país rentaban vagones carísimos de Estados EE UU, por lo que los carros tolva, los carros caja y los carros góndola de CNCF vinieron a remediar aquel gastazo. Por su parte, Toyoda hacía piezas que las otras dos ocupaban en sus líneas de armado. Fríamente calculado, ¿no?
Todo en un pequeñito espacio de tierra que queda a escasos 60 minutos de la capital del país. ¡Magnífica ubicación, perfectas condiciones! ¡Oh, pero qué tontos habíamos sido! ¡Cómo pudimos inadvertir por siglos este paraíso de tepetate, polvo, sol y olvido! Víctor Manuel Villaseñor, director de Constructora Nacional desde iniciada hasta 1970, cuando renunció en repudio por el estado reinante de la administración en Sahagún, dijo que la planificación del Combinado Industrial fue casi nula y estaba destinada al fracaso, como en efecto sucedió.
El Combinado daría trabajo a miles de obreros, los sacaría de la miseria y les haría la justicia que se les adeudaba. Pero ¿es que acaso eran obreros? Más bien tlachiqueros, y muchos más, indios de por el rumbo que se presentaban a pedir empleo ataviados con jirones una manta gastada. ¿De qué otra forma? Los tres dientes que les quedaban, podridos. ¡Una empresa ultramoderna en manos de indios que en muchos casos, masticaban mal el español! También llegaron gentes de Tulancingo, Pachuca, Otumba, Calpulalpan, Teotihuacan y de todos los pueblos a la redonda. A propósito de esta movilización humana, Ricardo Garibay describe exultante una tarde gloriosa de Sahagún: “Atardece. Anaranjado sol del desierto. Es septiembre y comienza el frío. Vientos casi helados soplan de todas partes hacia todas partes. Silbatos. Sirenas. Millares y millares de trabajadores salen de las fábricas. Calzadas y carreteras se llenan de coches y autobuses […] Nos alejamos y al contrario de lo que dijera el Dr. Atl cuando regresó la primera vez del roquerío de Tepoztlán: ‘vengo de un viaje de tres mil años’, yo diré llegando a México, dentro de una hora: vengo del Futuro, del futuro de mi patria, sí pues, de nuestra redención debida a nuestro propio esfuerzo y sin aspavientos ni demagogias. Vengo de ver cómo sí somos capaces de igualar al pensamiento, nuestra vida diaria”.
Garibay murió en 1999. Para esas fechas ya todo había cambiado por aquí. Tuvo noticia del error de sus palabras. Error parcial o mejor dicho: verdad temporal. Veamos.

*

Estamos en los 70. Hace años que el Combinado es un referente mundial de la industria mexicana. Ya se construyó una ciudad, Ciudad Sahagún, en los alrededores del Combinado. Da alojamiento a directivos, ingenieros, obreros. Todos trabajan en las fábricas. Hay escuelas, calles nuevas, iluminación, conciertos gratis de Óscar Chávez en el cine auditorio local. Autos baratos. Vacaciones pagadas. ¿Qué fue de aquellas polvorientas soledades abrasadas por los rayos del sol? ¡Incluso existen sindicatos para proteger al obrero!
Hace años que el sindicalismo echó raíces. Está fuertemente afianzado y si alguien maltrata al obrero, detienen la industria. Sólo el sindicato puede maltratar a sus afiliados. Para entrar al trabajar a la fábrica es ineludible la aquiescencia del líder sindical —charro, las más de las veces.
El Sindicato Minero sección 200 le turna mano de obra a Carros de Ferrocarril, donde la cosa tira bien. Está liderado nacionalmente por Napoleón Gómez Sada, padre de Napoleón Gómez Urrutia, el famoso Napito. La sección 200 compró con las cuotas obreras una hacienda, en Xala, Edomex, próxima a Sahagún. Ahí se hacen fiestas para cuando viene el Viejo Napoleón, así le dicen. Hace no mucho me tocó en (mala) suerte ir a una comida para el Nuevo Napoleón. Es como en ese entonces, pero ahora. Hay huelga por casi todo. Victoria Novelo y Augusto Arteaga documentaron en un buen libro -
La Industria en los magueyales. Trabajo y sindicatos en Ciudad Sahagún- que cierta ocasión los obreros pretendían hacer paro porque en diciembre no les dieron los juguetes suficientes para sus hijos. Juguetes…, sí.
Porque, ¡ah!, las empresas obsequian juguetes, alimentos a precio de risa, pagan horas extras a obreros que duermen la siesta, y un largo etcétera. Pero cuidado con el sindicato. ¿Un obrero quiere producir más de la cuenta, dice en voz alta que le cae mal el jefe? Los estatutos son claros. Se va. El sindicato, en protesta contra CNCF, se encargaba de que la producción no pasara de cierto tope. Sólo cuando andaban bien las ligas obrero-patronales, aumentaba el número de carros diarios. Tampoco Dina y Toyoda escapan al lindo charrismo. Sólo que ahí había algo llamado sindicatos “independientes”, de tamaño local.
Las empresas trabajaron con números rojos esa década. Novelo y Arteaga entrevistaron a un obrero que, sin dar crédito, se pregunta por qué recibe utilidades si su empresa está trabajando con pérdidas día a día… Pero es entonces cuando Toyoda deja de ser Toyoda y se convierte en Sidena, con inversión coreana y buenas expectativas. Y Carros de Ferrocarril inicia la construcción de esos anaranjados vagones hermosos, casi calcas del Metro de París. O sea, la producción va bien; sólo las finanzas no. Los obreros cobraban salarios inmejorables en todo el país. Y los políticos de la Ciudad de México se dsputaban por dirigir las empresas, plataformas políticas y económicas (aquí trabajaron Villaseñor, Reyes Heroles, Krieger, Olivier…). Como botón de muestra, un directivo del combinado de apellido Zorrilla, que luego se hizo diputado, hoy está en pero por desfalco. Por fuera todo bien, por dentro una olla de presión.
Ya desde 1970, Villaseñor en sus Memorias de un hombre de izquierda barrunta la caída de Sahagún. Nos advirtió que de continuar las cosas como hasta ese año, el Combinado se irá a la coladera. El correr de la década parecía negarle la razón. No tanto. Nos han dicho que el derrumbe de Sahagún iniciado en los 80 fue por causas externas. ¿Y las internas?

*

La cosa no iba tirando bien en las empresas. Los saqueos a manos de directivos y obreros, documentados mucho después, estaban a la orden del día. Las huelgas también tenían lugar a cada rato. Y sin embargo, la marcha no era pésima del todo. Vino, empero, la devaluación de 1982. Los números rojos del Combinado eran insostenibles para el gobierno.
Un día, los ejecutivos de Renault Mexicana recibieron una orden. Miles de obreros andaban ya tentados por la desconfianza. El desinterés por el trabajo había volcádose en una sensación rara dentro de las naves. “Dame ése destornillador”. “Toma”. Algo como una tristura generalizada.
Entonces les llaman de la gerencia. Sin apagar las máquinas, dejan vacía la nave. Llegando a la sala de juntas, en actitud solemne, el hombre de traje se desmonta los lentes y los recibe. “Primero que nada, sepan que apreciamos mucho sus esfuerzos. Es difícil decir esto…”
La suerte estaba echada.
Una década más tarde, en 1992, Carros de Ferrocarril da la noticia. Muchos la conocimos de cerca. Mi padre era obrero. Yo era entonces un pequeño. A mí me tocó una pipa de plástico, azul con gris, en un diciembre. Era grande, como carro de montar. Y llena de agua, me trepaba en ella y le daba calle abajo. No comprendía porqué papá se ponía a verme jugar, arrasado por una felicidad inenarrable. Lo entendí cuando no pudo regalarme más juguetes en navidad. Empezó a llegar más borracho cada vez, con alcohol que le fiaba un amigo suyo, también despedido de la empresa que había puesto una tienda en la entrada de su casa. Constructora Nacional se había convertido en Bombardier.
La canadiense continuó con el armado de vagones para el tren y el Metro. Abrió plazas laborales pero no tantas, ni para obreros mayores. En síntesis, dejó de pertenecer al Estado y pasó a un régimen de particulares. Sólo jóvenes encontraron acomodo ahí, como en las demás fábricas.
DINA daba empleo a muchísimos más obreros en los años 90. Y los mejor pagados. Tantos eran porque había dos DINAS, una que hacía autobuses y otra camiones. Ambas cerraron. Miles y miles de obreros despedidos. Entonces, la gente conoció la nostalgia por los viejos tiempos de gloria económica.
Y Si la cosa ha dado para que el lugar siga en pie es por unas cuantas empresas:
Como Dikona, que al sucumbir la adquirió el grupo San Lázaro, tras cuya caía nuevamente cambia de propietario, el estadounidense National Castints. O DINA, que pasó a manos del Consorcio G, de los tapatíos Gómez Flores. La compraron a precio de risa y la convirtieron en 1992 en American Coach Industries, la líder en producir urbanos en Norteamérica. Sí: polvos de aquellos lodos nada más; pero pudo haber funcionado de no presentarse la otra devaluación. La terrible de 1994.
Con todo, las cosas no iban tan mal.
A fin de no perder tanto, los Gómez Flores tuvieron que ser creativos hasta el exceso y adquirieron deudas a fin de sobrellevar la carga. En un intento por salir a flote, diseñaron una nueva línea de autobuses, los Marcopolos, reestructuraron su deuda, inventaron lo imposible… Pero el 10 de septiembre de 2001 pasó. Se dio por terminada la relación entre empresa y obreros, dejando en la calle a unos mil 500 trabajadores. La flama de National Castings también se apaga.
Más de 2 mil 500 obreros se quedaron sin un peso, porque los empresarios huyeron sin pagar liquidaciones. “Repártanse las máquinas, traguen fierros”, decía su actitud. Al arranque de los noventa fueron obreros añejos a quienes les dieron las gracias; al final del siglo se apagaron las fuentes laborales de los nuevos obreros, éstos acaso la tercera generación de aquellos tlachiqueros. ¿Condenados a la misma suerte sin empleo? Parece. En enero 30 de 2001 tuvo lugar el ruin episodio que cerró al Consorcio G; desesperados, con megáfonos enloquecidos, los directivos advirtieron sobre una amenaza de bomba. Huyen despavoridos los obreros, dando ocasión para que, acto seguido, apareciera, montada sobre el alto portón, una manta que notificaba del despido total, definitivo. No hubo oportunidades de reclamar. Cerrado. Punto.

*

Ciudad Nostalgia
Con flojera y tarde amanecen los días entre semana. Las calles están vacías. Una señora vende productos lácteos en un carrito. Un anciano acude a su encuentro y le compra. Allá va un gran danés pinto; corre a ladrarles a los niños con uniforme y mochilas. Hago un recorrido a pie por los jardines y me encuentro casi solo, salvo por los viejitos que salen a platicar. Me dicen buenos días joven. Soy el único que anda por las calles queriendo buscar algo que nunca encontrará. Estoy en un panteón, buscando vida entre los muertos. La ciudad está muerta en vida. Ciudad Nostalgia. Calles con bordos y tumores. Asfalto viejo, nada que ver con el que yo caminaba. Ánimo vencido de una ciudad hecha por espíritus de fierro. No hay vida en las calles de las colonias DINA, Carros, Sidena, IMSS. Ordenadas y bonitas en otro tiempo, hoy están desérticas. La mañana concluye. Me lo dice el sol, que cambió de posición. Es sólo la hora de comer. Sólo entonces la calle cobra un poco de vida. Las amas de casa descansan de la rutina y van, con todo y mandil, por su hijo a la primaria. O a la secundaria, que queda muy cerca. A veces, recorren las calles algunos carros viejos, todos Renault 5, Renault 12, Renault 8, y también Renault camionetas. Chistosas peseras de hace siglos. Hacen un run run muy fino, en sordina. Trepo al auto y me voy por las avenidas largas, que parecen de terracería. No, la terracería es más suave que estos hoyos infames. Pasa una camioneta ford de los ochoentas. Al viejo de sombrero que va al volante lo acompaña su mujer en mandil a cuadros y una muchacha casadera. Rancheros. Llevo la ventanilla abierta. Hasta acá advierto la música de un Pepe Aguilar que quiere escapar del encierro de la ford. ¡Ah, qué ganas de treparme con ellos y sentir compañía!… Es claro que vienen de Tepeapulco. Tepeapulco está a 5 minutos de Ciudad Sahagún. ¡Pero Tepeapulco es Tepeapulco y Sahagún es Sahagún! ¡Ellos tienen 400 año de vida y siguen; Ciudad Sahagún ni siquiera 60 y no la ve! Se trata de no prestarle atención a ellos y de regresar a estas soledad ansiosa. ¿Se trata de eso? ¿Dime Ciudad Nostalgia, se trata de eso? ¡Dime algo! Un bachazo me hace brincar, y se me revuelven los pensamientos. ¡Pero si esto puede seguir siendo! Mira, sólo hay que buscar la mejor salida. ¡Siempre hay opciones! Con que cada quien haga lo que le toca… Por ejemplo, el gobierno está invirtiendo para que esto salga del hoyo. Hay una empresa nueva, la ASF Keystone, donde trabajan poco más o menos 500 obreros. Hay otras más. El año anterior se invirtieron millones. No mamadas, ¡millones! Creéme, mira Martha, mi Ciudad te va encantar, cielo. Pues sí, no hay casi nada ya, ¡pero cuánto hubo! ¿Que vivo del recuerdo, dices? Si respondo que sí, te miento; si te digo que no, también. Aquí se vive de otra cosa, Martha, de esperanzas. Infundadas pero esperanzas al fin y al cabo. Y es lo último que muere.
¡Ay, Ciudad Nostalgia! Me haces pensar entelequias imposibles. Pues sí, imposibles. ¿Posibles? No, dije imposibles. ¡Por favor! ¡Pero si ya no hay dinero para echarlo a perder como ocurrió el siglo pasado! Y las empresas de ahora son otra cosa. No se dejan ningunear por un sindicato caciquil como el de Napito. No podemos regresar a lo que fue antes. O… ¿tal vez sí? ¡No! Sí sí sí. ¿Por qué no? Aquí hay mucha mano de obra calificada. ¿Cómo que no? Bueno, ya se han ido muchos, sí, pero la hay. ¿Tú que sabes? Carajo, ventanilla, súbete más aprisa; esa muchacha piensa que estoy loco por hablar solo… Bueno, total. Haz lo que quieras; ya estoy entrando a las sección sur, donde están las fábricas. Es un desierto con piso de cemento. Ah, la hermosa arquitectura sesentera… Nomás cuadros y círculos, ángulos rectos en las puertas y ventanas. Música a go-go y mis papás bailando. Si no fuera porque el adoquinado está peor que nunca. ¡Ciudad Nostalgia! Ring, ring, riiiiing. Recado telefónico de Martha, mi novia. Debo partir. No tardo, cielo.
Antes, freno el auto a la orilla de la carretera y desciendo. Apunto con mi teléfono a la puerta de Bombardier. Sin embargo, no quiero un policía en mi foto de recuerdo. Déjame sacar una foto, gordito. ¡Yo tuve una pipa de plástico, de veras; no te miento, a mi papá lo despidieron de aquí! ¿Que no te importa? ¡Mira! No… no me enojo. Sólo apártate. ¿Tengo cara de terrorista o qué? Riiiiing. “¿Te espero entonces, baby?”. Sí sí, Martha. Ya voy.
Me debo marchar. De todos modos, el sol me daba de frente y la cámara del Nokia se resiste a capturar nada respetable. Pongo en marcha el motor y emprendo mi partida como un loco. Nos vemos pronto Ciudad Nostalgia.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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