El blog de Luis Frías

agosto 30, 2008

Un grito en voz baja

En este preciso momento estoy escuchando en el tocadiscos la canción “Just friends”, de su segundo disco, Back to black. La suya es la historia de los grandes artistas. Resulta imposible tener noticia de ella y no traer a la mente, por ejemplo, la exigencia que hacía Nietzche a los creadores: “Los artistas, como a mi me gustan, sólo necesitan de su pan y de su arte”. Más notable aún: ella es el vivo ejemplo de la observación que hace Jean-François Lyotard. La larga paradoja del filósofo francés se puede resumir en que actualmente la originalidad de los artistas está allí donde no se aspira a ser originales. Esto es: hoy toda la literatura y todo el arte aspiran a la originalidad. A algo como esto Octavio Paz lo nombró “la tradición de la ruptura”. El interés en romper con la tradición ha sido tan constante que se ha vuelto en sí mismo una tradición. De esta manera, la búsqueda de originalidad se alcanza, entonces, cuando no se aspira a ser originales. Tal es el caso de la londinense Amy Winehouse.

Con la aparición de su álbum debut, Frank, en 2003 una Amy Winehouse de 20 años de edad dejó de ser simplemente una reconocida cantante de los pubs londinenses; saltó a los escenarios mundiales al recibir excelentes críticas de la prensa especializada en tendencias musicales. No por casualidad hace unos meses se supo que en escuelas de Londres los alumnos estudiaban literatura haciendo comparaciones entre los versos de Walter Raleigh y las letras de Amy Winehouse. Ya desde ese primer disco se advertía un talento sin par. Sus canciones “You sent me flyin” y “Stronger than me” son genuinos poemas del drama contemporáneo. Hay que agregar que es la dueña de una voz que envidiaría cualquier contralto de ópera. Y su apariencia, con ser desaliñada para el gusto general, yo la encuentro espléndida. Y es que no se asemeja a las atractivas rubias norteamericanas ni a las buenísimas morenas latinas. No. Es más bien flaca y su cabellera haría parir chayotes a mi estilista. Lleva sendos tatuajes tanto en el brazo como en uno de sus pechos. A la gente que conozco le parece repugnante pero a mi juicio es una mujer sumamente interesante.

Musicalmente, a Winehouse se la clasifica como una cantante de blues, jazz, soul y del ritmo inventado por el productor recientemente fallecido Jerry Wexler: el rhythm & blues. En efecto, sus ritmos nos recuerdan a las bandas musicales gringas de los años 40, cuyos integrantes eran fundamentalmente de raza negra. De hecho, tanto las coristas como los músicos de Amy son negros. De algún modo, retornar a un pasado musical tan escasamente frecuentado es una de las originalidades que más se le reconocen. Sin pretenderlo, a esta circunstancia le debe la espumeante gloria que ha alcanzado. Existe unanimidad en celebrar la afortunada mixtura de una voz prodigiosa con un género que se había echado al olvido en los últimos años. Su música embriaga, es sensual, profunda, intensa. Su mejor definición es una metáfora: un grito en voz baja en medio de un estruendo de asco. Estruendo de asco representado por la mayoría de los géneros musicales que nos envía Estados Unidos a través de MTV.

Para hablar de lo mejor que Amy Winehouse ha dado hasta el momento, es preciso referirse a su segundo disco, Back to black, de 2007. Tuvieron que pasar cuatro años entre su primera producción y ésta. El largo periodo, empero, valió la espera. No sólo se puede escuchar una mayor riqueza musical en las composiciones del disco; sus letras no parecen las de una veinteañera inexperta en las cosas de la vida sino todo lo contrario: son intensas y desgarradoras, cuando no verdaderamente elegantes. El disco ha sido premiado tanto por el establishment mundial como por la prensa selecta. Baste recordar que obtuvo 5 premios grammy la misma noche. Desafortunadamente, otra de sus facetas —acaso la más comentada— le impidió recoger las estatuillas.
Como es fama, a Winehouse le aqueja una peligrosa adicción a la cocaína. Ha estado ingresada varios periodos en clínicas de rehabilitación pero vuelve a recaer. Hipócrita como es, el gobierno norteamericano le negó el visado argumentando que la esquelética cantante representaba un peligro para los Estados Unidos. Aunque después se reconsideró su entrada al país, ya era demasiado tarde y Winehouse tuvo que conformarse con tener presencia en el evento a través de señal satelital. Sin embargo, este hecho acabó por sellar una fama de cocainómana que nadie se cansa en machacar una y otra vez.

Aun en los panfletos que pululan en las oficinas gubernamentales de provincia, se encuentran noticias morbosas su cada vez peor estado de salud. Noticia no tan reciente es esa en la que su padre declaraba a la prensa inglesa que Amy padecía enfisema pulmonar por tantas drogas, y que su vida corría peligro. Las más escandalosas son también las más divertidas: en el directo que ofreció en el festival de Glastonbury, Amy montó en cólera y le propinó un certero puñetazo a una de sus seguidoras. Sin preguntarse por qué lo hizo, todos la tacharon inmediatamente de energúmena. A partir de entonces, todo lo que nos informan de Winehouse está relacionado bien con sus adicciones que apenas si le permiten tenerse en pie durante sus presentaciones, o bien con sus arrestos de cólera en algún pub londinense.

Es lamentable que el interés por Winehouse haya derivado en esto. En verla peleando en las calles, en fisgar cómo se le doblan las corvas en el escenario mientras esnifa cocaína. Pero la vergüenza es nuestra, no suya. Ni todos los malos ratos en que la podamos ver metida le restan un ápice a su inmensurable talento para componer ni a su espléndido timbre de voz. Ella no hace más que cumplir sabiamente con la exigencia de E. M. Cioran: “la primera obligación del hombre al despertarse: avergonzarse de sí mismos”. Pero interesados en conocer las últimas nuevas sobre su decadencia, nos impedimos delectarnos con la cantante incomparable que tenemos ante nosotros. Y que sus adicciones la puedan llegar pronto al panteón, es algo que no debe interesar.

Del mero formalismo al completo estructuralismo




Con el siguiente texto, inicio una serie de nueve ensayos que publicaré sobre las Corrientes Teóricas literarias del siglo XX. Las colocaré quincenalmente, desde hoy y hasta que termine el año.




Viktor Shklovski


En El arte como artificio de 1917, se pueden encontrar los primeros rasgos de la corriente teórica que la historia de la literatura ubica como Formalismo Ruso. En el clásico texto de Víctor Shklovski, se presta una atención insospechada al concepto de ‘imagen literaria’. Se somete a discusión la afirmación de Potebnia (“no hay arte y, en particular, no hay poesía, sin imagen”). Cierto es que V. Shklovski no puede sino admitir la afición de cierta poesía por las imágenes; empero, hace una acotación. Brevemente explica que tanto en poesía como en cualquier obra literaria, la recurrencia de imágenes es más un ejercicio de memoria que de creatividad. O sea: la innovación poética no radica en elaborar nuevas imágenes, pues la mayoría de ellas ya existen y sólo se recuerdan; mejor: la originalidad está allí donde se disponen esas mismas imágenes en un nuevo ordenamiento. En una palabra, la aportación de Shklovski está en que consigue demostrar que el verdadero arte poético no se encuentra en la creación de imágenes, sino en el modo en que el lenguaje consigue mostrarnos esas imágenes.

Es un aporte significativo. Y le permite a Shklovski hacer uno de sus descubrimientos más trascendentes. Spencer sostenía que “el mérito del estilo consiste en ubicar el máximo de pensamiento en un mínimo de palabras”. ¿El lenguaje poético consistía, entonces, en ubicar el máximo de imágenes en un mínimo de palabras? Shklovski resuelve la cuestión evidenciando las diferencias entre el lenguaje poético y el pensamiento ordinario: desde luego que lo poético pretende decir más cosas en menos palabras. Economizando, ser más efectivo. Parejamente, este hecho revela otra realidad.

A diferencia del lenguaje poético (lenguaje previamente pensado, elaborado bajo reglas, dirigido con un propósito…), el pensamiento ordinario se manifiesta a través de expresiones tan habituales que se vuelven automáticas. “Todos nuestros hábitos se refugian en un medio inconsciente y automático”, explica así Shklovsky lo que bautiza como “proceso de automatización”. Y cita a Leon Tolstoi: “Si toda la vida compleja de tanta gente se desarrolla inconscientemente, es como si esta vida no hubiera existido” (Nota del diario de L. Tolstoi del 28 de febrero de 1897, Nikolskoe. Letopis, diciembre de 1915, p. 364). La pregunta es inevitable. ¿Cómo diablos hacer frente a esta automatización? ¿Cómo lograr precisamente la desautomatización?

Para ofrecer una solución, Shklovski recurre una vez más a Tolstoi. Ejemplifica su método de escritura. La forma desautomatizadora del autor de Ana Karenina es la de referirse a los objetos mencionando sus características y olvidando que poseen un nombre conocido. De tal modo, en vez de mencionar la palabra “tortura”, Tolstoi habla de “apretar las manos o los pies con torniquetes, o algo semejante”. Semejante método permite al lector “redescubrir” el significado de las cosas más comunes. El mismo Aristóteles opinaba que la lengua poética debía tener un carácter extraño, sorprendente. Para Shklovski, en todo caso el ritmo prosaico es un factor automatizante; y en el arte, por el contrario, existe un orden cuya función es combatir esa automatización.

En una palabra, para Shklovski la función del arte es ser el agente desautomatizador por excelencia. Pero este aporte de Shklovski se enriquecerá cuando Yuri Tinianov añada su concepto de “historia literaria”. “La historia literaria debe responder a las exigencias de la autenticidad si desea transformarse en una ciencia”, dijo. Con Tinianov se acude a la que se considera la segunda etapa del Formalismo Ruso. Alrededor de 1920.

Caracterizada por su preocupación de entender las obras literarias no aisladas de su contexto, sino inscritas en corrientes temporales y estilísticas, esta etapa del Formalismo Ruso propone que la historia literaria se estudie a partir de la noción de evolución literaria. Dicho de otro modo, la génesis de los textos adquiere una significación y un carácter que seguramente no son los mismos que aparecen en el estudio de la génesis misma. El método consiste en tomar los criterios propios de un sistema (admitiendo que cada época constituye un sistema particular) para juzgar los fenómenos correspondientes a otro sistema; se debe evitar todo matiz subjetivo; se toma a la obra literaria como un sistema; tampoco se deja de lado el problema de las series vecinas en la evolución literaria. El resultado le permite a Tinianov proponer una nueva forma de comprender la función literaria. Él llama función literaria a la posibilidad de que una obra entre en correlación con los otros elementos del mismo sistema y, en consecuencia, con el sistema entero.

De manera que para Tinianov resulta inimaginable volver a las fórmulas del pasado y estudiar la obra aisladamente del sistema en el que se produjo. Y este principio consistente en estudiar las obras inseparablemente del sistema, se aplica perfectamente a los distintos géneros literarios. Ningún género es constante, sino cambiante no sólo a medida que pasa el tiempo, sino en una misma época. Baste comparar dos novelas contemporáneas para advertir cuán diferente puede ser una de otra, aun cuando haya consenso en que forman parte de un mismo género. Los rasgos del género, pues, evolucionan en todo momento y se pueden estudiar del mismo modo que se compara una obra inscrita en un sistema con otra que forma parte de un sistema diferente.

Ahora bien: el reconocimiento de que la obra literaria habita en un sistema más abarcador, no impide que Tinianov tome conciencia de otra realidad. La realidad de que la función de algunos elementos se apodera de otra función más débil y acaba por determinarla. No existe una idea totalmente correcta de la forma en que los elementos literarios de una obra entran en correlación con los de otra. En todo caso, lo cierto es que la observación del comportamiento de cualquier sistema permite concluir que hay elementos frágiles sobre los que dominan otros más sólidos. Estos últimos son los que conforman la llamada “dominante”. Y los elementos de una obra entran en la literatura y adquieren su papel en función precisamente de su relación con esta dominante.

Las aportaciones de Tinianov también alcanzan la esfera de las relaciones que guarda el literario con otros sistemas —con las series extra-literarias—, en particular con las series que pertenecen a los hechos de la vida real1. Esta observación resulta especialmente interesante. Está estrechamente ligada con la noción de “orientación”, misma que significa algo así como “la intención creadora del autor”. La relación entrambos conceptos reside justamente en el hecho de que la intención del autor puede haber surgido muy posiblemente de alguna experiencia de la vida real, y no únicamente de un impulso netamente lingüístico-literario.

En fin, por lo que a las aportaciones de Tinianov respecta, es posible resumirlas subrayando que a partir de él, el estudio de la evolución literaria sólo será posible si se considera como una serie, como un sistema compuesto en correlación con otras series o sistemas y condicionado por ellos.

La tercera y última etapa del Formalismo Ruso, que también la han llamado Estructuralismo Checo, se cierra hacia la década de 1930 con las aportaciones que hicieron los lingüistas Jan Mukarovsky y Roman Jakobson.

Por una parte, en su texto de 1934 El arte como hecho semiológico, Mukarovsky hace la novedosa proposición de que la obra de arte debe entenderse como un elemento triple: la obra como signo, estructura y valor. Y es que para él, la obra de arte está destinada a mediar entre su creador y lo colectivo. O sea: está sellada por los intereses del creador, por los intereses del colectivo observador y por la forma que toma al ponerse en tensión esos dos intereses diferentes. Como buen lingüista, Mukarovsky resuelve el problema triple afirmando que la percepción subjetiva del colectivo observador se vuelva objetiva al convertirse en signo. Y en esto basa su afirmación de que la obra de arte es un signo autónomo, cuya característica central es ser el mediador entre los miembros de una colectividad.

Al lado de su característica de signo autónomo de la obra de arte, se encuentra la de ser signo comunicativo o notificatorio. Pone por caso a la poesía: no sólo se nos refleja como obra de arte sino al mismo tiempo como un conjunto de palabras escritas que reflejan significados conocidos. Dicho de otro modo: que un texto de ficción sea resultado de la imaginación no niega que posea un “tema” verificable en la vida real.

Por otro lado, Jakobson introduce la necesidad de entender la poesía con relación a la lingüística. Para él, esta relación nos permite despejar las diferencias entre el arte verbal con respecto a otras artes e, incluso, a otros tipos de conducta verbal.

Aunque Jakobson hace aportes que ahora nos permiten diferencias a los estudios literarios de la crítica literaria, su tesis más laureada es la que tiene que ver con la función poética. Está por encima de todas las otras funciones del lenguaje. Por encima de la función referencial, de la emotiva, de la conativa y aun de la metalingüística. La función poética no se limita a la información que transmite el lenguaje ni a su forma; en realidad, su tendencia es hacia el mensaje, constituido tanto por la información que transmite como por sus rasgos formales. El concepto de poética es, pues, el culmen al que llegaría esta primera corriente de teóricos literarios del siglo XX.

Años adelante sobrevendrá el tan afamado estructuralismo francés y la narratología. Ambas, corrientes de las que voy a hablar en quince días.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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