El blog de Luis Frías

diciembre 27, 2011

La verdadera Roberta

Había tomado una de las revistas que hay sobre la mesa de recepción. Faltaban unos minutos para que llegara su última paciente de la tarde: Roberta Escoto, hermosa en otro tiempo, que venía a una de sus últimas terapias. Así que tomó asiento en el diván de los pacientes y se puso a hojear el fascículo; llamó su atención un texto que tenía la ilustración de unos extraterrestres fornicando. Cuando por fin llegó, la mujer se deshizo en disculpas.

—Qué pena contigo, doctora. Pero es que…


Su jefe no la dejó salir antes de la oficina y una lluvia torrencial hizo que el taxi se quedara atrapado entre los autos. Era viernes.


—Toma asiento, no te preocupes —dijo, sin siquiera mirarla a los ojos, a la vez que depositaba la revista en una mesita. Al ver el ejemplar, la mujer preguntó:


—No sabía que leías “Generación X”. ¿Sí sabes que la dirige mi esposo, Guillermo?


—¡Claro! Y precisamente hoy vamos a hablar de él, ¿no?


Mientras Roberta se limpiaba los anteojos, la doctora se acomodó en la silla y tomó su libretita de anotar.


—Creo que sí —asintió con la cabeza varias veces y se ajustó los lentes—. Pero no sé cómo empezar, para explicarme.


—Vamos. Siempre hemos hablado de todo.


—Es diferente.


—Platícame —se apoltronó en el asiento, con una tranquilidad que cualquiera tomaría por desinterés.


—Pagué para que lo maten, a Guillermo —miró su reloj de pulso—. Creo que en estos momentos, ya debe estar muerto —agregó con la frialdad de quien platica una anécdota por enésima vez.


—¡Qué!


La sicóloga, que había estado casi indiferente, palideció. No lo creía. Roberta era una antigua maestra de español convertida en traductora de manuales japoneses; trabajaba en una importadora de electrodomésticos. Había conocido a su esposo cuando hacía su servicio universitario en un periódico. Él, un periodista contracultural, siempre la había engañado con otras mujeres. Desde la primera vez que la vio entrar a su consultorio, supo que le haría falta mucha ayuda, pero se atrevería a dejarlo. Sin embargo, jamás pensó que llegaría tan lejos.


—¿De qué hablas? —la doctora se puso de pie, como si quisiera hacer algo, pero no sabía qué.


—Tranquila. Por favor, escúchame.


Tamborileando con el lapicero en el cuadernillo, la doctora puso las nalgas en el filo de la silla. Quería salir corriendo. En ese instante, la solidez de carácter, que hasta entonces había sentido frente a Roberta, cambió de propietaria. Era como si la paciente fuera ella, y la nerviosa cuatrojos de Roberta condujera en este momento sus destinos.


—¡Roberta! ¡Qué pasó!


—Pensarás que estoy loca. Pero escúchame.


—¡Sí, estás loca!


—Escúchame.





Pasó un largo rato, había empezado a caer la noche. La doctora pensó en salir corriendo y dar aviso a la policía. Pero, ¿y si guardaba un arma en su bolso o algo así? Temió cualquier cosa. Lo mejor era escucharla. Después vería qué hacer. Y le prestó atención.


—¿Qué pasó?


—Hace varias semanas, Guillermo empezó con la cocaína —dijo Roberta—. Ya te había dicho antes que bebía mucho. Pero sólo eran borracheras, y no había problema.


—Sí, pero… ya lo sabías.


—¡Y me gustaba! —paró unos ojos de perro triste—. Me gustaba ir con él a las fiestas. Siempre había gente interesante: pintores, escritores, y sus pláticas siempre eran geniales. Nos emborrachábamos. Cogíamos riquísimo.


—¿Entonces?


—Fue la cocaína —recogió la mirada—. El alcohol no me importaba, ni la infidelidad. Todos son infieles, sólo que unos más hipócritas que otros. Él no me ocultaba nada. Al final, lo importante es la lealtad. Y él me era leal. Me decía que era su flor de cempasúchil. Es el mejor periodista que he conocido. ¡Ahí tienes su revista! Una vez, me dedicó un artículo sobre los cempasúchiles —sonrió—. Es uno de los mejores periodistas culturales del país. Es admirable Guillermo. ¿Tú dejarías a un hombre así, sólo porque es borracho?


—Roberta.


—En verdad, lo amé mucho, y me dolía verlo hundirse cada vez más. Con él, siempre ha habido alcohol. Pero con la cocaína, empezó a tomar más y a más cocaína. Era más alcohol y más cocaína y alcohol y cocaína y así.


Hizo una pausa.


—Y el dinero. Con la coca, ya no nos alcanzaba —con un gesto de mano, señaló la revista—. Cada que se imprimía un número, nos quedábamos sin nada, ni para comer. Dos o tres noches nos pasábamos editándola, y él se metía mucha coca para no dormir. Todos sus amigos iban a la casa, pero nadie ayudaba con nada. Sólo iban a emborracharse.


Después de tomar un poco de aire, continuó:


—Pero no importaba. Aunque al otro día no hubiera dinero ni para comer. Siempre ha sido su vida. El problema era la coca. Se hizo violento. Jamás me golpeó, pero gritaba como loco, como si quisiera matarme. Cuando se emborrachaba, se desaparecía varios días y regresaba sin calzones, sin dinero, totalmente perdido. No se acordaba ni de mi nombre. Me gritaba ¡puta!, ¡perra!, ¡largo! —luego de tragar saliva, sigue—. Tiene diabetes, varias veces tuve que llevarlo al hospital, casi muerto. Ya no podía.


—¿Pero matarlo?


—Es que lo peor fue hace unos días. En la mañana, cuando me desperté para ir a trabajar, salí a la sala. La mesa central estaba bañada en sangre, rota, hecha pedazos. ¿Qué había pasado? ¡A qué hora! Los sillones estaban todos manchados de rojo. Fui al baño. El lavabo, blanco, estaba todo rojo. Me vi al espejo, escurrido de sangre. Entré al cuarto de servicio. Ahí estaba Guillermo, tirado boca abajo, con la mano bañada en sangre, envuelta en papel de baño. Había una niña sentada en el piso, recargada contra la pared, temblando.


—¿Qué hiciste?


—Hubiera deseado que todo fuera un sueño, una mentira. Corrí fuera. Quería borrarme eso de la cabeza. Fue cuando decidí matarlo.

La terapeuta no sabía si llamar a la policía, salir corriendo o abrazar a esa pobre mujer.

—¿Ahora qué vas a hacer?


—Confío en ti —su voz se puso firme—. Quiero pedirte una cosa: cuando te pregunten por mí, di que no sabes nada.


—¿De qué hablas?


En lugar de responderle, Roberta se puso de pie, se acomodó las ropas y dijo:


—Gracias, de verdad. Eres una gran terapeuta.


No se despidió de ella, sólo metió entre el ejemplar de “Generación X” un par de billetes que sacó de su bolso. Y se fue, cerrando la puerta con inverosímil cuidado.




Es una mañana esplendorosa y brillante. La terapeuta va conduciendo su carro, por la avenida. La acera parece el espejo del sol: la noche anterior había llovido y aún había agua sobre el piso. Se abría paso a buena velocidad por en medio de los autos. Por fin, vería a su esposo, después de dos semanas. Él había salido de viaje; ella pasó esos días en casa de sus padres.


No bien llegó al apartamento, se dirigió a la sala de estar. El olor a humedad picaba la nariz. Se encontró con las cortinas cerradas, parecía de noche. La mesa central, de cristal, estaba hecha pedazos, bañada en sangre. Echó a correr pero tropezó con el sofá, y rodó por el suelo. Al fin, con el peinado revuelto, recordó a su paciente Roberta Escoto. Y quiso echar un ojo en el baño. Pero, después de pensarlo rápidamente, eligió salir a toda prisa.


Trepó al auto y, mientras ponía en marcha la máquina, levantó el celular. Inútilmente, buscó: Roberta. No tenía guardado a nadie con ese nombre. Sin éxito, trató de recordar el rostro de la Roberta que había ido a su consultorio hacía unos días. Llamó a su oficina; le respondió una voz de mujer:


—Hola, Roberta.


—¿Roberta?


—Quién, si no. ¿Cómo estás?


Colgó. A bordo del auto, regresó por el mismo camino. El auto se deslizaba por en medio de la avenida, dejando tras de sí dos estelas con las ruedas. Decidió llamar a la oficina de su esposo. Otra voz de mujer:


—Hola, Roberta.


—¡Qué!


—Qué bueno que llamas. ¿Sabes si vendrá Guillermo? No responde su celular.


La mujer lanzó el aparato. Pisó a fondo el acelerador y dio una vuelta tan aparatosa, que cayó del asiento el ejemplar de “Generación X”. Había dos billetes en medio de un artículo ilustrado con unos marcianos teniendo sexo.

Qué le vamos a hacer

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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