El blog de Luis Frías

julio 14, 2007

De marcha con los clásicos

Por Winston Manrique Sabogal para el suplemento cultural "Babelia", del diario español El País en su edición de julio 14.
En: http://www.elpais.com/articulo/semana/arte/
seguir/huellas/elpepuculbab/20070714elpbabese_1/Tes

Varios escritores revisan y reescriben obras inmortales de la literatura para acercarlas al lector actual. Una iniciativa inédita en la cual los autores tienen libertad absoluta. El Cid, El Lazarillo, Las leyendas de Bécquer, Prometeo, Edipo o Medea son algunas de las primeras obras y personajes retocados, vistos en clave política o de humor o de quienes se resuelven dudas. Un duelo analizado por escritores, editores y expertos en literatura que reflexionan sobre los claros y oscuros de esta arriesgada misión.

Un robot doméstico Nokia fue el encargado de anunciarle a Rodrigo Díaz el destierro intergaláctico al que había sido condenado. Así es que se puso la escafandra y abandonó Vivar, en una decisión que lo llevaría a la conquista de otras galaxias...

Ése es el nuevo destino del Cid. Porque todo es posible en esta séptima ¿o novena? dimensión a la que un grupo de escritores españoles intenta llevar a los héroes y obras clásicas de la literatura. Para revisarlas, reinventarlas, reescribirlas, redescubrirlas, refrescarlas, reinterpretarlas y todo lo re que sea desacralización.

¡Profanación!, murmuran unos. ¡No son intocables!, se alegran otros. O ¿acaso hay algún impedimento para meter mano en las obras clásicas? "Son textos que no han sido recogidos en ningún momento de una forma que pudiéramos llamar pura. Todos surgen de algún modo de la inspiración de otros. Los escritores siempre están mirando el legado literario", recuerda Javier Azpeitia, responsable de la nueva 451 Editores, que en su colección 451.Re: busca retocar grandes obras. Una misión en la que se han involucrado por ahora unos treinta escritores bajo la consigna: libertad absoluta. La estrategia es que varios autores se enfrenten a un mismo libro y lo actualicen, lo adapten o lo reescriban. La intención, según Azpeitia, es acercar los clásicos a la gente que los ve como algo antiguo o pesado, y hacerlos accesibles. Pretenden que un libro lleve a otro: para quienes no hayan leído el clásico, éste puede servir de pretexto para leerlo, y para los que ya lo conocen, descubrirán una perspectiva contemporánea.
Segunda vida

Una prueba de que en el Olimpo literario las puertas están abiertas a todos los mortales. Hasta allí siempre han acudido los escritores para ver qué y cómo han creado sus dioses. Cómo se han ganado ese sitio. Pero ese destino de visitas privadas se ha cambiado en España con estas peregrinaciones que buscan dar a los clásicos una segunda vida a través de conexiones con el lector de hoy. La espina dorsal de la historia se mantiene y lo que cambia, a veces, es el tiempo, el espacio, el tono; se aclaran dudas o se escriben en clave política y de humor, o se inserta en la realidad más actual.

En esa modernización, aparte de que Rodrigo Díaz de Vivar celebra sus ocho centurias con una escafandra en lugar de su armadura legendaria; se dice que el Lazarillo de Tormes aprendió a leer y escribir tan bien gracias a que un estudiante le daba clases en pago a los favorcillos que recibía de su madre; se rumorea que algunas leyendas de Bécquer persiguen por estos días a tribus urbanas de góticos...

La literatura siempre se ha nutrido de sí misma, recuerda Andrés Trapiello, quien hace tres años narró en Al morir don Quijote cómo continuaron la vida aquellos que sobrevivieron al hidalgo manchego, creado por Miguel de Cervantes, que a su vez se inspiró en los libros de caballería de la Edad Media. "La literatura es la historia de las revisiones y prolongaciones, siempre respetables si no se trata sólo de alargamientos. Por ejemplo, la Eneida es la segunda parte de la Ilíada y Dante llama a Virgilio en su ayuda en La Divina Comedia. La mayor parte de las reposiciones del teatro clásico español salen a escena desfiguradas. Al parecer el público no soportaría las versiones íntegras en su lenguaje original. Hace dos años yo mismo propuse que se tradujera el Quijote al castellano, porque me parecía una crueldad obligárselo a leer en una lengua difícil a tantos que no la entienden. En cuanto a las intervenciones en obras ya escritas por otros o en vidas del pasado, supongo que aquéllas deberían estar presididas por el sentido común, huyendo del amarillismo y oportunismo literarios: ni Segismundo haciendo chistecitos ni la Virgen masturbando a san José (por citar casos reales). En todo lo demás, libertad absoluta. Lo decía Karl Kraus: 'No hay original, si es mejor la copia', versión más o menos libre de D'Ors: en arte sólo es lícito el plagio si va seguido de asesinato. Claro que antes Kraus había dicho también: 'El original recupera siempre lo que le han quitado; aunque nazca más tarde".

Una tentación que ronda a los creadores de toda estirpe. Ahí están los bigotes que pintó Marcel Duchamp a la Gioconda de Da Vinci; o las óperas que traspasan tiempos y espacios; o los remakes de grandes películas; o las miles de versiones de canciones populares.

No temer y arriesgar es la clave. Toda iniciativa literaria está bien, asegura José Carlos Mainer, catedrático de Literatura Española y autor de La edad de plata. 1902-1939. "No soy nada prohibicionista. Esta iniciativa es inédita, una especie de segunda vida". Aunque aclara que depende de quien lo haga. Las obras tienen su ficha y es muy difícil moverlas de ahí. "Un libro de estos que busca revisar y actualizar obras memorables es legítimo como nueva literatura, pero como adaptación del clásico hará poco. Los clásicos están ahí".

Lo más popular son las adaptaciones de libros para jóvenes y niños, la actualización del vocabulario en obras antiguas o versiones especiales de libros como la Biblia o clásicos griegos. De la misma manera que al traducir a otro idioma a algunos clásicos se utiliza el lenguaje actual, ¿por qué negarles esa modernización en su propia lengua?
Fiel e infiel

¿Pero es necesaria una reescritura? Martín Casariego, uno de los que ha participado en la versión de El Lazarillo de Tormes, lo tiene claro: "Los clásicos tienen un problema, y es que si los lees tal cual hay cosas que se pierden. O condicionan la lectura por las notas a pie de página, por ejemplo". No tiene dudas de que algunos de estos libros canónicos son mejorables. Aunque reconoce que esta colección de 451.Re: tiene algo de fiel e infiel. "Fiel porque siempre se le dice al lector que se trata de una versión libre, e infiel porque en su lectura el que no haya leído el original no sabe realmente qué es verdad y que no".

Más dudas sobre este tú a tú con los clásicos tiene la poeta Clara Janés, autora de Los números oscuros: "Se habla mucho de reescritura y sólo me parece lícita la reescritura de algo escrito por uno mismo. Creo que si se trata de textos ajenos es otra cosa. Está bien actualizar el vocabulario y facilitar así el acceso a una obra que resulta de gran dificultad para el lector de hoy, y es enorme la riqueza que en este sentido tiene España. Pero ¿quién podría atreverse a cambiar una palabra de un soneto de Quevedo o de Góngora? De ser editora, yo iría con gran cautela y me limitaría a lo imprescindible, que es mucho".

Todo lo que sea divulgar está bien para Juan Eduardo Zúñiga. "El peligro es que se haga simplificando la obra. Se corre el riesgo de perder su esencia porque el lector joven o primerizo puede quedarse con una idea falsa de esa realidad creativa". El autor de Capital de la gloria duda que tras la modernización o transformación del clásico en algo contemporáneo sea aprovechado por el lector como una obra de actualidad. "Sería fundamental que estas obras no quedaran mermadas porque podría perjudicar a otras áreas de la literatura".

Uno de los que ya ha entrado tres veces a ese Olimpo literario es Luisgé Martín. A finales de los noventa cuando creó una novela a partir de Tadzio, el efebo de rizos dorados creado por Thomas Mann en Muerte en Venecia. Después volvió para hacer una adaptación juvenil de El Lazarillo de Tormes, y ahora para revisar la vida de Rodrigo Díaz de Vivar en ¡Mio Cid!, de la colección 451.Re:. Tres libros con dos acercamientos distintos. En Tadzio fue un ejercicio metaliterario. "No tengo ninguna sensación ni de deuda ni de irreverencia. Aprovecho iconos para dar una imagen más cercana. En los otros dos casos son aproximaciones más funcionales o instrumentalizadas. Lo que quiero es acercar esos textos a un público que siente respeto o antipatía hacia los clásicos o ese marchamo de académico, quitarle ese barniz". Sobre el riesgo de confundir al lector, Martín asegura que no hay tal porque todos saben que hay versiones de todo. "La literatura es meter la mano donde uno puede y tratar de extraer la belleza, el placer, las ideas o algo estético, venga de donde venga".

Mejor si es del Olimpo literario donde sigue la peregrinación en busca de los hilos que conecten aquellos dioses con los lectores del hoy. Incluso con los fundadores que dejaron su legado en las Tragedias griegas. Lola Beccaria rastrea los recovecos mentales y emocionales que tuvo la traicionada Medea para matar a sus hijos; David Torres presenta a un Prometeo empastillado que en sus delirios es perseguido por un águila; José Carlos Somoza recrea a un Edipo como un joven asaltante de un supermercado que descubre a su madre justo cuando...

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Hace cincuenta años murió Giuseppe Tomasi di Lampedusa creyendo que su obra, como su noble estirpe, se extinguían con él. Hoy lo recordamos, sin embargo, como uno de los paradigmas mayores de la transformación de la novela, precisamente por el libro en que cuenta el fin de su heráldica: El Gatopardo. Presentamos los pormenores de los últimos días de Lampedusa, y el texto con el que el Premio Nobel italiano Eugenio Montale saludó en su momento el ingreso de El Gatopardo a la república mundial de las letras.



Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957)

Poderoso poeta de la muerte


por MARÍA TERESA MENESES

La vida y obra del príncipe siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa siempre estuvo marcada por una explosiva carga de pathos y pietas que transformaría en tragedia la publicación de su única novela, El Gatopardo, cuyas vicisitudes se encuentran entre las más singulares de la literatura toda. La suya fue una existencia llena de dolores y amarguras que le dejaron dibujado para siempre ese rictus de aflicción en su tímida sonrisa, atormentado gesto con el que Giorgio Bassani evoca su recuerdo en el prólogo a la obra maestra de Lampedusa. Hay personas que, tal parece, se preparan febrilmente, en secreto, durante toda una vida, en la que aparentemente no pasa nada de extraordinario, para que en vísperas de su despedida de este chacal hambriento que es el mundo, todo se precipite vertiginosamente: pasión, muerte y redención.

Cuando Giuseppe Tomasi tenía veinte años acudió puntual al requerimiento que le exigía su patria e interrumpió sus estudios para marchar al frente de guerra. Hecho prisionero, se escapó del campo de concentración de Posen y, disfrazado, atravesó media Europa a pie hasta que logró llegar a Italia. Interesado en cuestiones militares y en libros de historia, entre sus lecturas preferidas estaba Clausewitz, e incluso llegó a participar como capitán de artillería durante la Segunda Guerra Mundial. Pero su más honda pasión fue la lectura. Sin embargo, aunque Giuseppe Tomasi era un impresionante lector y un puntilloso crítico, experto en literatura inglesa y francesa de las que abrevaba en su lengua original, desgraciadamente nos legó pocos escritos: su única novela, El Gatopardo (Argos Vergara); los Relatos (Bruguera), entre ellos “Lighea”, que en español se ha traducido como “El profesor y la sirena” y que en una antología de los grandes cuentos del siglo XX necesariamente tendría que ser incluido; sus ensayos publicados en dos tomos sobre literatura inglesa, Letteratura Inglese (Arnoldo Mondadori Editore), sabroso recorrido, desde los orígenes hasta el siglo XX, por sus caros escritores ingleses; los Ensayos sobre Stendhal (Argos Vergara); sus reseñas publicadas bajo el seudónimo de Giuseppe Aromatisi (Flaccovio Editore); y las cartas de amor a su esposa Licy (Edizioni Associate), la condesa báltica Alessandra Wolf Stomersee.

Durante los últimos tres años de su vida sacaría fuerzas de la estirpe del gatopardo, de su sobrepeso y de su enfermedad para escribir un libro que su trágico destino le impidió ver publicado y gozar del fenómeno editorial en el que se transformó a partir de su aparición en noviembre de 1958 (editorial Feltrinelli), gracias a los buenos oficios de Giorgio Bassani, a quien le llegó el manuscrito tardíamente a través de Elena Croce —la hija de Benedetto Croce, que era agente literaria y a quien Lampedusa le había enviado el manuscrito de una manera anónima desde los primeros meses de 1957—, cuando su autor ya había muerto. Al año siguiente, en 1959, la novela ganaría el premio de narrativa más importante de Italia, el Premio Strega. En 1960 se habían publicado ya cincuenta y dos ediciones, con lo que se transformó en el primer best-seller italiano. Y en 1963, Luchino Visconti potenciaría el fenómeno filmando una extraordinaria versión cinematográfica en la que el príncipe Fabrizio de Salina es encarnado por un inolvidable Burt Lancaster.

Todo se precipitaría en la primavera de 1954, cuando el poeta Eugenio Montale recibió un sobre amarillo al que le faltaban algunos sellos postales y que contenía unos cuantos poemas apenas legibles, impresos en Capo d'Orlando, Sicilia. Anexa a los poemas, venía una carta de un tal Lucio Piccolo en la que se explicaba su intención de evocar “un mundo singularmente siciliano, o más concretamente palermitano, que se encuentra ahora en el umbral de su propia desaparición, sin haber tenido la suerte de ser fijado en alguna expresión artística”. Sus poemas, proseguía el remitente, describían “ese mundo de iglesias barrocas, de viejos conventos, de almas adaptadas a esos lugares, que pasaron aquí su vida sin dejar rastro”. A Montale no le alentó mucho la carta, que en realidad había sido escrita por Lampedusa y tal vez era más una descripción de su futura novela que un resumen de la poesía de su primo. Pero se puso a leer los poemas, en parte para ver si merecía la pena el dinero que había tenido que pagar por los sellos que le faltaban al sobre. Luego de haber leído los cinco primeros poemas líricos, Montale se sintió fascinado ante aquel librito, y más tarde describiría a su autor como “un flautista sedentario que puede sacar matices inéditos hasta de una caña rota”. Los Cantos barrocos, con su exuberante verbosidad, en efecto, habían sido escritos en el ambiente casi tropical de Capo d'Orlando. Poco después de haberlos leído, Montale invitó a Piccolo a tomar parte en el encuentro de San Pellegrino, donde un grupo de distinguidas figuras literarias presentaría a un escritor desconocido más joven. Así, Lucio Piccolo fue el ahijado de Eugenio Montale, aunque éste se quedó de una pieza cuando descubrió que su protegido era un barón siciliano casi de su misma edad. En San Pellegrino, Lampedusa, que siempre se mostró reservado y con un gesto amargo en los labios, logró vencer su timidez característica y se las ingenió para intercambiar un par de impresiones con Montale y con Emilio Cecchi. A su regreso a Palermo, escribió una nota sobre el escritor inglés Martin Tupper: “Ahora estoy matemáticamente seguro de ser el único que lo ha leído en Italia. Cecchi y Montale lo desconocen, dicho sea en su honor...”.

El inesperado éxito de Lucio, con quien constantemente se batía en duelos de erudición literaria, finalmente le había despertado un cierto sentimiento de rivalidad.

A esas alturas de su vida, ya no quedaba nada de las riquezas de su linaje. Ni la pequeña isla que daba nombre al principado y había pertenecido a la familia por más de doscientos cincuenta años había resistido los malos oficios contables de una aristocracia inútil en la administración de bienes. Giuseppe Tomasi, duque de Palma, barón de Montechiaro y último príncipe de Lampedusa había nacido en Palermo el 23 de diciembre de 1896. A la muerte de su pequeña hermana, Stefania, fulminada por la difteria a los dos años de edad, quedó como el hijo único de Giulio di Lampedusa y de Beatrice Mastrogiovanni Tasca e Filangeri di Cutò, como el último descendiente de una familia que se extinguiría con él. Sabedor de la ruina económica que había diezmado a los de su sangre y consciente de que una naturaleza avara les había negado la fecundidad necesaria para traer herederos al mundo, estaba obligado a dejar constancia de aquel “mundo siciliano único” antes de que extinguiera.

Lleno de achaques (bronquitis, dolores reumáticos, enfisema, obesidad) Lampedusa era una figura que “emanaba literalmente una sensación de muerte”. Su gran tragedia fue la coincidencia de su decadencia física con su breve periodo de creatividad artística. En mayo de 1957 le diagnosticaron cáncer de pulmón y tuvo que trasladarse a Roma para recibir radiaciones de cobalto. A principios de julio su estado empeoró. Pero aquel hombre enfermo, en las últimas semanas de vida, fue capaz de trabajar en el manuscrito de “Lighea” y en un capítulo de El Gatopardo, manuscrito al que no dejaba de meterle mano. Antes del fin, una tragedia se sumó a la otra. Flaccovio, editor y librero palermitano —al que Lampedusa le había enviado el manuscrito para su publicación, pero éste lo rechazó porque no publicaba narrativa— le había enviado el manuscrito de El Gatopardo al director de la editorial Einaudi y consejero de Mondadori: Elio Vittorini. Como representante del neorrealismo y apóstol de la nueva literatura italiana, era previsible que Vittorini encontrara reaccionaria y decadente una novela como la de Lampedusa. La carta de rechazo de la publicación de El Gatopardo escrita por Elio Vittorini, fechada el 2 de julio de 1957 en Milán, llegaría a manos de Lampedusa el 17 ó 18 de ese mes a Roma, luego de haber pasado por Palermo, apenas cinco o seis días antes de su muerte. Completamente derrotado, el príncipe todavía tuvo el coraje de leerla en voz alta con su acostumbrada ironía: “No está mal como reseña, pero de publicar la novela, nada”, le diría a Giocchino Lanza Tomasi, su adorado hijo putativo.

La mañana del 23 de julio de 1957, cuando su cuñada fue a su recámara para despertarlo, lo encontró muerto. Lampedusa había fallecido en la madrugada, tranquilamente, en su cama. Siempre había cortejado a la muerte, al igual que don Fabrizio de Salina y “ahora se había acabado el cortejo: la bella había pronunciado su ‘sí', la fuga estaba decidida y reservado el compartimento en el tren”. Luego de una misa de réquiem en Roma, su cuerpo fue trasladado a la tumba familiar del monasterio de los capuchinos, en Palermo, donde también reposa Fabrizio de Salina en El Gatopardo.

Escribir El Gatopardo fue su reconciliación con la vida y con la muerte, le dio un propósito a su existencia y una razón para retrasar el final. Apaciguó la sensación de vacío de un hombre que escrutó en el pasado definitivamente muerto. “Mientras hay muerte, hay esperanza”, dice el príncipe Fabrizio de Salina cuando escucha que doblan a difunto las campanas en Donnafugata. Lampedusa fue un poderoso poeta de la muerte —como dice Claudio Magris—, que supo evocar la ausencia y el vacío y, por lo tanto, supo entender, al igual que los grandes escritores del siglo XX, la condición del hombre moderno. Fue capaz de construir un mundo mostrado como un moribundo, anquilosado en una ficción de existencia y, acaso por esto, su novela, que se quiso ver decimonónica y añeja, en realidad era poderosamente contemporánea. Cuando don Fabrizio le reclama a su sobrino Tancredi sus francas simpatías hacia Garibaldi y no al rey, como le correspondería a alguien de su clase social, éste le responde: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Nada tan preciso y tan actual como esta frase que resume el análisis político de una sociedad en transición. Gatopardismo al que en México no hemos sido ajenos.

***

El Gatopardo

por EUGENIO MONTALE

Lampedusa. ¿Quién era él? Hasta ayer, nadie podía decir que era el nombre de un escritor. En cuanto al singular personaje que portaba ese nombre, incluso para mí, hasta hace poco tiempo, Lampedusa (Giuseppe Tomasi, príncipe de) era el noble señor siciliano que en el verano de 1954 acompañó al poeta Lucio Piccolo, su primo, a recibir el bautismo literario en un encuentro que se realizó en San Pellegrino Terme. Aquí se llevaron a cabo una serie de conferencias o presentaciones: escritores maduros o ya reconocidos le darían la bienvenida literaria a jóvenes escritores debutantes. Sin embargo, sucedió que muchos de los autores que participaron solamente se conocían por correspondencia; y, en otros casos, que entre el viejo y el presunto joven no mediaba una gran diferencia de edad. El poeta Lucio Piccolo, por ejemplo, que llegó desde Capo d'Orlando (Messina), no podía decirse que era muy joven; y, sin embargo, no podía ser considerado ningún estudioso —no lo perdía de vista su mentor, o su guía— de tanto que él encarnaba el tipo de poeta absorto en sus propios pensamientos y acaso incapaz de ingeniárselas por sí solo en esa embarazosa ocasión.

Sin embargo, ni siquiera ese día, yo sospeché que el príncipe de Lampedusa (caballero que en su juventud debió haber sido rubio, alto, fuerte, elegante y silencioso, apenas ese tanto necesario que no le impidiese externar algunos chistes llenos de humour) pudiese ser o volverse un escritor a la altura de los literatos allí presentes. Sin embargo, así fueron las cosas. Nos informa Giorgio Bassani, a quien le debemos el primer conocimiento y la recuperación de la novela que hoy aparece póstuma (El Gatopardo, editorial Feltrinelli, Italia, 1958), que este importante libro fue escrito, acaso en pocos meses, cuando Lampedusa regresó de ese torneo literario. Puede ser que la ducha de vivificadora y militante literatura que experimentó en ese entonces el príncipe haya sido el estímulo, la causa fortuita a la que le debemos este bellísimo libro: el primero y el último porque Tomasi di Lampedusa murió en Roma en julio de 1957, a la edad de sesenta años. Ópera prima, es más, la única, pero persiste la duda si El Gatopardo fue un libro que el autor llevó y alimentó en su persona durante toda su vida y que probablemente no tuvo, por parte del escritor, los últimos cuidados.

Formalmente casi perfecta, la novela revela a un artista maduro y al día; pero en su confección, en la secuencia de cada uno de los episodios, no siempre es armoniosa y proporcionada. Luego de dos capítulos, que un gran naturalista del siglo XIX podría envidiarle, la novela se detiene en los meandros de un idilio juvenil, que acaso demasiado, nos lleva al clima de la actual “prosa de arte”; y en la segunda parte, no siempre el moralista y el novelista caminan a la par. Además, una figura secundaria, la del padre Pirrone, que creíamos un sencillo don Basilio, pretende todo un capítulo para sí, revelándose de golpe buen cristiano y hombre sensato. Pero luego el libro se vuelve a levantar desde estas páginas menores —pero igualmente muy atrayentes— y retorna, en los dos capítulos finales, a su primitiva fuerza narrativa.

Resulta muy difícil encontrar antecedentes literarios en El Gatopardo; el trasfondo (Sicilia en 1860) pudiera hacer pensar en el De Roberto de Los virreyes; pero el escándalo psicológico, el sarcasmo y el casi feroz uso del bisturí corresponden a alguien que no ignora a Brancati; mientras que la afectuosa reconstrucción, el gusto por la vieja estampa, pudieran recordar a Guido Nobili y a los otros escritores de libro único, aquellos que le eran caros a Pancrazi. Pero, al final, uno acaba por concluir que semejantes parangones no explican nada. Acaso El Gatopardo es la síntesis de una novela río que nunca fue escrita por Lampedusa. Una síntesis, entendámonos, del todo mental, interna: que es la causa de los desequilibrios mencionados, pero también de la novedad del libro. Si la novela histórica tradicional basa su poder en una leve pátina de aburrimiento (tal es para el lector ingenuo el sentido del tiempo que fluye lentamente), nada más lejano a los esquemas de la novela histórica que El Gatopardo. Y, sin embargo, el sentido de la historia, la sucesión de las generaciones, el advenimiento de las nuevas clases y de los nuevos mitos, el ocaso de la nobleza feudal y el igualmente hipócrita triunfo de las “magníficas fortunas” son la materia misma y la inspiración de la novela, en la que pocos personajes son suficientes para poner de relieve la extraordinaria ambivalencia espiritual del autor.

El príncipe Fabrizio de Salina, personaje fundamental del libro, vive dividido entre inclinaciones opuestas. Rico feudatario, su fortuna está amenazada por una señorial incapacidad a no dejarse robar. Orgulloso de su título y de su censo y, por lo tanto, tradicionalista, sin embargo, él lleva en sí mismo la simiente del iluminismo; buen diletante de astronomía, no puede esconder que para los privilegios de su casta las horas están contadas. Por eso favorece las simpatías de su pobretón sobrino, el príncipe Falconeri, por el movimiento de liberación de los “piamonteses”. Incluso el rey Borbón es informado de esto, y cuando recibe a Salina en el palacio real de Caserta, lo pone sobre aviso: “Salina, óyeme. Me han dicho que dejan mucho que desear las visitas que sueles hacer en Palermo. Que tu sobrino Falconeri... ¿por qué no sienta de una vez la cabeza?”. “Majestad, Tancredi no se ocupa más que de mujeres y de juego”. “Salina, Salina, estás loco. El responsable eres tú, el tutor. Dile que ande con cuidado. Adiós”. En espera del desembarco de los garibaldinos, Salina se retira a su feudo de Donnafugata, con su esposa, sus numerosos hijos, el attaché eclesiástico, el padre Pirrone, y su fiel perro Bendicò, una de las más vivas “personas” del libro. Más tarde, los alcanzará Tancredi Falconeri, herido y condecorado; Palermo es ocupada por los patriotas y el joven sirve, egregiamente, para salvar a la familia Salina de eso que hoy se llamaría depuración. Una gran carrera se vislumbra en el futuro de Falconeri, pero Salina renuncia a darle por esposa a su hija Concetta, muchacha igualmente frígida que ni siquiera podría ayudarlo con una rica dote. Salina, por el contrario, favorece el matrimonio de Tancredi con la hermosa Angélica, hija de don Calogero Sedàra, un campesino enriquecido a costa de despojar sistemáticamente de sus bienes a los vecinos. Despabilada, agresiva. Estupendo ejemplo de muchacha meridional de piernas un poco cortas, Angélica acelerará el ascenso de Tancredi a los puestos de mando de la política. Incluso al príncipe de Salina, un piamontés, Chevalley, emisario del prefecto de Girgenti, vendrá a ofrecerle la laticlave (toga púrpura con la que se vestían los senadores romanos y que indicaba su dignidad y cargo), pero obtendrá un tajante rechazo. ¿Es posible que alguien que fue par del reino de Sicilia vaya a sentarse en una asamblea de parvenus? ¿Con esto se pretende rendirle honor? ¡Incluso esto resulta ridículo! Salina, por otra parte, no sabe nada acerca del Senado; esta palabra solamente le recuerda “al senador Papirio, que rompía una varita sobre la cabeza de un galo maleducado, a un caballo Incitatus. Pero la razón de su rechazo es otra.

Carente de ilusiones, Salina adolece de la capacidad de engañarse a sí mismo. Qué vayan los jóvenes (¿Y por qué no?, también don Calogero Sedàra) a competir en el muy engalanado catafalco del Senado. ¿Es verdad que es necesario obrar, hacer algo? “En Sicilia no importa hacer mal o bien: el pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente el de ‘hacer' [...] El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren”. ¿Será acaso que Chevalley todavía no conoce el paisaje siciliano? “Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensión continua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quién sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempre incomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio: todas estas cosas han formado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores además de por una terrible insularidad de ánimo”.

El lector ya comprendió; el usurero Sedàra se vestirá con la laticlave. El nuevo Reino, seguido por la desconfianza de Salina, se encaminará hacia las magníficas fortunas, guiado por uno de los pocos sicilianos despiertos o semidespiertos, Crispi; Salina, ya defraudado por algunos feudos, se volcará en sus estudios astronómicos hasta que la muerte lo sorprenda, en julio de 1883, en un hotel de Palermo. Junto a él están sus tres hijas solteras, la princesa Falconeri ya viuda, y sus dos hijos varones. El tercer varón, también él un semidespierto como Crispi, está ausente: vive en Inglaterra y comercia con piedras preciosas. Y la muerte de Salina es la muerte de un sabio y de un justo; no es un drama, “sino el vaciamiento, el detallado desmoronamiento de la personalidad unida al presagio de la reedificación en otra parte de una personalidad (gracias a Dios) menos consciente pero más larga”. Extensas y desnudas páginas en las que está resumida toda una vida con la deslumbrante claridad y velocidad de un fulgor.

La historia también tiene un epílogo. En 1910, las tres solteronas todavía viven en lo que queda del palacio de sus antepasados, dominado por el blasón del felino rampante. Inmersas en prácticas religiosas han llenado la capilla de la casa con falsas reliquias adquiridas malgastando los últimos centavos del patrimonio paterno. Luego de una visita del arzobispo, un sacerdote enviado por él decidirá que solamente unas pocas reliquias ostentan título de autenticidad. Todo lo demás será arrojado a un rincón del patio y la capilla volverá a ser consagrada. Junto con las falsas reliquias, también dará un salto el viejo perro Bendicò, embalsamado. “Durante su vuelo desde la ventana su forma se recompuso un instante. Habríase podido ver danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Después todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido”.

La singularidad de una arquitectura que los norteamericanos dirían ginger bread, estrambótica, no impide que este Gatopardo, al que se le podrían quitar o agregar algunas escenas (y en esto recuerda a Roma de Palazzeschi, poderoso libro mal confeccionado y dominado por un único personaje) sea un libro de sorprendente unidad espiritual: un libro de un gran señor, de un gran esnob en el más alto significado de la palabra, de un hombre que comprendió todo de la vida, de un poeta-narrador dotado de una implacable clarividencia y de un sentimiento de la existencia que es, a la vez, estoico y profundamente caritativo. Y es un pecado que una breve reseña no pueda sugerir las cualidades más altas de Lampedusa, artista y moralista: su virtud de pintor de paisaje y de interiores, su don para hacer vivir a una multitud de figuras que son demasiado verdaderas para ser sencillamente “veristas”. Al terminar la lectura recordamos todo de El Gatopardo, y estamos seguros que, tarde o temprano, querremos releerlo de principio a fin. Y nos preguntamos: ¿De cuántos libros publicados en la última década podemos decir lo mismo?

Tomado de Il Corriere della Sera , 12 de diciembre de 1958.

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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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