*Por Rafael Pérez Gay.
Un año después de tomar sus posiciones en el gobierno federal, los funcionarios culturales han terminado el Plan de Cultura del sexenio de Felipe Calderón. No hay muchas sorpresas en esos legajos, su nervio repite el credo del Conaculta alrededor de lo que Sergio Vela llama ocho ejes que en realidad son tres: protección del patrimonio, diversidad cultural y promoción.
La novedad es que vincularán la cultura con el turismo para generar ingresos a partir de la riqueza cultural del país. Esos ingresos vendrán, dijo el Presidente, “a través de la expansión del turismo mexicano, no sólo y no estoy seguro si fundamentalmente de sol y playa, sino, precisamente, turismo cultural acerca de lo que somos, acerca de lo que hemos hecho, acerca de nuestros colores, de nuestros sabores, de nuestra gente”.
Se trata de una novedad más bien pobre, poco conceptual, que imagina la cultura como un paseo por las pirámides. Aunque expresado sin mucha claridad expositiva, el Programa Nacional de Cultura 2007-2012 tiene una novedad: que la cultura sea rentable; esa será la marca de agua de la política cultural del sexenio; en esto, al menos, la meta es clara, que la cultura deje dinero y no al revés: que el dinero produzca cultura.
¿Debe ser rentable la cultura? La pregunta ordena las dos posturas de las políticas culturales en el mundo. De un lado están quienes sostienen que los bienes y servicios culturales deben competir en el mercado, ese conjunto de operaciones de compra-venta realizadas en un lugar público, y bajo sus leyes explícitas e implícitas. La otra escuela propone la excepción cultural, es decir, una ley que excluya los productos culturales del libre tráfico de bienes y servicios, una ley que distinga los libros de los refrigeradores, el cine de la industria del cemento, el teatro del negocio de la telefonía. Durante el gobierno de Lionel Jospin, la ministra francesa de Cultura, Catherine Trautman, lo dijo así: “La diversidad cultural es nuestro objetivo, la excepción cultural es el medio jurídico para lograrlo”.
La expresión primera y última del dinero es la rentabilidad, se llama mercado y decide como le da la gana y a la trompa talega. Cuando se habla de mercado me gusta citar a George Steiner, el gran crítico de la cultura: “El olor del dinero infesta todos los países. Francia, Alemania, Inglaterra. El grito del dinero y sus exigencias dominan las universidades, el arte, la producción teatral, literaria. Todo está en la palabra rentabilidad: ¿es rentable?, se preguntan en todas las esquinas. La respuesta es negativa. Ningún pensamiento digno de ese nombre ha sido rentable, aunque sea sólo una vez. Muy al contrario, siempre se ha inclinado hacia un déficit” (el enemigo acérrimo de la excepción cultural es el escritor francés Marc Fumaroli; su libro El Estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, publicado en español por Acantilado, es una pieza notable de análisis cultural).
El cineasta español Fernando Trueba defendió en su momento la excepción cultural con este argumento: “Para que la libertad de elección del espectador exista hace falta primero que exista una oferta variada, que exista otro cine, y no sólo el de las grandes compañías americanas que controlan prácticamente todo el mercado audiovisual en España y en el mundo entero. No sólo controlan la producción, sino, lo que es más grave, también gran parte de la distribución y la exhibición”.
Puestas así las cosas, el Plan de Cultura propone una mezcla extraña: que el mercado decida, es decir, que la cultura sea rentable, y que al mismo tiempo el Estado cultural obedezca al mecenas que proyecta su sombra. Que la cultura genere ingresos, pero mientras les aumentamos 25% a los creadores, mejoramos los servicios en las zonas arqueológicas, fomentamos la lectura haciendo crecer al Estado editor de libros que nadie lee, producimos algunas películas para taparle el ojo al macho, en fin, refrescamos nuestras relaciones con la comunidad cultural.
El presidente Calderón y Sergio Vela han dejado pasar una oportunidad de oro para darle profundidad al concepto de política cultural en México. Era la hora de hablar de mercado, excepción, libros, cine, teatro, y acabamos hablando de turistas. Traer dinero a la cultura contándoles a los turistas quiénes somos los mexicanos. Qué barbaridad.
Un año después de tomar sus posiciones en el gobierno federal, los funcionarios culturales han terminado el Plan de Cultura del sexenio de Felipe Calderón. No hay muchas sorpresas en esos legajos, su nervio repite el credo del Conaculta alrededor de lo que Sergio Vela llama ocho ejes que en realidad son tres: protección del patrimonio, diversidad cultural y promoción.
La novedad es que vincularán la cultura con el turismo para generar ingresos a partir de la riqueza cultural del país. Esos ingresos vendrán, dijo el Presidente, “a través de la expansión del turismo mexicano, no sólo y no estoy seguro si fundamentalmente de sol y playa, sino, precisamente, turismo cultural acerca de lo que somos, acerca de lo que hemos hecho, acerca de nuestros colores, de nuestros sabores, de nuestra gente”.
Se trata de una novedad más bien pobre, poco conceptual, que imagina la cultura como un paseo por las pirámides. Aunque expresado sin mucha claridad expositiva, el Programa Nacional de Cultura 2007-2012 tiene una novedad: que la cultura sea rentable; esa será la marca de agua de la política cultural del sexenio; en esto, al menos, la meta es clara, que la cultura deje dinero y no al revés: que el dinero produzca cultura.
¿Debe ser rentable la cultura? La pregunta ordena las dos posturas de las políticas culturales en el mundo. De un lado están quienes sostienen que los bienes y servicios culturales deben competir en el mercado, ese conjunto de operaciones de compra-venta realizadas en un lugar público, y bajo sus leyes explícitas e implícitas. La otra escuela propone la excepción cultural, es decir, una ley que excluya los productos culturales del libre tráfico de bienes y servicios, una ley que distinga los libros de los refrigeradores, el cine de la industria del cemento, el teatro del negocio de la telefonía. Durante el gobierno de Lionel Jospin, la ministra francesa de Cultura, Catherine Trautman, lo dijo así: “La diversidad cultural es nuestro objetivo, la excepción cultural es el medio jurídico para lograrlo”.
La expresión primera y última del dinero es la rentabilidad, se llama mercado y decide como le da la gana y a la trompa talega. Cuando se habla de mercado me gusta citar a George Steiner, el gran crítico de la cultura: “El olor del dinero infesta todos los países. Francia, Alemania, Inglaterra. El grito del dinero y sus exigencias dominan las universidades, el arte, la producción teatral, literaria. Todo está en la palabra rentabilidad: ¿es rentable?, se preguntan en todas las esquinas. La respuesta es negativa. Ningún pensamiento digno de ese nombre ha sido rentable, aunque sea sólo una vez. Muy al contrario, siempre se ha inclinado hacia un déficit” (el enemigo acérrimo de la excepción cultural es el escritor francés Marc Fumaroli; su libro El Estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, publicado en español por Acantilado, es una pieza notable de análisis cultural).
El cineasta español Fernando Trueba defendió en su momento la excepción cultural con este argumento: “Para que la libertad de elección del espectador exista hace falta primero que exista una oferta variada, que exista otro cine, y no sólo el de las grandes compañías americanas que controlan prácticamente todo el mercado audiovisual en España y en el mundo entero. No sólo controlan la producción, sino, lo que es más grave, también gran parte de la distribución y la exhibición”.
Puestas así las cosas, el Plan de Cultura propone una mezcla extraña: que el mercado decida, es decir, que la cultura sea rentable, y que al mismo tiempo el Estado cultural obedezca al mecenas que proyecta su sombra. Que la cultura genere ingresos, pero mientras les aumentamos 25% a los creadores, mejoramos los servicios en las zonas arqueológicas, fomentamos la lectura haciendo crecer al Estado editor de libros que nadie lee, producimos algunas películas para taparle el ojo al macho, en fin, refrescamos nuestras relaciones con la comunidad cultural.
El presidente Calderón y Sergio Vela han dejado pasar una oportunidad de oro para darle profundidad al concepto de política cultural en México. Era la hora de hablar de mercado, excepción, libros, cine, teatro, y acabamos hablando de turistas. Traer dinero a la cultura contándoles a los turistas quiénes somos los mexicanos. Qué barbaridad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario