La Universidad de Hidalgo confirió el doctorado honorífico a Miguel León-Portilla. Se le entregó, concretamente, por sus incansables investigaciones a propósito de fray Bernardino de Sahagún. Y es que el fraile leonés habitó hacia 1547 en el convento de San Francisco de Asís, municipio de Tepeapulco. De este modo, fue el triángulo conformado por León Portilla, Bernardino de Sahagún y el municipio hidalguense, lo que movió a que el Consejo Universitario le concediera la medalla.
A primera vista, el doctorado honoris causa no parece nada interesante. ¿Qué importancia puede tener un reconocimiento concedido por una universidad caciquil, cuando el renombrado historiador ha sido distinguido por un sinfín de instituciones mil veces más prestigiadas? De hecho, parece contradictorio que una universidad centralista reconozca a un defensor de lo marginal. Como sea, lo interesante de la distinción es que pone en el centro de los reflectores una forma de concebir la situación de los pueblos indígenas.
Antropólogos y lingüistas, historiadores y humanistas en toda la línea, tanto el fraile franciscano en el siglo 16 como León-Portilla en nuestros tiempos, pueden describirse del mismo modo: estudiosos de las formas culturales reinantes entre la gente marginada. Aunque ha quedado atrás la atávica idea de que la cultura es teatros, museos, pinturas, libros y todo eso…, deseo precisar que la cultura en términos antropológicos es, por ejemplo para Daniel Bell: “un proceso continuo de sustentación de una identidad mediante la coherencia lograda por un consistente punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida que exhibe esas concepciones en los objetos que adornan a nuestro hogar y a nosotros mismos, y en el gusto que expresa esos puntos de vista ”; o para Inglehart: “los valores, las creencias, las capacidades y la gregariedad de los miembros de una sociedad determinada.” Pues bien, si la cultura en general es todo lo que gira en torno del Hombre, la cultura de los marginados indígenas en particular es todo cuanto rodea sus muy a menudo ignoradas vidas diarias.
Cuando en el virreinato fray Bernardino de Sahagún vivía en Tepeapulco, se dedicó a una labor que en su tiempo pudo tacharse de descabellada. Desdeñoso de las informaciones oficiales, el fraile se puso a obtener datos de fuentes para entonces inverosímiles: los indígenas lugareños. Hacía entrevistas a todos, sacándoles conocimientos que sistematizó mediante el papel y la pluma. Como lo dejó en claro en sus obras (siendo primordial la Historia general de las cosas de Nueva España), lo que sabe la gente es una forma del conocer tan valiosa como cualquier otra. Es cierto que los conocimientos transmitidos por la gente pueden estar deformados por sus muy personales prejuicios, pero también es verdad que el fraile intuyó eso y supo sortearlo en sus trabajos: todo esto es de conocimiento general, merced a las obras de León-Portilla Bernardino de Sahagún (Ediciones Historia 16 y Quórum, 1987) y Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología (UNAM-Colmex, 1999). Fiel a la línea antropológica diseñada por el fraile franciscano -preocupada por conocer qué ocurre entre los de abajo- León-Portilla no sólo es el más asiduo investigador de Sahagún: es el defensor por antonomasia de las costumbres indígenas. Desde que a mediados del siglo pasado escribiera primero La visión de los vencidos y después El reverso de la conquista, poco a poco se convirtió en el artífice de un sinfín de actividades dedicadas a los tan marginados indios del País, hasta terminar ocupando el grado de autoridad de esa antropología ejercida desde el punto de vista de las culturas indígenas.
Es todo esto lo que dota de un cariz significativo a la medalla que la UAEH le otorgó al historiador. Significa poner lo marginal en el centro -para usar las palabras que Carlos Monsiváis mentara en otro contexto. Pues desde el punto de vista oficial, no dejaría de ser contradictorio que una universidad centralista distinguiera a un investigador del indigenismo.
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