Si las estadísticas no mienten, muchos hidalguenses deben estar profundamente conmovidos. El cierre de una histórica cantina no debe haberles resultado indistinto. Que el gobierno del DF clausurase El Nivel es un tema de primera importancia hidalguense, aun cuando ocurriera a kilómetros de distancia.
Y es que se ha repetido numerosas ocasiones y en muchos lugares que ser habitante de Hidalgo equivale a beber diariamente una considerable ración de cualquier tipo de bebida embriagante, cuando no a ser un beodo consuetudinario. De hecho, no hace mucho en fiestas pachuqueñas se brindaba con escandalosa jactancia por una razón. Los hidalguenses ocupaban uno de los primeros sitios en consumo de bebidas espirituosas y, consecuentemente, en enfermedades hepáticas. De tal suerte, no sería extraño que numerosas brigadas hidalguenses se sumaran a la clausura de la famosa cantina El Nivel de la Ciudad de México, la más antigua de México –según se dice. Hay que estar atentos a lo que suceda.
A estas alturas, todo el mundo está enterado de que la dicha cantina fue clausurada. Situada en el celebérrimo número 2 de la Calle Moneda, en el centro Histórico de la Ciudad de México, el Nivel no pude clasificarse a la sazón como un recinto con algún tipo de lujo material. Quien deseara departir en medio de cristalería fina y tratos caballerosos, debía dirigirse a otro sitio. Hasta hace unos meses que me paseé por ahí, El Nivel continuaba siendo una cantina de esas a las que seguramente solía acudir Malcolm Lowry durante su alcohólica estancia en Cuernavaca, en donde escribió su alucinante pero fabulosa novela Bajo el volcán. También es El Nivel esa clase de cantinas a las que seguramente suelen acudir los escritores mexicanos Guillermo J. Fadanelli o Eusebio Ruvalcaba, sólo por mencionar dos de los tantos artistas que se emborrachan a menudo en lúmpenes de mala muerte. Ahora bien, el principal público de tabernas del tipo El Nivel lo suelen conformar cargadores de la central de abastos, peones de obra, empleados de ferreterías, abarroteros, taxistas, prostitutas, deportistas de poca monta; en suma, integrantes de esos muchos duros oficios manuales. Oficios cuya ruda naturaleza –muy alejada de la tibia vida posmoderna-, sin embargo, me llevan a establecer una duda.
¿Por qué ha levantado tanta ámpula el cierre de una cantina que de unos años a esta parte no ha sido sino un hoyo de mala muerte? Adictos a los tranquilos bares en donde ir a beber no es sino pretexto para flirtear con quien se descuide, a los parroquianos de nuestros días no les preocupa en realidad qué giro tome la vida de una cantina polvosa. Lo que llama la atención por partida doble.
Por un lado, los medios de comunicación se han valido de una jugada harto conocida: a saber, adoptar un tono serio para hablar de un tema más bien bizarro, hasta el punto en que resulta desbordantemente ridículo. Me refiero a esto: contra la clausura de El Nivel, se hizo una manifestación cuyos participantes bebieron y cantaron odiosamente en la vía pública; pues bien: cuando se los veía por televisión, parecían más bohemios anacrónicos, que serios manifestantes. Baste un ejemplo: “La visité regularmente”, declaró el artista plástico Phil Kelly. “Cada que iba tenía que mostrar mis calcetines a los meseros para que vieran que eran de diferente color y me reconocieran”. Imposible no entenderlas como palabras de un borracho que no merece atención. De tal suerte, el asunto se volvió espectáculo hilarante.
Pero del otro lado está alojado ese sentimiento que podemos tachar al mismo tiempo de ternura y de repulsa. Y es que a la vez que se sataniza a todo cuanto tenga que ver con el insano esparcimiento de la beberecua, he oído a las personas lamentarse por la clausura del local. Hipócritas. A la par que ningún padre de familia desea que ver a sus hijos convertidos en una estadística de conductores borrachos muertos en un accidente, aborrecen cuando una patrulla los detiene saliendo del burdel de las afueras de la ciudad. Sin embargo, lo que ha conmovido tanto a la gente no es el cierre de la cantina. Estoy seguro de que muchos ni la habían visitado; ni siquiera sabían de su existencia. Lo que lamentan es la pérdida del lado mexicano que representan lugares como las cantinas, los trenes, la rayuela, el pulque; todos esos objetos cada vez más considerados “de culto”. Pues bien, El Nivel era la viva representación de un siglo 20 mexicano cuyos borrachos eran nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos, nosotros mismos. Nunca dejaron de ser malditos (eran borrachos) pero también eran benditos (por ser tan próximos a nosotros mismos). No hay relación con el alcohol en la que no subyazga tal ambivalencia. El Nivel no es la excepción.
Por lo que a mí respecta, lamento el cierre de ese local. Solía visitarlo, y su clausura me fractura un poco. Pero como buen borracho, ciertamente me encontraré con otro hoyo adonde poder desgranar esa “amarga soledad de las parrandas”, según García Márquez. Además, si El Nivel hubo de ser clausurado por razones de salubridad, me sintiera agradecido con las autoridades, por impedirme sufrir algún padecimiento futuro. Si lo fue porque el inmueble estaba el pleito litigioso, ¡qué lástima! Si por problemas obrero-patronales, desearía que se solucionen y que reabra. No por ser la primera cantina de México, ni por ser la más bonita, ni porque la frecuentemos muy a menudo, sino porque soy de los que prefieren no dar por terminada esa variedad de centros del vicio, en beneficio de los modernos bares de flirteo. Para beber, son los mejores sitios: no me dejará mentir ningún hidalguense experimentado que haya llegado hasta el final de este texto.
Y es que se ha repetido numerosas ocasiones y en muchos lugares que ser habitante de Hidalgo equivale a beber diariamente una considerable ración de cualquier tipo de bebida embriagante, cuando no a ser un beodo consuetudinario. De hecho, no hace mucho en fiestas pachuqueñas se brindaba con escandalosa jactancia por una razón. Los hidalguenses ocupaban uno de los primeros sitios en consumo de bebidas espirituosas y, consecuentemente, en enfermedades hepáticas. De tal suerte, no sería extraño que numerosas brigadas hidalguenses se sumaran a la clausura de la famosa cantina El Nivel de la Ciudad de México, la más antigua de México –según se dice. Hay que estar atentos a lo que suceda.
A estas alturas, todo el mundo está enterado de que la dicha cantina fue clausurada. Situada en el celebérrimo número 2 de la Calle Moneda, en el centro Histórico de la Ciudad de México, el Nivel no pude clasificarse a la sazón como un recinto con algún tipo de lujo material. Quien deseara departir en medio de cristalería fina y tratos caballerosos, debía dirigirse a otro sitio. Hasta hace unos meses que me paseé por ahí, El Nivel continuaba siendo una cantina de esas a las que seguramente solía acudir Malcolm Lowry durante su alcohólica estancia en Cuernavaca, en donde escribió su alucinante pero fabulosa novela Bajo el volcán. También es El Nivel esa clase de cantinas a las que seguramente suelen acudir los escritores mexicanos Guillermo J. Fadanelli o Eusebio Ruvalcaba, sólo por mencionar dos de los tantos artistas que se emborrachan a menudo en lúmpenes de mala muerte. Ahora bien, el principal público de tabernas del tipo El Nivel lo suelen conformar cargadores de la central de abastos, peones de obra, empleados de ferreterías, abarroteros, taxistas, prostitutas, deportistas de poca monta; en suma, integrantes de esos muchos duros oficios manuales. Oficios cuya ruda naturaleza –muy alejada de la tibia vida posmoderna-, sin embargo, me llevan a establecer una duda.
¿Por qué ha levantado tanta ámpula el cierre de una cantina que de unos años a esta parte no ha sido sino un hoyo de mala muerte? Adictos a los tranquilos bares en donde ir a beber no es sino pretexto para flirtear con quien se descuide, a los parroquianos de nuestros días no les preocupa en realidad qué giro tome la vida de una cantina polvosa. Lo que llama la atención por partida doble.
Por un lado, los medios de comunicación se han valido de una jugada harto conocida: a saber, adoptar un tono serio para hablar de un tema más bien bizarro, hasta el punto en que resulta desbordantemente ridículo. Me refiero a esto: contra la clausura de El Nivel, se hizo una manifestación cuyos participantes bebieron y cantaron odiosamente en la vía pública; pues bien: cuando se los veía por televisión, parecían más bohemios anacrónicos, que serios manifestantes. Baste un ejemplo: “La visité regularmente”, declaró el artista plástico Phil Kelly. “Cada que iba tenía que mostrar mis calcetines a los meseros para que vieran que eran de diferente color y me reconocieran”. Imposible no entenderlas como palabras de un borracho que no merece atención. De tal suerte, el asunto se volvió espectáculo hilarante.
Pero del otro lado está alojado ese sentimiento que podemos tachar al mismo tiempo de ternura y de repulsa. Y es que a la vez que se sataniza a todo cuanto tenga que ver con el insano esparcimiento de la beberecua, he oído a las personas lamentarse por la clausura del local. Hipócritas. A la par que ningún padre de familia desea que ver a sus hijos convertidos en una estadística de conductores borrachos muertos en un accidente, aborrecen cuando una patrulla los detiene saliendo del burdel de las afueras de la ciudad. Sin embargo, lo que ha conmovido tanto a la gente no es el cierre de la cantina. Estoy seguro de que muchos ni la habían visitado; ni siquiera sabían de su existencia. Lo que lamentan es la pérdida del lado mexicano que representan lugares como las cantinas, los trenes, la rayuela, el pulque; todos esos objetos cada vez más considerados “de culto”. Pues bien, El Nivel era la viva representación de un siglo 20 mexicano cuyos borrachos eran nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos, nosotros mismos. Nunca dejaron de ser malditos (eran borrachos) pero también eran benditos (por ser tan próximos a nosotros mismos). No hay relación con el alcohol en la que no subyazga tal ambivalencia. El Nivel no es la excepción.
Por lo que a mí respecta, lamento el cierre de ese local. Solía visitarlo, y su clausura me fractura un poco. Pero como buen borracho, ciertamente me encontraré con otro hoyo adonde poder desgranar esa “amarga soledad de las parrandas”, según García Márquez. Además, si El Nivel hubo de ser clausurado por razones de salubridad, me sintiera agradecido con las autoridades, por impedirme sufrir algún padecimiento futuro. Si lo fue porque el inmueble estaba el pleito litigioso, ¡qué lástima! Si por problemas obrero-patronales, desearía que se solucionen y que reabra. No por ser la primera cantina de México, ni por ser la más bonita, ni porque la frecuentemos muy a menudo, sino porque soy de los que prefieren no dar por terminada esa variedad de centros del vicio, en beneficio de los modernos bares de flirteo. Para beber, son los mejores sitios: no me dejará mentir ningún hidalguense experimentado que haya llegado hasta el final de este texto.
1 comentario:
A mí me gustó la Buenos Aires, por Motolinía.
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