He vuelto a confirmar verdad de aquel viejo apotegma: las comparaciones son siempre odiosas. ¿Cuál tiene mejor sabor: la Pepsi cola o la Coca cola? ¿Quién poseyó mayor hermosura: Marilyn Monroe o Greta Garbo? ¿Cuál de estos personajes es más repugnante: los narcotrafiantes que asesinan a cantantes norteños, o los políticos que consienten esos crímenes? ¿Quién está más afectado de sus facultades humanas: la mujer de 51 años que mataba ancianas por un malsano gusto carnicero, o los miembros de una sociedad que no pierden oportunidad de ver por televisión la “cara de mala” de esa asesina serial? Lo trágico cualquier parangón es que tanto el que está de un laco como del otro están en lo cierto, todo depende de los ojos con que se mire.
La cuestión no tiene desperdicio en vista de algo que ocurrió recientemente. Para nadie es desconocido que las autoridades judiciales encontraron culpable de varios asesinatos a sangre fría a la paisana hidalguense Juana Barraza Samperio. Mejor conocida como la Mataviejitas, Barraza Samperio fue sentenciada a una pena absurda pero comprensible de ¡759 años de cárcel!, por haber matado a 16 ancianas de entre 60 y 85 años de canas, y haber cometido 12 robos en casa habitación. Sentencia incoherente pero perfectamente natural, porque la justicia mexicana no actúa sino pensando en lo que pide el público. Y si los televidentes reclaman que se actúe contra esa enferma-desquiciada-malnacida-loca que es la paisana de Hidalgo, la justicia dicta una fallo que lejos de solucionar ningún crimen, lo que busca es quedar bien con los reporteros que escribieron las notas, los periodistas pagados que dijeron pestes y los consumidores de información que han aborrecido a esa hidalguense cuyo gusto era asesinar ancianas.
Al conocer la historia de Juana Barraza no he podido menos que hacer otra comparación, con Raskolnikof, el personaje de Crimen y castigo, la fabulosa novela de Dostoyevsky. Entre ambos hay un punto de comparación realmente elevado. En la novela, Raskolnikof, en un rapto de cólera, hende un hacha en medio del cráneo a dos mujeres, huye despavorido y pasa 5oo páginas de sufrimiento, atormentado por la posibilidad de que en cualquier momento pueda ser descubierto. El temor a ser descubierto persiste en su mente con tanta vehemencia, que termina aceptando públicamente el crimen cuando se declara culpable en la estación de policía. En el caso de la Mataviejitas, aventuro la posibilidad de que sus incursiones asesinas pueden ser materia prima para algún relato de ficción. A mí no me interesaría leer por qué decidió vestirse de enfermera y descabecharse cierta tarde a una anciana de tal centro habitacional, pero el que lo escriba, mienta o diga la verdad, puede hacerse rico vendiendo miles de ejemplares.
Basta ver cuánto interés se puso a este caso de nota roja. Ahí está el material que se produjo desde que en 2006 la Mataviejitas fue apresada y, hasta hace unos días, sentenciada. De hecho, sospecho que las empresas de televisión y los periódicos son los que mandan a hacer asesinos seriales como Barraza. Pues las familias de los asesinados sólo ganan ser exhibidos, los lectores de noticias se tragan información tendenciosa y la justicia mexicana sólo se convierte en empresa de espectáculos. Pero los que cobran por dar a conocer tanto detalle de una asesina son los medios de comunicación.
Y es que desde enero de 2006 todos vieron por el televisor cómo dos policías gorditos de la Ciudad de México corrían por entre los carros de la avenida, persiguiendo a una mujer mucho más ágil que ellos. Cuando la capturaron, ocurrió el momento de la conmoción. ¡Era el mismísimo espécimen inhumano que había dado muerte a sangre fría a muchas pobres viejitas! Enseguida todos supimos su historia. Barraza Samperio había nacido en 1957 en un pueblito llamado Santa Mónica, en el municipio hidalguense de Epazoyucan. Siendo niña, su humilde hogar era un caos. Su madre era alcohólica y se dejó embarazar de un hombre que no la amaba. De sus dos hijas, una recibiría el nombre de Juana. Sobre su adolescencia y su llegada a la Ciudad de México no se sabe casi nada. Pero en algún lugar leí que se fue a vivir con un borracho que la embarazó y la golpeaba. Poco a poco se le fue agriando el carácter, al tiempo que se metió de luchadora semiprofesional. Con el nombre de La dama del Silencio, a Barraza le propinaron varias tundas en muchos cuadriláteros de provincia. Y según ella, se convirtió en asesina “por las malas compañías”. Es notorio que su vida fue tan dura como la de tantos otros a los que, sin embargo, no se les zafan los tornillos y se ponen a matar personas. ¡Por qué nos interesan tanto estas historias!
Aun cuando en resumidas cuentas pueda decirse que simplemente somos unos morbosos irredentos, es conveniente indagar un poco más. ¿Por qué se venden tanto los periódicos hueros cuya única pasta son las noticias sangrientas? ¿Pero es culpa de los periódicos? Si no fueran tan solicitados por los lectores, acabarían rodando por el suelo y dejarían de publicarse. Recuerdo a Edmundo Desnoes. Decía que “el subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencia”. El consumo de información sobre hechos concretísimos cuyo contenido cultural no hace más que abonar a nuestro sentido del morbo, es un síntoma que seguramente han estudiado psicólogos o sociólogos de manera más detallada. A mí lo que me parece interesante es reírme de la sociedad a la que pertenezco. Una sociedad que prefiere ver la paja en el ojo ajeno, que no la viga en el propio.
Que se prefiera la Coca cola por encima de la Pepsi cola, es algo tan bonito como creer firmemente que Marilyn Monroe es años luz más bella que Greta Garbo. Lo intolerable es que una descraneada asesina serial ocupe un lugar privilegiado de la atención nacional, con tamaño despliegue mediático de por medio. ¡Pero si la pobre paisana no es más que una desquiciada! Y sin embargo, se convirtió en el abono de nuestros morbosos prejuicios, los cuales además parecen ser la regla de medición bajo la cual se mueve nuestro sistema de justicia mexicano.
La cuestión no tiene desperdicio en vista de algo que ocurrió recientemente. Para nadie es desconocido que las autoridades judiciales encontraron culpable de varios asesinatos a sangre fría a la paisana hidalguense Juana Barraza Samperio. Mejor conocida como la Mataviejitas, Barraza Samperio fue sentenciada a una pena absurda pero comprensible de ¡759 años de cárcel!, por haber matado a 16 ancianas de entre 60 y 85 años de canas, y haber cometido 12 robos en casa habitación. Sentencia incoherente pero perfectamente natural, porque la justicia mexicana no actúa sino pensando en lo que pide el público. Y si los televidentes reclaman que se actúe contra esa enferma-desquiciada-malnacida-loca que es la paisana de Hidalgo, la justicia dicta una fallo que lejos de solucionar ningún crimen, lo que busca es quedar bien con los reporteros que escribieron las notas, los periodistas pagados que dijeron pestes y los consumidores de información que han aborrecido a esa hidalguense cuyo gusto era asesinar ancianas.
Al conocer la historia de Juana Barraza no he podido menos que hacer otra comparación, con Raskolnikof, el personaje de Crimen y castigo, la fabulosa novela de Dostoyevsky. Entre ambos hay un punto de comparación realmente elevado. En la novela, Raskolnikof, en un rapto de cólera, hende un hacha en medio del cráneo a dos mujeres, huye despavorido y pasa 5oo páginas de sufrimiento, atormentado por la posibilidad de que en cualquier momento pueda ser descubierto. El temor a ser descubierto persiste en su mente con tanta vehemencia, que termina aceptando públicamente el crimen cuando se declara culpable en la estación de policía. En el caso de la Mataviejitas, aventuro la posibilidad de que sus incursiones asesinas pueden ser materia prima para algún relato de ficción. A mí no me interesaría leer por qué decidió vestirse de enfermera y descabecharse cierta tarde a una anciana de tal centro habitacional, pero el que lo escriba, mienta o diga la verdad, puede hacerse rico vendiendo miles de ejemplares.
Basta ver cuánto interés se puso a este caso de nota roja. Ahí está el material que se produjo desde que en 2006 la Mataviejitas fue apresada y, hasta hace unos días, sentenciada. De hecho, sospecho que las empresas de televisión y los periódicos son los que mandan a hacer asesinos seriales como Barraza. Pues las familias de los asesinados sólo ganan ser exhibidos, los lectores de noticias se tragan información tendenciosa y la justicia mexicana sólo se convierte en empresa de espectáculos. Pero los que cobran por dar a conocer tanto detalle de una asesina son los medios de comunicación.
Y es que desde enero de 2006 todos vieron por el televisor cómo dos policías gorditos de la Ciudad de México corrían por entre los carros de la avenida, persiguiendo a una mujer mucho más ágil que ellos. Cuando la capturaron, ocurrió el momento de la conmoción. ¡Era el mismísimo espécimen inhumano que había dado muerte a sangre fría a muchas pobres viejitas! Enseguida todos supimos su historia. Barraza Samperio había nacido en 1957 en un pueblito llamado Santa Mónica, en el municipio hidalguense de Epazoyucan. Siendo niña, su humilde hogar era un caos. Su madre era alcohólica y se dejó embarazar de un hombre que no la amaba. De sus dos hijas, una recibiría el nombre de Juana. Sobre su adolescencia y su llegada a la Ciudad de México no se sabe casi nada. Pero en algún lugar leí que se fue a vivir con un borracho que la embarazó y la golpeaba. Poco a poco se le fue agriando el carácter, al tiempo que se metió de luchadora semiprofesional. Con el nombre de La dama del Silencio, a Barraza le propinaron varias tundas en muchos cuadriláteros de provincia. Y según ella, se convirtió en asesina “por las malas compañías”. Es notorio que su vida fue tan dura como la de tantos otros a los que, sin embargo, no se les zafan los tornillos y se ponen a matar personas. ¡Por qué nos interesan tanto estas historias!
Aun cuando en resumidas cuentas pueda decirse que simplemente somos unos morbosos irredentos, es conveniente indagar un poco más. ¿Por qué se venden tanto los periódicos hueros cuya única pasta son las noticias sangrientas? ¿Pero es culpa de los periódicos? Si no fueran tan solicitados por los lectores, acabarían rodando por el suelo y dejarían de publicarse. Recuerdo a Edmundo Desnoes. Decía que “el subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencia”. El consumo de información sobre hechos concretísimos cuyo contenido cultural no hace más que abonar a nuestro sentido del morbo, es un síntoma que seguramente han estudiado psicólogos o sociólogos de manera más detallada. A mí lo que me parece interesante es reírme de la sociedad a la que pertenezco. Una sociedad que prefiere ver la paja en el ojo ajeno, que no la viga en el propio.
Que se prefiera la Coca cola por encima de la Pepsi cola, es algo tan bonito como creer firmemente que Marilyn Monroe es años luz más bella que Greta Garbo. Lo intolerable es que una descraneada asesina serial ocupe un lugar privilegiado de la atención nacional, con tamaño despliegue mediático de por medio. ¡Pero si la pobre paisana no es más que una desquiciada! Y sin embargo, se convirtió en el abono de nuestros morbosos prejuicios, los cuales además parecen ser la regla de medición bajo la cual se mueve nuestro sistema de justicia mexicano.
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