El blog de Luis Frías

junio 24, 2014

La máquina cubana

Hasta ahora me doy cuenta de algo evidente: ninguna cosa significa nada en sí misma. O nada importante. ¿Qué es la sangre de un ser humano, por ejemplo, sino una sustancia espesa, compuesta por plaquetas, leucoticos y eritrocitos, más parecida a la jalea de un pastelillo que a una supuesta fuente de vida? El propio mundial de futbol no es muy diferente a un encuentro llanero en un pueblito. Son 22 seres exprimiendo sus músculos para correr y dar un gran pase que permita a otro del equipo pegar la mejor patada y meter gol. ¿Cuál es el valor real de las cosas, el significado oculto de que coincidan hechos inverosímiles en un solo día de nuestras vidas?

¿Qué significado tiene que justo el día en que comenzó el mundial, yo me haya visto impelido a donar sangre para mi tío, el Casqui —diminutivo cariñoso de su apodo familiar: El Cascarrabias—, un ajedrecista empedernido que odia el tonto futbol, y que estaba por someterse a una operación de próstata?

Era una oportunidad de ayudar a ese viejo. Cuando yo era niño, el Casqui siempre me empujaba a jugar el deporte ciencia, me hablaba de disciplina, de constancia y estudio duro; en las fiestas, mientras mi papá y mis tíos cantaban borrachos, él desentonaba con esa seriedad que siempre me hacía mucha gracia. Así que cuando me llamaron por teléfono para decirme que hacía falta un donador, al instante acepté. Nunca antes había donado. Había escuchado hablar del ayuno y del horario extremadamente mañanero. De hecho, puedo decir que eso fue lo único malo. Pararse a las 5 de la mañana para, ya perfectamente bañadito, atravesar en carro toda la ciudad hasta la salida hacia Tecámac, donde está el hospital.

Saludar a mi primo fue una gran recompensa. Se llama Tlahuicole. Su nombre, como el de su hermana, Tlalolini, es una consecuencia de esas locas manías del Casqui. Qué gusto verlo, después de tantos años. Las tres horas que estuvimos formados en aquel hospital público del Edomex, no fueron lo tediosas que debieran, gracias a tantos recuerdos. Pero como en todo hospital, hedoroso a frías sustancias químicas, y lleno de seres cabizbajos, el ánimo prevaleciente era de angustia.

¿Cómo está mi tío? Era la pregunta obligada. Mientras veía algo en su teléfono, con una indiferencia que cualquiera tacharía de indolencia hacia su padre, pero yo estimo en sabiduría, Tlahui simplemente dijo que el Casqui estaba bien, que le habían puesto una sonda y que estaba viviendo esos días en soledad, en su casa del lejano pueblo en Hidalgo, esperando ser operado. Lo que sería de su vida después, ni se lo pregunté, ni me lo contó.

No es indolencia. El Casqui fue siempre un cabrón. Un cabrón con mi tía Yolanda y con sus hijos. Un padre desobligado. Su loco temperamento de frustrado ajedrecista sin trofeos de campeonato, que sancionaba el futbol, el billar y la vagancia nocturna con los amigos, puede hacernos sonreír. Pero la suya, en realidad, era una neurosis exacerbada, que jodió a su familia. Nunca supe bien a bien de qué trabajaba. En realidad, mi tía Yolanda, que en paz descanse, era quien sostenía a la familia. Él tenía unos abarrotes, pero si había un torneo de ajedrez en Chilpancingo, no lo pensaba dos veces. Cerraba el local, y se marchaba sin decir adiós, ni avisar cuándo volvería. Y cuando lo hacia, era para joder. Si veía a mis primos jugando como los niños que eran, montaba en una cólera que lo hacía pegar de gritos, aventar todo y largarse. Ése era él: el que se largaba. Echaba a perder las cosas, como en cierta medida me echaría a perder el inicio del mundial de futbol. En vez de estar en una cantina, con mi mujer y mis amigos, viendo el Brasil-Croacia, iba a pasar las horas siguientes en una camilla, viendo cómo una manguera me succionaba el antebrazo. Ése siempre fue el Casqui.

Por fin, pasamos a una salita, donde un doctor loco de ojos saltones y voz de lagartija nos hizo preguntas sobre nuestros hábitos alimenticios, drogadictos y sexuales. Tlahui y yo nos lanzamos unas bromas de putos, y reímos liberadoramente. También nos pesaron. Mi primo andaba pasado de kilos. Yo, al escuchar mi peso, francamente, sentí orgullo de todas las mañanas que salgo a correr.

En otro cubículo, nos sacaron sangre que metieron en pequeños tubos de ensayo. Era para corroborar que no tuviéramos ni el Sida ni nada de eso. Aquí empezó lo bueno. Resultó que nos pasaron a una sala, donde había decenas de personas esperando. Era el inicio de la espera verdaderamente larga. Y el mundial comenzó a flotar en el aire. Ninguno de los pobres desgraciados que estábamos allí, íbamos a ver el partido inaugural. Era un ambiente desastrozo. Solo a veces una bromita cambiaba el ánimo. O el trasero de alguna que otra doctora que cruzaba contoneándose con orgullo entre tanto perdedor.

¿Luis Frías? Me llamó el doctor loco. Mi primo y yo intercambiamos una mirada. ¿Me descubrieron alguna enfermedad?

-Tome asiento. Me dijo, con sus ojos de loco. ¿Luis Frías?
-Sí.
-¿A qué se dedica, don Luis?
-Profesionista independiente.
-¿A qué edad empezó a tener relaciones sexuales?
-¿Perdón?
-Dígame, don Luis, ¿sabe usted qué son las plaquetas?
Sé que son las plaquettes de poesía. Alcancé a balbucear: son parte de la sangre.
-Exactamente, don Luis. Y usted tiene muy altas plaquetas. Es una componente de la sangre que permite que las mujeres embarazadas, o los recién nacidos, o las personas que llegan gravemente heridas, puedan cicatrizar rápido. ¿Estaría usted dispuesto a donar sus plaquetas? Es un procedimiento que dura de una a una hora y media.
-¿Y pasaría enseguida?
-Sí.
-Si es por ayudar, lo hago con mucho gusto.
Orondo con la noticia de que tenía sangre de romperredes, me asomé pedante por la puerta para anunciarle a mi primo: “Que mi sangre está muy chingona. Ahorita nos vemos”. Me metí, y cerré la puerta.

En el cuarto de donación, las enfermeras me quitaron la chamarra con tanta gentileza como el mesero de un restaurante de lujo, me hicieron recostar con mucha suavidad en la camilla y, despacio y amablemente, me picaron el brazo. Todas hablaban de mis plaquetas. Me sentía rey. Además, haciendo cuentas secretamente, pensé que me daría perfecto tiempo de ver el partido inicial. Cerré los ojos y me dejé hacer. Hasta que empezó a sonar una como alarma sísmica.

Rápidamente, me quitaron la aguja, con igual amabilidad. “No se preocupe, no pasa nada. Es normal, puede pasar a que le den su recibo de donación. Muchas gracias”. Desde luego que algo andaba mal, y no me lo querían decir. Debí insistir para que confesaran: la maquinita REC-HUL-Fabricada en Cuba, había roto la bolsa en la que estaba mi sangre, y se estaba chorreando al piso. “No es la primera vez, ni la última, es normal”, me dijo la sonriente enfermera, mientras sacaba la bolsa con el logo del Gobierno del Estado de México y la depositaba suavemente en un bote cromado.

Saliendo, le expliqué a mi primo, y le entregué el certificado de donación. Había cumplido con mi deber de primo y sobrino. Nos despedimos. Después de todo, podría ver el futbol. Era eso lo que quería, ¿no?

Y sin embargo, hubiera preferido que la poderosa máquina cubana no rompiera la frágil bolsa mexiquense, y que mis plaquetas hubieran servido para que un bebé cicatrizara las heridas de su doloroso nacimiento.

Puse un disco en el aparato del coche. Faltaba una hora para que empezara el mundial. Me veía llegando a casa y destapando una Corona, cuando el tráfico se detuvo, y empezaron a llegar más y mas carros, que terminaron por encerrarme. Lenta y odiosamente, pasaron unos minutos que se burlaban de mí. No vería el futbol. Y encima, no pude donar sangre.

¿Después de todo, mi tío se habría salido con la suya? No pude ver el estúpido futbol, que él tanto ha odiado siempre. Y mi sangre terminaría en un contenedor con agujas, placentas, vendas mugrosas e infinitos líquidos corporales. Pero el certificado de donación, para que lo pudieran operar, estaba sano y salvo.

¿Se oculta un significado en la coincidencia de estos hechos azarosos? ¿Es como con las palabras, que son meras grafías incoherentes, hasta que llegamos los seres humanos y las dotamos de valor? Para mí, el Casqui es el vaso que comunica todo lo que me ocurrió ese día. No sé si para bien o para mal.

Hace unos días, me comuniqué con Tlahui. La operación del Casqui fue un éxito. La verdad, me dio mucho gusto.



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Desde chico tenía ganas de escribir un diario, o algo así. Pero era cosa de niñas. Este blog es lo menos afeminado que encontré.

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