Mis primeros recuerdos de una iglesia vienen de la niñez. Me daban miedo esos húmedos y helados locutorios. Tenía 7 años y mamá me obligó. Mis hermanos no iban pero yo siempre he sido un cobarde. Obedecía todo lo que me dijeran mis padres. Si me hubieran dicho: “te vamos llevar al rastro”, yo hubiera ido feliz, sin rechistar una palabra. Pues bien, había muerto mi abuelo Felipe y debíamos ir diario a misa de seis de la tarde. Desde que estacionaba mi madre el Renault 5 afuera de la iglesia, me recorría un estremecimiento por el espinazo. Podía escuchar la tétrica música de un órgano hueco. Y es que la de Tepeapulco era una iglesia de terror vampiresco. Cuya fachada era de Pennsylvania, donde el Conde Drácula hinca los colmillos en la yugular de los pequeñines. Me moría de miedo. Pero nada era tan terrible como el Cristo muerto. En los primeros metros estaba una vitrina con Cristo bañado en sangre, mal cubierto con una sábana blanca que dejaba ver sus brazos fuertes y su abdomen ejercitado. Pensaba: ¿por qué no lo entierran como a mi abuelo? Mamá me tiraba del brazo hasta que encontrábamos un lugar en las primeras filas.
Tan horribles como Cristo eran los santos. San Ignacio, San Francisco, San Gabriel, San Moisés, Santa Catalina, San Antonio Abad, San Policarpo. Vestían unos ropajes de terciopelo raídos por el verdín de los siglos. Estaban montados en la pared, y yo debía alzar la vista para verlos completos. Sus pies de madera vieja se habían cuarteado, la piel rosa estaba poniéndoseles amarilla. Sus manitas flacas y huesudas eran para asustar al mejor plantado. ¡Y sus rostros! San Moisés tenía los dientecitos cruelmente picados y amarillentos, la nariz era desproporcionadamente pequeña con cara redonda y mofletuda. Por ojos le habían implantado dos canicas bombochas. El cabello de estropajo rojo me sacaba de mis casillas. Era más de lo que podía soportar un niño de esa edad.
Cuando llegamos a la fila, mi madre se sentó y la imité. Se arrodilló y la imité; se persignó e hice lo mismo. Se paró y la imité. A la altura de mis ojos quedaban sus redondas caderas. Se quedaba de pie hablando sola, como toda la gente de la iglesia. Era fácil advertir que ella también imitaba a los otros, entonces yo la imité de nuevo. Se daba unos pequeños golpes en el pecho poniendo cara de que se iba a morir; yo hacía lo mismo pero le imprimía mi estilo: ladeaba la cara y torcía la boca, como pidiendo limosna. Todos se volvían a sentar y resonaba un grande crujido en toda la iglesia. Las viejas bancas de madera se quejaban de soportar los culos de tanta gente vieja y fea. En un momento, mi madre se llevó la mano a la bola y se la llenó de saliva. Después me la aplicó al cabello y me dijo:
-Ahorita que te diga, te paras y vas con el padre.
Seguramente puse mi carota de imbécil, porque agregó:
-¿Entendiste?
Sin pronunciar palabra, asentí con la cabeza y rogué inútilmente que todo fuera una broma de mi madre. Enseguida, salieron de las bocinas unas palabras que pronunciaba el sacerdote. “Felipe Frías”, oí clarito, “descanse en paz”. Entusiasmado, di un tirón a la manga del vestido de mamá. Le pregunté qué estaban diciendo de mi abuelo, y ella me puso de pie en el corredor central.
Contra mi voluntad, eché a andar hacia el frente. Cuando llegué con el padre, me tomó de las manos. Las suyas eran frías, blancas y temblorosas. Me acercó su rostro y dijo algunas palabras. Era repugnante aquello. Después me dio un beso en la mejilla. Qué asco, me picó su piel mal rasurada, y apestaba a mugre y a borracho. Perdí la razón.
Regresé a mi lugar, continuaba con la mente ida. No sé cuántas veces me volví a poner de pie y a sentarme y a imitar a mi madre en todo lo que hacía. Al rato salimos de ahí, en medio de toda esa gente correctamente vestida.
Subimos al Renault 5 amarillo. Tratábamos de salir del embotellamiento, cuando mi mama preguntó:
-¿Qué te dijo el padre Marroquín?
Recobré la razón. Sentí esa piel mal rasurada y olí el apeste del padre. No resistí y rompí en un sonoro llanto. Mi madre detuvo el carro:
-¿Qué te pasó?
Yo no articulaba bien las palabras. Ella puso cara de satisfacción:
-Es el sentimiento culpa. ¿Porque no has hecho tu primera comunión? Ya ves. ¡Es el temor de Dios!
¡Bonito temor ése de Dios!
Al cabo de los meses, me hice católico con todas las de la ley. Hice mi primera comunión, y me confirmaron. Me hicieron grabar de memoria el Credo, el Padre Nuestro que estás en los cielos, el Rosario. Y según todos, creo en el inmenso poder de Dios, pues no doy limosnas despreciables en misa. Me hice un correcto católico, salvo porque utilizo condón y estoy a favor del aborto. Pero esa es otra historia. En todo caso, si llego a tener hijos, he de llevarlos a misa a que padezcan el temor de Dios que yo padecí. Es cuestión de fe.
Tan horribles como Cristo eran los santos. San Ignacio, San Francisco, San Gabriel, San Moisés, Santa Catalina, San Antonio Abad, San Policarpo. Vestían unos ropajes de terciopelo raídos por el verdín de los siglos. Estaban montados en la pared, y yo debía alzar la vista para verlos completos. Sus pies de madera vieja se habían cuarteado, la piel rosa estaba poniéndoseles amarilla. Sus manitas flacas y huesudas eran para asustar al mejor plantado. ¡Y sus rostros! San Moisés tenía los dientecitos cruelmente picados y amarillentos, la nariz era desproporcionadamente pequeña con cara redonda y mofletuda. Por ojos le habían implantado dos canicas bombochas. El cabello de estropajo rojo me sacaba de mis casillas. Era más de lo que podía soportar un niño de esa edad.
Cuando llegamos a la fila, mi madre se sentó y la imité. Se arrodilló y la imité; se persignó e hice lo mismo. Se paró y la imité. A la altura de mis ojos quedaban sus redondas caderas. Se quedaba de pie hablando sola, como toda la gente de la iglesia. Era fácil advertir que ella también imitaba a los otros, entonces yo la imité de nuevo. Se daba unos pequeños golpes en el pecho poniendo cara de que se iba a morir; yo hacía lo mismo pero le imprimía mi estilo: ladeaba la cara y torcía la boca, como pidiendo limosna. Todos se volvían a sentar y resonaba un grande crujido en toda la iglesia. Las viejas bancas de madera se quejaban de soportar los culos de tanta gente vieja y fea. En un momento, mi madre se llevó la mano a la bola y se la llenó de saliva. Después me la aplicó al cabello y me dijo:
-Ahorita que te diga, te paras y vas con el padre.
Seguramente puse mi carota de imbécil, porque agregó:
-¿Entendiste?
Sin pronunciar palabra, asentí con la cabeza y rogué inútilmente que todo fuera una broma de mi madre. Enseguida, salieron de las bocinas unas palabras que pronunciaba el sacerdote. “Felipe Frías”, oí clarito, “descanse en paz”. Entusiasmado, di un tirón a la manga del vestido de mamá. Le pregunté qué estaban diciendo de mi abuelo, y ella me puso de pie en el corredor central.
Contra mi voluntad, eché a andar hacia el frente. Cuando llegué con el padre, me tomó de las manos. Las suyas eran frías, blancas y temblorosas. Me acercó su rostro y dijo algunas palabras. Era repugnante aquello. Después me dio un beso en la mejilla. Qué asco, me picó su piel mal rasurada, y apestaba a mugre y a borracho. Perdí la razón.
Regresé a mi lugar, continuaba con la mente ida. No sé cuántas veces me volví a poner de pie y a sentarme y a imitar a mi madre en todo lo que hacía. Al rato salimos de ahí, en medio de toda esa gente correctamente vestida.
Subimos al Renault 5 amarillo. Tratábamos de salir del embotellamiento, cuando mi mama preguntó:
-¿Qué te dijo el padre Marroquín?
Recobré la razón. Sentí esa piel mal rasurada y olí el apeste del padre. No resistí y rompí en un sonoro llanto. Mi madre detuvo el carro:
-¿Qué te pasó?
Yo no articulaba bien las palabras. Ella puso cara de satisfacción:
-Es el sentimiento culpa. ¿Porque no has hecho tu primera comunión? Ya ves. ¡Es el temor de Dios!
¡Bonito temor ése de Dios!
Al cabo de los meses, me hice católico con todas las de la ley. Hice mi primera comunión, y me confirmaron. Me hicieron grabar de memoria el Credo, el Padre Nuestro que estás en los cielos, el Rosario. Y según todos, creo en el inmenso poder de Dios, pues no doy limosnas despreciables en misa. Me hice un correcto católico, salvo porque utilizo condón y estoy a favor del aborto. Pero esa es otra historia. En todo caso, si llego a tener hijos, he de llevarlos a misa a que padezcan el temor de Dios que yo padecí. Es cuestión de fe.
2 comentarios:
Bien con el temor de Dios.
Hace poco me preguntaba porqué los sacerdotes dicen que uno debe tener los hijos que dios nos mande, si el propio Dios sólo tuvo un hijo, y eso fuera del matrimonio (de él, por supuesto), es decir, que no puedo creer en un Dios que no predica con el ejemplo.
Hay una frase que me gusta mucho "escucha mi ruego, Dios que no existes" y que tal este cuento corto "En aquél tiempo, la Ignorancia reposaba placidamente tendida sobre la arena cara al cielo, de pronto el Miedo se acercó, lenta, subrepticiamente, y con un salto felino en medio de la noche, la poseyó, nueve meses depues nació Dios".
Gracias por el comentario.
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