La noción de otredad no es tan antigua. En el siglo 19, Arthur Rimbaud escribió los primeros poemas cuyo sentido se desprendía de este principio existencialista. Pero la otredad no puede resumirse fácilmente. Pregúntenselo a Ricardo Garibay, quien abiertamente declaraba no comprender bien a bien qué designaba la palabreja ésa. En todo caso, la otredad –cuando menos en literatura- se refiere al reconocimiento de uno mismo en la figura del otro. En otras palabras, existimos en tanto que existe el de enfrente. Somos el que está frente a nosotros. En México, nadie como Octavio Paz ha penetrado en la médula de la otredad. Lo recuerdo siendo entrevistado por Héctor Tajonar en Televisa. Con su timbre de voz, mitad afeminado mitad neurótico, hablaba de la otredad sin que nadie le entendiera ni un carajo. Sin ser el poema más a propósito de esta cuestión, echa alguna luz clarificadora: se llama Palpar y lo copio al pie de la letra. “Mis manos/ abren la cortina de tu ser/ te visten con otra desnudez/ descubren los cuerpos de tu cuerpo./ Mis manos/ inventan otro cuerpo a tu cuerpo”.
En el mapamundi de la literatura universal, ninguna corriente como el simbolismo francés para hablar de la otredad. Mallarmé, Valéry, Apollinaire y Rimbaud. Se precipitan a la mente sus nombres nada más preguntarse qué es lo mejor que la poesía francesa ha dado en los últimos dos siglos. De Apollinaire me gustan sus cuentos descabelladamente eróticos, casi pornográficos. Mallarmé y Valéry no pueden resumirse a vuelapluma. Pienso de Mallarmé en la tarde que concluyó el poema de largo aliento “Una tirada de dados jamás abolirá el azar”. Salió corriendo a la casa de un amigo, para mostrarle lo que acababa de escribir. Quería una opinión. No sabía que acababa de descubrir una nueva forma de hacer poesía. José Lezama Lima escribió de Mallarmé: “... es, con Rimbaud, uno de los grandes centros de polarización poéticos, situado en el inicio de la poesía contemporánea y una de las aptitudes más enigmáticas y poderosas que existen en la historia de las imágenes. Sus páginas, y el murmullo de sus timbres serán algún día alzados, para ser leídos por los dioses.” Paul Valéry escribió El Cementerio Marino, una caja que contiene un sinfín de sonidos programados para estallar al mismo tiempo ante la vista, mejor dicho ante el oído, del lector. Arthur Rimbaud es un espíritu curtido con un fuego distinto. Una temporada en el infierno es una frase que dice mucho y no dice nada. Bajo este título, Rimbaud escribe una de las obras más poderosas e intimistas de que se tenga registro. Ahí está incluido su inmortal verso “Yo es otro”, resumen y bandera de la poesía simbolista y de la noción filosófica de la otredad.
En las artes plásticas, la idea de la otredad es más que socorrida. A menudo se asiste a exposiciones de creadores que tratan de copiar la singularidad de los que originalmente entraron al tema de la otredad desde la paleta de las artes pláticas. Pienso en algunos buenos precursores. Ahí está el nieto del padre del psicoanálisis, el pintor Lucien Freud, o la combativa Cindy Sherman, o el grandioso Jean Michel Basquiat. Hicieron no sólo de su obra sino de sus propias vidas un homenaje a los otros. No puede hablarse de Sherman, por ejemplo, sin reconocer que, pisados por la suela del capitalismo rampante, cada uno representa la caricatura de sí mismo. Era una artista muy crítica, como lo quiere la izquierda. Basquiat ha pasado a la historia como algo semejante al non plus ultra de la otredad en las artes plásticas. Murió a los 28 años, habiendo hecho un poco de todo en su existencia, lo cual quedó plasmado en su esquizofrénica obra plástica. Esquizofrenia que es a la vez el claro reflejo de las últimas décadas del siglo 20.
Ahora bien, Yo es otro es también el nombre de una nueva aproximación a la otredad, desde la mirada de un novel artista plástico. Veinteañero y estudiante de artes, José Emilio Pacheco corta el listón de su primera expo individual a las 7 p.m. de este viernes en la Casa de la Cultura del pueblito minero de Real del Monte. Son 15 obras-experimentos escolares, cuyos resultados son de diverso grado. Lo mejor de todo es que son el inicio de la carrera plástica de Pacheco.
En el mapamundi de la literatura universal, ninguna corriente como el simbolismo francés para hablar de la otredad. Mallarmé, Valéry, Apollinaire y Rimbaud. Se precipitan a la mente sus nombres nada más preguntarse qué es lo mejor que la poesía francesa ha dado en los últimos dos siglos. De Apollinaire me gustan sus cuentos descabelladamente eróticos, casi pornográficos. Mallarmé y Valéry no pueden resumirse a vuelapluma. Pienso de Mallarmé en la tarde que concluyó el poema de largo aliento “Una tirada de dados jamás abolirá el azar”. Salió corriendo a la casa de un amigo, para mostrarle lo que acababa de escribir. Quería una opinión. No sabía que acababa de descubrir una nueva forma de hacer poesía. José Lezama Lima escribió de Mallarmé: “... es, con Rimbaud, uno de los grandes centros de polarización poéticos, situado en el inicio de la poesía contemporánea y una de las aptitudes más enigmáticas y poderosas que existen en la historia de las imágenes. Sus páginas, y el murmullo de sus timbres serán algún día alzados, para ser leídos por los dioses.” Paul Valéry escribió El Cementerio Marino, una caja que contiene un sinfín de sonidos programados para estallar al mismo tiempo ante la vista, mejor dicho ante el oído, del lector. Arthur Rimbaud es un espíritu curtido con un fuego distinto. Una temporada en el infierno es una frase que dice mucho y no dice nada. Bajo este título, Rimbaud escribe una de las obras más poderosas e intimistas de que se tenga registro. Ahí está incluido su inmortal verso “Yo es otro”, resumen y bandera de la poesía simbolista y de la noción filosófica de la otredad.
En las artes plásticas, la idea de la otredad es más que socorrida. A menudo se asiste a exposiciones de creadores que tratan de copiar la singularidad de los que originalmente entraron al tema de la otredad desde la paleta de las artes pláticas. Pienso en algunos buenos precursores. Ahí está el nieto del padre del psicoanálisis, el pintor Lucien Freud, o la combativa Cindy Sherman, o el grandioso Jean Michel Basquiat. Hicieron no sólo de su obra sino de sus propias vidas un homenaje a los otros. No puede hablarse de Sherman, por ejemplo, sin reconocer que, pisados por la suela del capitalismo rampante, cada uno representa la caricatura de sí mismo. Era una artista muy crítica, como lo quiere la izquierda. Basquiat ha pasado a la historia como algo semejante al non plus ultra de la otredad en las artes plásticas. Murió a los 28 años, habiendo hecho un poco de todo en su existencia, lo cual quedó plasmado en su esquizofrénica obra plástica. Esquizofrenia que es a la vez el claro reflejo de las últimas décadas del siglo 20.
Ahora bien, Yo es otro es también el nombre de una nueva aproximación a la otredad, desde la mirada de un novel artista plástico. Veinteañero y estudiante de artes, José Emilio Pacheco corta el listón de su primera expo individual a las 7 p.m. de este viernes en la Casa de la Cultura del pueblito minero de Real del Monte. Son 15 obras-experimentos escolares, cuyos resultados son de diverso grado. Lo mejor de todo es que son el inicio de la carrera plástica de Pacheco.
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