No es necesario estar casado y serle infiel a la pareja para que alguien tenga su “casa chica”. La situación tiene una íntima dependencia con significado de que se dote a esa frase. En mi caso particular, tuve una casa chica en el pueblo minero de Real del Monte. No estoy casado, no tengo pareja, no tengo hijos, o sea: en estricto sentido, nada me impide tener un sitio alejado adonde poder llevar amigas y, una vez borrachos, hacer el amor.
Originalmente renté en Real del Monte porque deseaba enclaustrarme y leer los fines de semana. Efectivamente, durante un tiempo llegaba los viernes muy entrada la noche y al otro día me despertaba hasta media mañana, pasaba la tarde leyendo, y el domingo, no sin desayunar un pesado caldo de mariscos, me volvía a la ciudad para trabajar. Pero seguramente abrí la boca en alguna ocasión, la verdad no recuerdo, lo cierto es que todo mundo se enteró que rentaba una cabañita en Real del Monte. Pronto, a las interminables y escandalosas fiestas en la cabañita comenzaron a llegar los más inverosímiles invitados. Estudiantes de artes plásticas apestando a mugre reconcentrada. Escritores que no escriben. Muchachitas hermosas y muchachitas espantosas. Desgreñadas casi todas. Y alguna que otra vez, personas inteligentes y mis grandiosos amigos. Me gustaba aquello, en realidad: más aún porque cada vez había la posibilidad de conocer alguna chica y, con algo de suerte, llevársela a la cama. Sólo entonces se toma conciencia de la posibilidad que encerraba poseer aquel alojamiento.
Probé invitando a una amiga de la facultad. El garlito: estudiar cualquier idiotez. Cayó en la trampa. ¿O caí yo? ¿Cuál de los dos empezó a depender del otro? El caso es que llegó con puntualidad y se quedó a dormir. A la siguiente semana también, y otra y otra vez. Hasta que nos aburrimos. Pasaron unas semanas de nueva tranquilidad y me dio por invitar a otra amiga, ésta más atractiva y aparentemente con todos los tornillos en su lugar. En realidad, ella tenía novio y por aquel entonces yo salía seriamente con alguien. Lo bueno fue que de su parte nunca hubo ninguna proposición para formalizar nuestros encuentros subrepticios. ¿No era acaso una señal de verdadera madurez? En todo caso, nos bastaba con vernos cada vez que se nos antojaba estar juntos y punto. No puedo rememorar esas noches, sin traer a mientes esa horrible y escandalosa canción de adolescentes desesperadas, que una vez pusieron en cierta fiesta de la cabaña: decía, a saber, “y me gusta… y me encanta… el sexo sin amor”. Tonta tonadita con la que, duele admitirlo, comencé a identificarme…
Ahora bien, el problema se suscitó cuando llevé a mi novia formal a aquel alojamiento. Llegamos por la noche a ver películas. Como nos veíamos poco porque ella vivía en una ciudad y yo en otra, nuestros cuerpos no desperdiciaban ninguna oportunidad de estar solos. La primera película la había elegido ella. Casi ni me prestó atención, viendo a Brad Pitt. La segunda era una elección mía. Ni sus besos en mi cuello me apartaron un segundo de la pantalla. Pero a la hora de la verdad -los cuerpos dispuestos para el amor- por mi parte me sentí tan hideputa que no puede por menos de romper en llanto. Por su parte, ella me quería tanto, que se contuvo las ganas de preguntar qué me pasaba y se limitó a enjugarme las lágrimas. Nunca olvidaré que en sus ojos vi con toda claridad los rostros de todas las amigas que habían compartido conmigo esa cama. ¡Cómo no ponerme a llorar si había llevado a mi amor al mismo sitio en donde lo burlaba! Que me ocurriera eso es la confirmación de lo que dije al comienzo.
En rigor, no le era infiel a mi novia –pues meses después me enteraría que ella también tenía sus amoríos. De modo que la cabaña no era mi casa chica porque engañara a otra persona, sino porque me mentía a mí mismo. Hasta ahora logro comprender que acaso por una inconsciente mojigatería, me daba miedo invitar a mis amigas a la casa de la ciudad, prefiriendo llevarlas a una cabaña perdida. Llevaba una doble vida, pudiendo llevar una sola. Insisto en que, sin estar casado, estúpidamente había optado por tener mi “casa chica”. ¿Cuántos funcionarios públicos, padres de familia, estudiantes mediocres, periodistas corruptos, no tienen vidas semejantes a casas chicas?
Originalmente renté en Real del Monte porque deseaba enclaustrarme y leer los fines de semana. Efectivamente, durante un tiempo llegaba los viernes muy entrada la noche y al otro día me despertaba hasta media mañana, pasaba la tarde leyendo, y el domingo, no sin desayunar un pesado caldo de mariscos, me volvía a la ciudad para trabajar. Pero seguramente abrí la boca en alguna ocasión, la verdad no recuerdo, lo cierto es que todo mundo se enteró que rentaba una cabañita en Real del Monte. Pronto, a las interminables y escandalosas fiestas en la cabañita comenzaron a llegar los más inverosímiles invitados. Estudiantes de artes plásticas apestando a mugre reconcentrada. Escritores que no escriben. Muchachitas hermosas y muchachitas espantosas. Desgreñadas casi todas. Y alguna que otra vez, personas inteligentes y mis grandiosos amigos. Me gustaba aquello, en realidad: más aún porque cada vez había la posibilidad de conocer alguna chica y, con algo de suerte, llevársela a la cama. Sólo entonces se toma conciencia de la posibilidad que encerraba poseer aquel alojamiento.
Probé invitando a una amiga de la facultad. El garlito: estudiar cualquier idiotez. Cayó en la trampa. ¿O caí yo? ¿Cuál de los dos empezó a depender del otro? El caso es que llegó con puntualidad y se quedó a dormir. A la siguiente semana también, y otra y otra vez. Hasta que nos aburrimos. Pasaron unas semanas de nueva tranquilidad y me dio por invitar a otra amiga, ésta más atractiva y aparentemente con todos los tornillos en su lugar. En realidad, ella tenía novio y por aquel entonces yo salía seriamente con alguien. Lo bueno fue que de su parte nunca hubo ninguna proposición para formalizar nuestros encuentros subrepticios. ¿No era acaso una señal de verdadera madurez? En todo caso, nos bastaba con vernos cada vez que se nos antojaba estar juntos y punto. No puedo rememorar esas noches, sin traer a mientes esa horrible y escandalosa canción de adolescentes desesperadas, que una vez pusieron en cierta fiesta de la cabaña: decía, a saber, “y me gusta… y me encanta… el sexo sin amor”. Tonta tonadita con la que, duele admitirlo, comencé a identificarme…
Ahora bien, el problema se suscitó cuando llevé a mi novia formal a aquel alojamiento. Llegamos por la noche a ver películas. Como nos veíamos poco porque ella vivía en una ciudad y yo en otra, nuestros cuerpos no desperdiciaban ninguna oportunidad de estar solos. La primera película la había elegido ella. Casi ni me prestó atención, viendo a Brad Pitt. La segunda era una elección mía. Ni sus besos en mi cuello me apartaron un segundo de la pantalla. Pero a la hora de la verdad -los cuerpos dispuestos para el amor- por mi parte me sentí tan hideputa que no puede por menos de romper en llanto. Por su parte, ella me quería tanto, que se contuvo las ganas de preguntar qué me pasaba y se limitó a enjugarme las lágrimas. Nunca olvidaré que en sus ojos vi con toda claridad los rostros de todas las amigas que habían compartido conmigo esa cama. ¡Cómo no ponerme a llorar si había llevado a mi amor al mismo sitio en donde lo burlaba! Que me ocurriera eso es la confirmación de lo que dije al comienzo.
En rigor, no le era infiel a mi novia –pues meses después me enteraría que ella también tenía sus amoríos. De modo que la cabaña no era mi casa chica porque engañara a otra persona, sino porque me mentía a mí mismo. Hasta ahora logro comprender que acaso por una inconsciente mojigatería, me daba miedo invitar a mis amigas a la casa de la ciudad, prefiriendo llevarlas a una cabaña perdida. Llevaba una doble vida, pudiendo llevar una sola. Insisto en que, sin estar casado, estúpidamente había optado por tener mi “casa chica”. ¿Cuántos funcionarios públicos, padres de familia, estudiantes mediocres, periodistas corruptos, no tienen vidas semejantes a casas chicas?
1 comentario:
Atrévete a ser la "casa que habita".
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