Salvador Novo jamás imaginó que su nombre y su foto de perfil acabarían en la marquesina de una librería de viejo. ¡Mucho menos iba a sospechar que aquel local adoptaría como lema “En defensa de lo usado”, título de su ensayo más conocido! El lugar está en Avenida Universidad, a tiro de piedra del Metro Miguel Ángel de Quevedo. No es ésta la primera vez adquiero ahí algún que otro libro de segunda mano a precio inmejorable.
Desde que fui a la librería Novo por primera vez, trato de acudir asiduamente. Dan buenos precios, hay libros inencontrables, y te ves rodeado de algo que el propio Novo sentía: el morbo de tener en las manos un libro que perteneció a algún desconocido, y le despertó sensaciones insospechadas. Cosa que se acentúa si el tomo tiene anotaciones, o mejor aún, dedicatorias amorosas. Lo único malo de estas librerías es el servicio. Pésimo. Y es que, al revés de los establecimientos de tomos nuevos, cuyos serviciales empleados ganan más en la medida que te convencen de llevar más libros a casa, los locales de viejo los atiende su propietario: suele ser un viejo con cara de pocos amigos que no tarda en plantarse a tu lado para ver qué ejemplar tomas y cuánto tardas en echarle un ojo: como que no desea otra cosa sino que vuelvas a poner el volumen en su sitio y te largues de ahí, para que él pueda continuar tomando la siesta tras el mostrador. El caso es que en visita reciente me encontré con un tomo Sep-Setentas. Sociología del cine. 180 páginas a cargo de Francisco A. Gomezjara y Delia Selene de Dios. Es de 1973. Los meros años en que la rendija antropológica y sociológica tímidamente se abrían paso en el medio intelectual mexicano.
Mas el rápido desarrollo en materia antropológica de los últimos años ha hecho que rueden por tierra infinidad de afirmaciones que hasta no hace mucho seguían siendo verdades irrefutables. Más trascendente aún: lo que hacia los 70 era el hilo negro, en los tiempos que corren no pasa de ser una chochez. Ahora bien, esta situación es moneda corriente al pasar de una época a otra. Lo que es todo un acontecimiento es que un libro de esta variedad y hecho en los 70 se encuentre vigente. Y es que algunos asertos del pequeño libro son perfectamente aplicables al medio artístico –y ciertamente, cinematográfico- que hoy nos rodea. No será ocioso poner unos ejemplos.
Uno. “El arte por el arte o artepurismo está en boga. El arte ha conseguido por fin una verdadera independencia en cuanto su objeto: el placer estético. Es cierto, con el avance de la sociedad, el sistema industrial provee al hombre de nuevos satisfactores materiales y espirituales. El arte ve inconmensurablemente abiertas sus posibilidades creadoras y de comunicación masiva. Llega el arte a tomar conciencia de su papel implícito de buscador y transmisor de la belleza, entendiendo a ésta como armonía de la vida: el hombre y su obra al servicio del hombre”. Ejemplo notable por dos cosas.
En primera, porque es una interpretación en concordancia con la forma en que Octavio Paz y sus epígonos defienden al arte. Epígonos que hoy son las vacas sagradas de las letras mexicanas. Y en segunda, porque la actual tendencia artística nada a contracorriente de esa idea. Pues antes que alejarse de las cosas del presente político, económico o ideológico, el arte de nuestros días inclusive ha sido acusado de adicción a los hechos reales. Pero el libro da en otra llaga: la relación enfermiza entre el arte y el capitalismo. ¿Uno al servicio del otro?
El caso es que los autores sostienen que “el arte por el arte es de esta manera un engaño porque lo que sucede es que no llega a concebir, a tomar conciencia de esta manipulación del arte por la sociedad neocapitalista, consistente en convertirlo en un instrumento despolitizador del hombre” Resumiendo, dicen: “El arte bajo el capitalismo ha llegado a convertirse en una mercancía cuyo valor está determinado no por el valor de uso (gusto estético, humanizante) sino por el valor de cambio (arte de evasión de la realidad, formalista, sin contenido social)”. Quién negaría que estos vicios se echan de ver en un 90 por ciento de las películas gringas en cartelera.
Pero estas denuncias setenteras no encuentran respuesta sino décadas después. Fue preciso que en las universidades se pusieran de moda los estudios culturales; que se entrara definitivamente al multiculturalismo; que los estudiosos de la Escuela de Francfort se apoderaran de la escena humanística; hubo de suceder todo esto en la década pasada y en los momentos actuales, para hallar explicaciones a los aparentemente impenetrables mecanismos de la sociedad actual, cuyos engranajes parecen reservados a ejecutivos que manejan diminutos ordenadores en los rascacielos de Nueva York.
Pues bien, en este marco apareció el teórico por antonomasia del posmodernismo. Fredric Jameson. En Las semillas del tiempo, ha denuniado puntualmente una cosa de naturaleza repugnante. “El postfordismo pone a trabajar la nueva tecnología informatizada para diseñar sus productos a medida del cliente, en mercados individuales. Ciertamente, a esto se le ha llamado mercadotecnia posmoderna y puede pensarse que ‘respeta’ los valores y la cultura de la población local en tanto que adapta sus mercancías para que encajen en lenguas y prácticas vernáculas. Por desgracia, esto inserta a las trasnacionales en el corazón mismo de la cultura regional y local, y ahora se hace difícil decidir si ésta sigue siendo auténtica (y desde luego, si el término significa algo todavía). Es el síndrome de EPCOT elevado a escala global, y termina por devolvernos a la cuestión de lo crítico, puesto que ahora lo regional comotal se convierte en el negocio de las trasnacionales del estilo de Disneyland, que reconstruirán a usted su propia arquitectura activa, con más exactitud de lo que usted mismo sería capaz de hacerlo”.
Para confirmar lo que sostiene Jameson, basta con salir a comprar libros en un refrescante establecimiento moderno, más parecido al departamento de salchichas de Wal Mart, que a una biblioteca de la infancia. ¡Hay que acudir más a menudo a librerías de viejo! Precisamente en una de ellas encontré los libros de los que aquí he hablado, cuyas razones llevan a odiar a la posmodernidad.
Desde que fui a la librería Novo por primera vez, trato de acudir asiduamente. Dan buenos precios, hay libros inencontrables, y te ves rodeado de algo que el propio Novo sentía: el morbo de tener en las manos un libro que perteneció a algún desconocido, y le despertó sensaciones insospechadas. Cosa que se acentúa si el tomo tiene anotaciones, o mejor aún, dedicatorias amorosas. Lo único malo de estas librerías es el servicio. Pésimo. Y es que, al revés de los establecimientos de tomos nuevos, cuyos serviciales empleados ganan más en la medida que te convencen de llevar más libros a casa, los locales de viejo los atiende su propietario: suele ser un viejo con cara de pocos amigos que no tarda en plantarse a tu lado para ver qué ejemplar tomas y cuánto tardas en echarle un ojo: como que no desea otra cosa sino que vuelvas a poner el volumen en su sitio y te largues de ahí, para que él pueda continuar tomando la siesta tras el mostrador. El caso es que en visita reciente me encontré con un tomo Sep-Setentas. Sociología del cine. 180 páginas a cargo de Francisco A. Gomezjara y Delia Selene de Dios. Es de 1973. Los meros años en que la rendija antropológica y sociológica tímidamente se abrían paso en el medio intelectual mexicano.
Mas el rápido desarrollo en materia antropológica de los últimos años ha hecho que rueden por tierra infinidad de afirmaciones que hasta no hace mucho seguían siendo verdades irrefutables. Más trascendente aún: lo que hacia los 70 era el hilo negro, en los tiempos que corren no pasa de ser una chochez. Ahora bien, esta situación es moneda corriente al pasar de una época a otra. Lo que es todo un acontecimiento es que un libro de esta variedad y hecho en los 70 se encuentre vigente. Y es que algunos asertos del pequeño libro son perfectamente aplicables al medio artístico –y ciertamente, cinematográfico- que hoy nos rodea. No será ocioso poner unos ejemplos.
Uno. “El arte por el arte o artepurismo está en boga. El arte ha conseguido por fin una verdadera independencia en cuanto su objeto: el placer estético. Es cierto, con el avance de la sociedad, el sistema industrial provee al hombre de nuevos satisfactores materiales y espirituales. El arte ve inconmensurablemente abiertas sus posibilidades creadoras y de comunicación masiva. Llega el arte a tomar conciencia de su papel implícito de buscador y transmisor de la belleza, entendiendo a ésta como armonía de la vida: el hombre y su obra al servicio del hombre”. Ejemplo notable por dos cosas.
En primera, porque es una interpretación en concordancia con la forma en que Octavio Paz y sus epígonos defienden al arte. Epígonos que hoy son las vacas sagradas de las letras mexicanas. Y en segunda, porque la actual tendencia artística nada a contracorriente de esa idea. Pues antes que alejarse de las cosas del presente político, económico o ideológico, el arte de nuestros días inclusive ha sido acusado de adicción a los hechos reales. Pero el libro da en otra llaga: la relación enfermiza entre el arte y el capitalismo. ¿Uno al servicio del otro?
El caso es que los autores sostienen que “el arte por el arte es de esta manera un engaño porque lo que sucede es que no llega a concebir, a tomar conciencia de esta manipulación del arte por la sociedad neocapitalista, consistente en convertirlo en un instrumento despolitizador del hombre” Resumiendo, dicen: “El arte bajo el capitalismo ha llegado a convertirse en una mercancía cuyo valor está determinado no por el valor de uso (gusto estético, humanizante) sino por el valor de cambio (arte de evasión de la realidad, formalista, sin contenido social)”. Quién negaría que estos vicios se echan de ver en un 90 por ciento de las películas gringas en cartelera.
Pero estas denuncias setenteras no encuentran respuesta sino décadas después. Fue preciso que en las universidades se pusieran de moda los estudios culturales; que se entrara definitivamente al multiculturalismo; que los estudiosos de la Escuela de Francfort se apoderaran de la escena humanística; hubo de suceder todo esto en la década pasada y en los momentos actuales, para hallar explicaciones a los aparentemente impenetrables mecanismos de la sociedad actual, cuyos engranajes parecen reservados a ejecutivos que manejan diminutos ordenadores en los rascacielos de Nueva York.
Pues bien, en este marco apareció el teórico por antonomasia del posmodernismo. Fredric Jameson. En Las semillas del tiempo, ha denuniado puntualmente una cosa de naturaleza repugnante. “El postfordismo pone a trabajar la nueva tecnología informatizada para diseñar sus productos a medida del cliente, en mercados individuales. Ciertamente, a esto se le ha llamado mercadotecnia posmoderna y puede pensarse que ‘respeta’ los valores y la cultura de la población local en tanto que adapta sus mercancías para que encajen en lenguas y prácticas vernáculas. Por desgracia, esto inserta a las trasnacionales en el corazón mismo de la cultura regional y local, y ahora se hace difícil decidir si ésta sigue siendo auténtica (y desde luego, si el término significa algo todavía). Es el síndrome de EPCOT elevado a escala global, y termina por devolvernos a la cuestión de lo crítico, puesto que ahora lo regional comotal se convierte en el negocio de las trasnacionales del estilo de Disneyland, que reconstruirán a usted su propia arquitectura activa, con más exactitud de lo que usted mismo sería capaz de hacerlo”.
Para confirmar lo que sostiene Jameson, basta con salir a comprar libros en un refrescante establecimiento moderno, más parecido al departamento de salchichas de Wal Mart, que a una biblioteca de la infancia. ¡Hay que acudir más a menudo a librerías de viejo! Precisamente en una de ellas encontré los libros de los que aquí he hablado, cuyas razones llevan a odiar a la posmodernidad.
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