A qué perder el tiempo enseñando literatura en las escuelas de México en los tiempos que corren, cuando las estadísticas indican que somos unos zafios en lo que a letras se refiere: las últimas noticias señalan que la gente no lee sino un promedio de 2.9 libros por año . Para qué pues malgastar el tiempo, si a los mexicanos decididamente no les interesa leer más que por asunto de supervivencia. En estas condiciones, querer que un mexicano deguste con alto sentido alguna obra de la literatura universal, es una pretensión punto menos que absurda.
Que yo recuerde, no ha habido año en que los funcionarios del Consejo Nacional de Cultura o de algún otro organismo oficialista dejen de darse golpes de pecho porque las cifras de lectura en el país son “alarmantes”, cuando no “realmente preocupantes”, o hasta el fondo: “profundamente inquietantes”. El año anterior y el que empieza no han sido la excepción. La singularidad es ésta: hemos dado el más lógico paso. Y es que no sólo seguimos sin superar ni siquiera en un ápice nuestras pírricas cifras de lectura anual, sino que ni siquiera comprendemos de qué diantre hablan los textos que tenemos en las manos. Digo “paso lógico” porque si en principio no leíamos, es naturalmente comprensible que enseguida perdamos la capacidad de entender lo que está escrito en las páginas; de manera que si por mera casualidad decidimos ojear cualquier texto, nuestro maltrecho entendimiento va a impedir que logremos comprender qué carajos están leyendo nuestras pupilas. Y me refiero a lo que dio a conocer la Organización para la Cooperación y del Desarrollo Económico. La cual no sólo documentó nuestra indiferencia de marras respecto de la lectura, sino que arrojó una nueva luz: lo poco que se lee es deficientemente entendido por los estudiantes de nivel básico. Y otra cosa: también en matemáticas son unos pelmazos nuestros escolapios mexicanos. ¡Qué bueno que no tengo hijos! En todo caso, la situación es de un morbo incontrastable; no quiero decir que sea motivo de alarde, pero sí que en el fondo de nuestras malas intenciones la cosa promete un sabor amargo digno de probar.
Lo más sensato es dar en pensar que la escasa lectura entre los mexicanos no se debe a unas cuantas de razones o, como se suele escuchar en la calle, “a que los alumnos son unos burros”, o “los maestros, unos pendejos”. O todavía peor: que la culpa es de un gobierno que nos ha enajenado mediante los bodrios que transmite Televisa. Bien vista, la situación puede pasar ciertamente por las políticas públicas aplicadas en materia de educación, pero es igualmente forzoso entenderla a la luz de una revisión de los planos histórico, psicológico, antropológico y aun filosófico de la mexicanidad. Y lo que es más importante: hay que empezar a poner (realmente) en tela de juicio el hermetismo de los propios intelectuales, cuyo feudo intelectual ellos mismos sacralizan hasta el punto de volverlo no sólo tan elitista como se sabe, sino impenetrable, refractario, imposible.
Mi pretensión no es otra que poner en duda la infalibilidad de ciertas actitudes que harto han echado raíces en la intelectualidad. Pues los cerrados ámbitos literarios son los culpables principales de que no se lea. Pero al respecto se han escrito un alud de páginas. De manera que conviene centrarse en un aspecto posiblemente más revelador. Una falsa noción que desde estos cerrados ámbitos literarios irradia hacia la generalidad, a saber: la idea de que se puede llegar a comprender la actividad literaria sólo a condición de ser un alguien cuyo bagaje lectivo sea merecedor a un premio en el libro Ginnes. Algo totalmente falso. Al menos por dos razones.
En primera, porque se trata de un sofisma autocomplaciente. Como los escritores son (deben ser: su trabajo es ése) lectores voraces cuyo trabajo “les ha costado”, consideran lo más natural exigirle a toda la gente que se ponga a leer miles de páginas sobre temas extravagantes. ¡Pero qué idiotez! Pues sofismas como éste disfrazados de axiomas lógicos, pueden ser perfectamente aplicables a todos los oficios: y de esta manera, todos los obreros, campesinos, traileros y prostitutas del país, querrían que nos pongamos a aprender su trabajo al dedillo. Imagínense.
Y en segunda, porque la literatura barata no deja de ser literatura, por barata que sea. O sea: nadie –tan cultivado como sea- tiene derecho a exigir que la gente guste de lo que él gusta. Ni los intelectuales más prominentes del país –o quizás sí, pero sólo ellos- pueden pedir que la gente adquiera niveles de profundización de acuerdo con tal o cual parámetro. Y ésta es precisamente la tragedia de la lectura en México: pensar que los mexicanos son unos zotes irredentos porque no leen lo que el centro de la cultura nacional desea que lean. Es una visión odiosa que aun cuando siempre haya existido hoy día cobra cada vez más importancia ; y evidentemente la solución no va a llegar por la misma vía, esto es, por la imposición desde la cúpula de la Secretaría de Educación.
La solución al conflicto no es posible sino en el nivel de lo práctico. Esto es, desde los hogares, desde la actitud contestataria de la ciudadanía o bien, desde las aulas académicas. Los profesores y los alumnos son los que pueden mudar la forma en que adquieren conocimientos por vía de la lectura. Tienen la posibilidad de ver la literatura desde una óptica práctica; deben hacer a un lado los prejuicios elitistas que los propios escritores de la cúpula han impuesto. Sólo entendiendo a la literatura como una actividad más acorde a nuestros tiempos posmodernos, sólo así ésta saldrá del escollo en que está hundida.
Hay que dejar de lamentarnos cada vez que salga en los periódicos la noticia de que los mexicanos no leen y que lo que leen no lo comprenden en absoluto. ¡De pie y al puesto de revistas por cualquier bagatela que nos llame la atención! Eso va a ser la demostración de que leemos lo que queremos. Y en rigor, la lectura libre es la consigna de cualquier actividad intelectual.
Que yo recuerde, no ha habido año en que los funcionarios del Consejo Nacional de Cultura o de algún otro organismo oficialista dejen de darse golpes de pecho porque las cifras de lectura en el país son “alarmantes”, cuando no “realmente preocupantes”, o hasta el fondo: “profundamente inquietantes”. El año anterior y el que empieza no han sido la excepción. La singularidad es ésta: hemos dado el más lógico paso. Y es que no sólo seguimos sin superar ni siquiera en un ápice nuestras pírricas cifras de lectura anual, sino que ni siquiera comprendemos de qué diantre hablan los textos que tenemos en las manos. Digo “paso lógico” porque si en principio no leíamos, es naturalmente comprensible que enseguida perdamos la capacidad de entender lo que está escrito en las páginas; de manera que si por mera casualidad decidimos ojear cualquier texto, nuestro maltrecho entendimiento va a impedir que logremos comprender qué carajos están leyendo nuestras pupilas. Y me refiero a lo que dio a conocer la Organización para la Cooperación y del Desarrollo Económico. La cual no sólo documentó nuestra indiferencia de marras respecto de la lectura, sino que arrojó una nueva luz: lo poco que se lee es deficientemente entendido por los estudiantes de nivel básico. Y otra cosa: también en matemáticas son unos pelmazos nuestros escolapios mexicanos. ¡Qué bueno que no tengo hijos! En todo caso, la situación es de un morbo incontrastable; no quiero decir que sea motivo de alarde, pero sí que en el fondo de nuestras malas intenciones la cosa promete un sabor amargo digno de probar.
Lo más sensato es dar en pensar que la escasa lectura entre los mexicanos no se debe a unas cuantas de razones o, como se suele escuchar en la calle, “a que los alumnos son unos burros”, o “los maestros, unos pendejos”. O todavía peor: que la culpa es de un gobierno que nos ha enajenado mediante los bodrios que transmite Televisa. Bien vista, la situación puede pasar ciertamente por las políticas públicas aplicadas en materia de educación, pero es igualmente forzoso entenderla a la luz de una revisión de los planos histórico, psicológico, antropológico y aun filosófico de la mexicanidad. Y lo que es más importante: hay que empezar a poner (realmente) en tela de juicio el hermetismo de los propios intelectuales, cuyo feudo intelectual ellos mismos sacralizan hasta el punto de volverlo no sólo tan elitista como se sabe, sino impenetrable, refractario, imposible.
Mi pretensión no es otra que poner en duda la infalibilidad de ciertas actitudes que harto han echado raíces en la intelectualidad. Pues los cerrados ámbitos literarios son los culpables principales de que no se lea. Pero al respecto se han escrito un alud de páginas. De manera que conviene centrarse en un aspecto posiblemente más revelador. Una falsa noción que desde estos cerrados ámbitos literarios irradia hacia la generalidad, a saber: la idea de que se puede llegar a comprender la actividad literaria sólo a condición de ser un alguien cuyo bagaje lectivo sea merecedor a un premio en el libro Ginnes. Algo totalmente falso. Al menos por dos razones.
En primera, porque se trata de un sofisma autocomplaciente. Como los escritores son (deben ser: su trabajo es ése) lectores voraces cuyo trabajo “les ha costado”, consideran lo más natural exigirle a toda la gente que se ponga a leer miles de páginas sobre temas extravagantes. ¡Pero qué idiotez! Pues sofismas como éste disfrazados de axiomas lógicos, pueden ser perfectamente aplicables a todos los oficios: y de esta manera, todos los obreros, campesinos, traileros y prostitutas del país, querrían que nos pongamos a aprender su trabajo al dedillo. Imagínense.
Y en segunda, porque la literatura barata no deja de ser literatura, por barata que sea. O sea: nadie –tan cultivado como sea- tiene derecho a exigir que la gente guste de lo que él gusta. Ni los intelectuales más prominentes del país –o quizás sí, pero sólo ellos- pueden pedir que la gente adquiera niveles de profundización de acuerdo con tal o cual parámetro. Y ésta es precisamente la tragedia de la lectura en México: pensar que los mexicanos son unos zotes irredentos porque no leen lo que el centro de la cultura nacional desea que lean. Es una visión odiosa que aun cuando siempre haya existido hoy día cobra cada vez más importancia ; y evidentemente la solución no va a llegar por la misma vía, esto es, por la imposición desde la cúpula de la Secretaría de Educación.
La solución al conflicto no es posible sino en el nivel de lo práctico. Esto es, desde los hogares, desde la actitud contestataria de la ciudadanía o bien, desde las aulas académicas. Los profesores y los alumnos son los que pueden mudar la forma en que adquieren conocimientos por vía de la lectura. Tienen la posibilidad de ver la literatura desde una óptica práctica; deben hacer a un lado los prejuicios elitistas que los propios escritores de la cúpula han impuesto. Sólo entendiendo a la literatura como una actividad más acorde a nuestros tiempos posmodernos, sólo así ésta saldrá del escollo en que está hundida.
Hay que dejar de lamentarnos cada vez que salga en los periódicos la noticia de que los mexicanos no leen y que lo que leen no lo comprenden en absoluto. ¡De pie y al puesto de revistas por cualquier bagatela que nos llame la atención! Eso va a ser la demostración de que leemos lo que queremos. Y en rigor, la lectura libre es la consigna de cualquier actividad intelectual.
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