La censura ha vuelto a ocupar los reflectores por partida doble. Por un lado, la novela de García Márquez Memoria de mis putas tristes traducida al iraní por el escritor Amir Fetanat, fue prohibida por el régimen de aquel país. Por otro, el documental de Luis Mandoki Fraude: México 2006 no se estrenó sin una grande controversia en buena medida estimulada por la prensa misma. Pero cada hecho posee características diferentes.
Convendría recordar lo que sucedió en Irán con la novela del autor colombiano. Inicialmente, el escritor Kaveh Mir Abassi había traducido y enviado el relato al gobierno de ese país para que lo escrutaran, y emitieran su dictamen. Al cabo de cierta espera, el Ministerio de Cultura le informó que era imposible publicarlo. “Todo el mundo es libre de difundir sus ideas, pero hay límites que la ley ha especificado, entre ellos no ofender al prójimo, los derechos de los otros ciudadanos, las creencias islámicas y la identidad nacional”, sostuvo el ministro de Cultura, Saffar-Harandi. ¿Les habrá escandalizado a los iraníes el que, en la trama de la narración, un periodista anciano se quede a dormir con una adolescente virgen y la prodigue con amorosos trstos, cuando ellos tratan como tratan a sus mujeres? Opiniones aparte, lo cierto es que en Irán, país que no pertenece al convenio internacional de derechos de autor, se pueden distribuir libros independientemente –siempre y cuando consigan pasar el tamiz censurador. Y aunque no fue aprobado, otro escritor iraní, Amir Fetanat, colgó la traducción en Internet e hizo una edición de mil ejemplares en papel que envía por paquetería internacional, y está por agotársele. Ha tenido éxito a tal punto, que desde el 16 de noviembre, el relato ha sido descargado por más de 15 mil visitantes en 80 países, y cerca de 550 sitios lo tienen enlazado. Una cifra significativa.
Es otro el caso de Fraude: México 2006. De acuerdo con el izquierdoso periódico
En síntesis, Memoria de mis putas tristes y Fraude: México 2006, son dos casos que ejemplifican lo siguiente: en los tiempos que corren, la vulgar censura constituye involuntariamente una publicidad inmejorable. Cada vez que el Poder trata de condenar a las sombras un libro o una película, éstos adquieren una fama que, por sí mismos, muchas veces no habrían conseguido. De tal forma, no hacemos sino confirmar algo que sabían Adán y Eva: se desea lo prohibido.
Quiero acabar opinando que no habría que preocuparnos tanto por esta censura a todas luces pueril, como por otro tipo de más sutil y, por lo tanto, más escurridiza. Pienso en la censura que se esconde bajo variedad de sobrenombres. Ahí están la autocensura, el fantasma de los crímenes contra periodistas, la corrupta mancuerna gobierno-intelectualidad, las amenazas, la coerción… Son censuras cuyo poder sí consigue que las novelas y los documentales no lleguen al público. Hoy, que es posible conseguir cualquier cosa por el Internet y la piratería, un dictado gubernamental que quiera privarnos de ver o leer algo es una censura estúpida.
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